CUENTO / abril-mayo 2022 / No. 98

Sombra





No, no.

Desconozco el contorno de la sombra de mi padre. Creo que, por la claridad del suelo, cuando camino junto a mi madre, en la que aparecen las formas de nuestros cuerpos, la de él es invisible. Pienso que se la comió el sol en una de las largas tormentas que forman un halo de colores a su alrededor. Entonces salgo y miro hacia arriba, poniendo mis ojos desnudos directamente a la luz. Pienso. ¿En qué? Imagino que si me mira el sol es porque tiene ojos y lo que diga lo hace con el escozor del calor. Me quedo ahí hasta que la fuerza de su brillo me obliga a restregarme el rostro entre mis manos.

¿Los padres existen? Claro que sí, pero los siento lejos. Yo lo que sé, lo conozco por lo que veo, escucho, huelo y toco. Después pienso cuando mi madre me pregunta sobre un detalle especial de lo que hice en el día. Por lo demás, todo se pierde en la memoria. Aunque esto no hace que olvide que existe una persona ausente, porque de él hace mi madre las historias. Las creo solemnemente al no tener una mayor fuente que la de sus recuerdos.

Al andar por las apretadas calles, entre las movedizas voces de la gente, pensaba en las aves. De ellas estaban hechas las nubes, mis dibujos y los cuentos. Mis dibujos sólo delimitaban estrechamente su movimiento y fantaseaban su forma; las nubes las desaparecían por el horizonte hasta que volvían rebeldes en la mañana; en los cuentos se desvanecían en cada palabra que recordaba y olvidaba.

Miro todo lo que no es parte de la ciudad: hojas amarillas cayendo de un árbol, un perro temblando de la cabeza a la cola, la mariposa sin antenas en el parabrisas de un carro y el cielo desnudo. La mujer que me toma de la mano está nerviosa o cansada. Le suda su palma derecha, de la que me aferro. Me suelta y la limpia en su pantalón blanco.

Resoplé frente la puerta de nuestra casa. Espero a que la abra, pero se atasca cuando más prisa lleva por hacer sus quehaceres. Yo no los tengo, pero ella me prometió que cuando crezca y le alcance el codo podría hacer muchas más cosas, como trabajar un poquito. He ahí una nueva palabra que trato de medir: trabajar.

Al entrar, me tumbé en un pequeño sillón lleno de almohadones donde me recosté y suspiré profundamente. Ella me ignoró. Yo también lo he hecho cuando no entiendo lo que dice o se ha tornado oscura conmigo por un error simplísimo.

Comemos silenciosos, con unas cuantas muecas al cruzar nuestras miradas. ¿De qué le hablo si ando siempre con la mente ausente, perdida en el silencio? Nada, nada me sale más que gracias y adiós porque han dado las tres de la tarde. Se va a trabajar a las afueras de la ciudad en una fábrica pequeña de telas, al menos eso es lo que me ha contado.

Entonces llega Flavia a cuidarme. Pretende enseñarme cosas; yo le hago caso porque mi madre me lo pide. Por favor, Saulo, pórtate bien. Recuerda que no estamos para hacer enojar a Flavia. Ella es la única que se ofrece en cuidarte. No es su responsabilidad ¡y mira!

Me gusta cuando me hablan por mi nombre. Flavia se resiste nombrándome Pablo, porque le sonaba casi a lo mismo; aunque no se escribían igual, de eso estaba seguro. Ese nombre le recuerda que existo, por eso lo usa. La ese la pronuncia mal. Lo curioso es que yo a la erre me la como siempre, ahí debajo de la lengua. Eso me explica Flavia. A ella la ese se le atoró en la nariz y no ha querido salir desde sus siete años. Este defecto se lo atribuía a su meticuloso hábito de oler canela a escondidas de su abuela en las noches.

Salimos a jugar, eso dice Flavia. En realidad, me deja en los columpios y resbaladillas a mi suerte, mientras ella se sienta en una banca alrededor para ver pasar a la gente. Le hace gracia conocerla y hablarle una vez por siempre.

Es necesario dejar claro que cuando me caigo, lloro. Inmediatamente me levanta para volver a casa y evitar un gran espectáculo. No me cura con un beso: sólo me jala de la mano y me limpia con agua.

Dentro de la casa hay un pequeño patio donde el pasto crece irregular y las flores son enanas porque les falta agua o están tristes. Yo jugaba a agarrar las hormigas colocándolas sobre la pared. Ellas improvisaban nuevos caminos que mis ojos seguían, hasta ver que se encontraban, y con sus patas se saludaban.

Flavia se rascaba la cabeza, cerraba los ojos y dormía profundamente.

Vi el nido de un ave con alas cafés y pecho gris cerca de la ventana que daba al patio. Creí que lo gris era por el polvo en la pared. La miré volar y perderse entre la telaraña de los cables de luz eléctrica y la noche. Se encendieron las lámparas amarillas de la calle hasta ver mi sombra sobre el fondo amarillo de una pared. Flavia me dio una palmada en la espalda como avisando que ya teníamos que entrar y comer.

Después de una comida simple e insípida, se fue la luz cuando estábamos a punto de disfrutar una película. Sólo a través de las ventanas los relámpagos brillaban. Llegaba el sonido del trueno al final como un fuerte suspiro. Otras veces los dos juntos. Entonces Flavia me llevó al sillón junto a la ventana que daba a la calle para que viera las gotas correr sobre el vidrio, la luz saltar sobre las azoteas de las casas y los truenos hablar entre las esquinas de las calles.

Retumbaron las paredes fuertemente. Flavia me vio agacharme ocultándome entre los cojines del sillón. No pensé. Poco a poco, entre el espanto, el sueño me cerró los párpados. Los brazos tibios y flacos de Flavia cambiaron a los tersos y cálidos brazos de madre. Su ausencia siempre se prolongaba hasta la desesperación.

En un viernes de octubre, Flavia me regañó por sacar los huevecillos del ave que vivía en la ventana que daba al patio. Los coloqué en fila sobre el comedor para ser testigo de lo que pasara. Transcurrieron las horas sin alguna novedad.

—Ellos tienen a su mamá. ¡Déjalos! No nacen porque quieras.

—¿Y el papá? —repliqué enojado.

—Tampoco tienen, como…

—¿Y su padre? —insistí con un dolor como de una áspera semilla atorada en mi garganta.

—¿Tú sabes dónde está el tuyo?

—No.

—Tampoco ellos. Nunca lo sabrán, aunque se vieran en un espejo. Cuando seas grande vas a tener la cara del tuyo. A lo mejor así lo encuentras. ¡Ay, Pablo!

Desde que esa vieja me dio esa esperanza me miraba al espejo del baño de reojo, en los cristales de los edificios y en las aguas ondulantes de las fuentes.

Me inventaba cómo sonaba su voz, pues creaba una combinación entre la del profesor, el chofer del camión y el tendero al mismo tiempo, haciendo una diferente, única.

Un sábado de noviembre nacieron los polluelos. Me di cuenta porque en el piso del patio las trizas del cascarón estaban regadas. Flavia me ayudó a verlos. Tomó una escalera colocándola sobre la ventana y palpó a las aves delicadamente.

Las colocamos en una tela sobre la mesa de la sala y las miramos anonadados por un largo rato musitando sonidos tiernos y sobrecogedores. Flavia limpiaba constantemente sus lentes.

—Yo soy el papá.

—Estás chiflado, Pablo. No digas tonterías. Eres un niño pequeñito que nada sabe de la vida —me apretó las mejillas.

Pasaron las diez, luego las once de la noche. Madre no llegó.

Ese día Flavia me tuvo que llevar a su casa que se encontraba enfrente de la mía. Tomó mis cobijas, mi almohada y las llaves. Se aseguró como 15 veces que había cerrado la puerta de la casa.

Un gato pasó cerca de mí. Me causó mala espina.

Madre llegó a la mañana del día siguiente.

Cuando volví a mi casa, ella barría el patio. No dijo una palabra que explicara su ausencia de ayer. El suelo estaba lleno de los desechos del nido. Recorriendo el lugar con mi mirada, me estremecí al ver que mis polluelos estaban tirados con los lores destruidos como efecto de una gran caída y, me temía, una fuerte pisada. Mi sombra los cobijaba en vano. Pensé que el culpable había sido el gato del día anterior. Estaba angustiado. Sin embargo, todo eso había sido hecho por madre: se obsesionaba que todo estuviera limpio, como queriendo quitar todo rastro de nuestra vida en esa casa. Restregaba el cepillo de la escoba en lo que quedaba del nido. Me dolió más.

Sentí náuseas negras por el coraje.

Nos cambiamos de casa. Me hubiera llevado ese nido conmigo.

Sentía confusión. Yo era el recuerdo borrado de mis pequeñas aves. Algo se había arrancado en los cimientos de mi interior, en el que cualquier estremecimiento avivaba la tristeza. Hacia donde miraba se pintaba de neblina gris.

Miré en los racimos de cabellos delgados, finos y obscuros de madre al salir de la casa por última vez. Ese lugar en el que había vivido se volvía profundo y misterioso como otro mundo: desconocido.

¿Y si yo era ahora esa sombra invisible? Yo también había abandonado algo: mis aves.

Observé el reflejo de mi rostro sobre el espejo de un auto rojo. En él había un hombre. Yo no era padre, yo era niño.




María Cantero García (Salvatierra, Guanajuato, 2000). Es mediadora de lectura.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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