CRÓNICA / febrero-marzo 2022 / No. 97

De cómo se está preso sin cárcel y se padece sin tareas




Soy profesor en un liceo obscuro,
he perdido la voz haciendo clases.
(Después de todo o nada
hago cuarenta horas semanales).
¿Qué les dice mi cara abofeteada?
¡Verdad que inspira lástima mirarme!
Y qué les sugieren estos zapatos de cura
que envejecieron sin arte ni parte.
Nicanor Parra, “Autorretrato”


Son las 6:30 AM, mi alarma no sonó porque hace tiempo que la batería de mi celular dura muy poco. Mi primer pensamiento del día es que voy a llegar tarde y que tal vez, aunque no quiera, debería sacar una tarjeta de crédito para comprarme un celular nuevo cuando me llegue la nómina. Camino al colegio que, afortunadamente, queda a dos cuadras de mi casa. Checo a las 7:02 y mi nombre y clave aparecen en rojo en la pantalla, como si fuera un deudor o un criminal por haber llegado dos minutos tarde. 8015-19177. Subo la rampa para ir a los salones y escucho el grito de la prefecta —en su papel— diciendo que no ha llegado el maestro de Español.

Llego al salón y le digo al alumnado que buenos días, que cómo andan. Bien, bien, profe, ¿y usted? No digo nada y espero que pronto empiece a clarear el día. Comenzamos el tema: la mesa redonda, el rey Arturo, las leyendas y su carácter local. Una alumna levanta la mano y me dice que si no conozco la leyenda de la Planchada. Sí, le digo, pero tú cuéntala de todos modos por si alguien no la conoce en el salón. Así, uno tras otro, hasta quienes no gustan de participar, van contando leyendas y experiencias paranormales que les sucedieron a sus primos, tíos, abuelos, papás. Afuera del salón amanece y el día se ilumina como sus caras. Antes de que termine la clase la alumna X me dice: profe, profe, mi papá le mandó esta libreta para que siga escribiendo. El regalo me conmueve y le contesto a la alumna X que seguro, que gracias. ¿Qué pensarían ella y su papá si supieran que hace meses no escribo porque me la paso revisando exámenes y planeando clases? Me despido dándome cuenta de que no hicimos ningún trabajo, pero al menos estoy seguro —o eso quiero pensar— de que nunca olvidarán el carácter local de las leyendas y que tal vez escriba en esa libreta.

Pasa otra clase y salimos a recreo: en la rampa me aborda la coordinadora diciéndome: profe, tengo que hablar contigo. Para cuando llegamos a la cancha, en pocas palabras me ha dicho que tengo que comportarme y vestirme más como uno de ellos: los profesores. Le doy el último trago a mi café y me sabe bastante amargo; en eso veo mis pies y noto que mis Vans ya están muy gastados. Otro pendiente para cuando llegue la nómina y pueda conseguir la tarjeta de crédito. Todo mundo se dispersa, yo me siento en una banca viendo la cascarita de futbol y hojeando la libreta. Algunos se acercan haciéndome preguntas con sus molletes en la mano: profe, profe, ¿qué vamos a hacer hoy?, ¿nos va a leer otro cuento de Amparo Dávila? Qué buena pregunta, pienso, qué vamos a hacer hoy. Son tan ocurrentes todos, tan intensos: y eso es lo que los hace estar tan vivos. El receso se termina y mientras subo la rampa la coordinadora me dice que tenga muy presente lo que me dijo, y que por favor no vuelva a llegar tarde.

Llego a otra clase y atendiendo a la petición del alumno y por mi falta de planeación, comienzo a leerles “Moisés y Gaspar”. Lo hago en voz alta, desplazándome lentamente entre las filas como un monaguillo que esparce incienso en la iglesia. Cuando termina el cuento se escuchan los gritos y preguntas: profe, profe, ¿entonces qué son Moisés y Gaspar? Bueno, les digo, es un misterio que ustedes pueden interpretar. Eso es lo bueno de la literatura, les digo, que es algo libre. Me despido y alguien grita que si no puedo quedarme a leerles otro cuento. Otra grita que si voy a dejar tarea. No, ya saben que no hay tarea. Sé que lo saben, pero les gusta escucharlo como quien oye el cielo estallar en temporada de sequía. En eso llega la maestra de la materia X y el alumnado, como si ella fuera un general, saca una libreta en silencio para después petrificarse en el mesabanco con la cara triste. Al cerrar la puerta y salir al pasillo me doy cuenta de que tampoco hicimos ningún trabajo, y que la maestra de la materia X ha comenzado a pasar lista sin siquiera haber saludado al alumnado. Trabajo, me digo, qué palabra.

En el segundo receso me siento en una mesa y escucho beats de lowfi en mis audífonos, intentando concentrarme para terminar la tesis de una vez por todas. En eso alguien me interrumpe: profe, profe, ¿está en clases? Algo así, le digo. Entonces usted es como nosotros, profe, también está encarcelado. Se termina el receso, así que voy a mi casillero a dejar mis cosas. Paso por la sala de maestros y lo único que puedo escuchar son conversaciones acerca de alumnos que no trabajan, que no llegan a clase, que se la pasan riendo. La risa, me digo, el único acto subversivo que les queda, algo que asusta y desespera a los profesores. ¿Habrá algo más literario que la risa? La pregunta en mi mente es interrumpida por la titular: ¿usted qué opina, profe? ¿El alumno X está al corriente en Español? Me excuso diciendo que tengo clase, que después haré un reporte sobre cómo va el alumno X en mi materia.

Llego a mi última clase y, sabiendo que no tengo nada preparado, les digo que hoy vamos a repasar las categorías gramaticales. Comienzo a dictarlas como más o menos recuerdo y alguien me pide permiso para ir al baño, otro para comer y otro para tomar agua. Sí, sí, les digo, sólo no se tarden. Ya no me siento tan fresco como un monaguillo —quizá porque es la última hora—, sino como un sacerdote cansado de predicar tanto la misma homilía: “Las conjunciones son una clase de palabras invariables que se utilizan para…”. Profe, profe, ¿qué significa invariable? Que no puede estirarse, le digo, que permanece fijo y no es libre. En eso, a la mitad de mi explicación, la titular llega diciéndome —y tomando a un alumno de los hombros como si fuera un preso que intentó escapar— que los permisos para ir al baño están totalmente prohibidos después del receso. Asiento y sigo con mi explicación. Alguien me interrumpe de nuevo: profe, profe, ¿entonces nosotros somos invariables porque no somos libres? Pienso que ellos están en un mesabanco y yo en un escritorio atados a leer y escribir. Algo así, les digo, lo bueno es que hay más categorías y no todas son iguales. Termina la clase y me despido, el alumnado ve al maestro de la materia X afuera del salón y automáticamente se vuelven uno con el mesabanco; petrificándose. Antes de irme veo cómo la alumna X guarda una pequeña libreta que con letras blancas y hechas a mano dice “DEATH NOTE” en la portada. Justo antes de salir, y viendo el rostro del profesor X afuera del salón, le pregunto a la alumna X en tono de broma qué nombre escribiría en su libreta para que desapareciera por siempre. El de la prefecta, profe, para que nunca sepa que no vinimos a clase y usted pueda quedarse con nosotros.

Al bajar por la rampa escucho conversaciones y mochilas con ruedas arrastrándose torpemente en el patio. Todo mundo se despide con la chamarra de deportes atada a la cintura, que ondea como una bandera de libertad, y un “¡hasta mañana!”. A esta hora las titulares parecen celadoras en una fuga de reos, a esta hora casi nadie tiene voz para regañar, a esta hora se nos concede la libertad condicional. Yo me acerco a la computadora de la recepción y checo dos minutos antes de mi hora de salida. No importa. 8015-19177. Mi nombre y clave aparecen en rojo, como en la mañana; acto seguido, los barrotes automáticos se abren mientras escucho los rumores de risas a lo lejos y busco la chamarra atada a mi cintura que me quité desde que comencé a trabajar.
 


 

Octavio Guerrero Torres (San Luis Potosí, San Luis Potosí, 1996). Es narrador y corrector independiente, actual tesista de lo infra de la licenciatura de Lengua y Literatura Hispanoamericanas de la UASLP y docente de Español en secundaria. Tomó un taller de cuento en Arteria Izquierda Casa Cultural. Sus cuentos y crónicas han sido publicados en el fanzine Punkroutine (Monterrey, Nuevo León); en las revistas La Cripta Pulp Magazine (Tepic, Nayarit) y Red Política de la Universidad del Norte, (Barranquilla, Colombia); y en las antologías “10 años, 10 cuentos”, del Centro de las Artes de San Luis Potosí, y “México S. XXI”, de la revista Imán, de Zaragoza, España. De 2018 a 2019 fundó y coordinó, junto a Celia Moreno, la tertulia artística El Micro de Graná. En 2019 recibió el premio de narrativa Federico García Lorca en la ciudad de Granada, España, con su libro de cuentos Sur Carolina (Editorial Universidad de Granada, 2020), y en 2021 obtuvo una mención honorífica en el premio Manuel José Othón, de San Luis Potosí, con su novela La calle o nada.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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