Sacrificios humanos.
María Fernanda Ampuero
Madrid, Páginas de Espuma, 2021.

En Sacrificios humanos, su segundo libro de cuentos, Ampuero continúa con la exploración de esos abismos donde la crueldad humana y la violencia cotidiana son las protagonistas absolutas, y su mirada me parece más abierta y más lúcida que nunca.
Selva Almada alguna vez apuntó que lo que ella más valora de un texto literario es la mirada desde la que surge, ya que la mirada, o más bien la forma de mirar, es la concentración de una visión del mundo y de la suma de traumas y experiencias, la materialización de una sensibilidad. En los cuentos de Ampuero, todo depende de la mirada. La ecuatoriana es una brillante y sagaz constructora de miradas que encandilan al lector y arrastran las luminarias a la zona oscura que todos sus personajes llevan dentro.
La mayoría de los 12 relatos que componen Sacrificios humanos llegan al lector desde la primera persona del singular, y casi siempre es una mujer la que narra. Es en esta decisión, en apariencia muy simple, que me parece que se encuentra la inquietante originalidad de los cuentos de Ampuero. Con un cuidado artesanalmente enfermizo, Ampuero logra reconstruir una forma de mirar y entender la violencia que posibilita la narración de la misma. Cada uno de sus cuentos representa un nuevo enfrentamiento ante lo que parece una crueldad inenarrable, y si consigue salir avante de esa lucha es porque acierta en la elección del punto de vista que va a contar la historia y hará posible su vía de escape para que llegue a los oídos del lector.
Tomemos el cuento “Pietà” como ejemplo. Aunque probablemente “Pietà” sea un cuento menor al lado de otros más redondos (mis favoritos son “Biografía” y en especial “Silba”), no deja de ser un gran logro estilístico y un acierto enorme a la hora de elegir el punto de vista para contar la historia: ¿cómo contar la historia de un feminicida blancorrubiojosazules, un ser absolutamente privilegiado? Casi cualquier solución arrojaría un resultado chocante y sin matices (matizar a un ser así de abominable es un riesgo moral); la brillante solución de Ampuero radica en elegir un casi inconcebible punto de vista para contar la historia y hacerlo además de forma creíble: la historia del feminicida la cuenta una voz que siente por él una piedad ciega. El resultado es más que inquietante, más que terrorífico. Es un cuento de Ampuero.
Otro de los puntos de vista que le sirven magistralmente a la escritora ecuatoriana para hacer posible la narración de sus historias es aquel que proviene tanto de una voz infantil como de una voz adolescente. La voz infantil, que ya había trabajado con fortuna en Pelea de gallos, aparece aquí en cuentos como “Creyentes”, “Sanguijuelas”, “Invasiones” y parcialmente en “Hermanita”. La mirada de una niña puede enrarecer cualquier historia, y eso Ampuero lo sabe y lo maneja muy bien. En el cuento “Creyentes”, el contexto político que rodea la historia (una violenta lucha de clases que no resulta ajena a ningún país latinoamericano) se muestra desdibujado en la voz de la niña narradora porque a sus ojos aquel contexto es una sucesión de escenas difusas. Su mirada es el filtro de una realidad desmesurada y problemática, que sin embargo nos permite comprenderla desde aristas más complejas e inesperadas de las que el lector imagina.
La voz adolescente, en cambio, le sirve a Ampuero en relatos como “Elegidas” y “Hermanita” para contar una historia desde esa zona fronteriza y exagerada, la adolescencia, en la que la noción de monstruo aparece con mayor facilidad y se encarna en los estereotipos de belleza contemporáneos. Esto sucede en “Elegidas”, un relato que recuerda a las atmósferas de los cuentos de Mariana Enriquez, aquéllas donde lo cotidiano puede ser terrorífico, en las que el cruce entre el mundo adolescente y entornos precarios y periféricos son el perfecto hervidero para el horror y el desastre.
El horror en los cuentos de Ampuero es una vivencia cotidiana que se atreve a mostrar su verdadero rostro cuando, tras la acumulación de los días, se vuelve insoportable y estalla. Sus relatos son el estridente registro de esa explosión; su maestría, la voz y el punto de vista que asume para preparar el estallido.
A ratos, la atmósfera de los cuentos de Ampuero remite a la de las mejores películas de terror contemporáneas: aquellas que sin dejar de ser populares y aterradoras poseen una dimensión política y social que construyen con paciencia el contexto para el miedo. Pienso en Get Out (2017) y su propuesta de terror social, pero en especial me remito a The Witch (2015) y Midsommar (2019), cuyas protagonistas son mujeres que soportan y sobreviven —y al final se integran— al horror que las rodea. Claro está que, a diferencia de las películas aludidas, los relatos de Ampuero transcurren en ambientes de tensión política y social que en Latinoamérica identificamos como propios. La lógica de la crueldad que sucede en los cuentos de Ampuero es posible porque el contexto político viciado, la generalizada impunidad hacia las clases privilegiadas y la precariedad de los sectores vulnerados existen como marcos que la amparan. Es aquí, en este punto, que la literatura de Ampuero se encuentra con la de otras escritoras (su compatriota Mónica Ojeda, las argentinas Enriquez y Samanta Schweblin, la boliviana Liliana Colanzi) que, asimismo, encuentran en el género fantástico y de terror el territorio ideal para escenificar las formas monstruosas que asumen la violencia y la injusticia en Latinoamérica.
En los cuentos de María Fernanda Ampuero cabe la vida entera de una mujer, o por lo menos la ilusión de esa vida. Como sus personajes hablan siempre desde el momento en que ya todo ha sucedido, en sus voces el lector (el escucha) encuentra las señales que anticipan la catástrofe, los instantes de atroz lucidez en que se comprende cómo todo se fue al carajo. E insisto en esto: la violencia, social y machista y económica, encuentra su mejor vía de expresión en los relatos que Ampuero construye desde la primera persona del singular, bajo el artificio literario de un relato que sin dejar de ser una ficción adquiere la textura de un testimonio que rinde cuentas de por lo menos dos cosas: haber padecido la violencia (¿de dónde viene esa violencia? Del Estado, de las estructuras patriarcales, de la precariedad, del hambre y del hombre) y haber vivido para contarla.
Dos de los últimos relatos llevan por título sendos nombres propios: “Edith” y “Lorena”. Son dos de los cuentos más intensos que he leído. Tanto uno como otro tienen un trasfondo bíblico, que en el primero es evidente y en el segundo se asoma en detalles y símbolos muy puntuales. Ambos pueden leerse como un mismo cuento.
Edith es la no siempre nombrada mujer de Lot, aquella que vuelve la vista atrás para mirar la destrucción de su ciudad natal, Sodoma, y que a causa de esa mirada se convierte en una estatua de sal. El epígrafe que acompaña el cuento “Edith” pertenece a un poema llamado, precisamente, “La mujer de Lot”. Su autora, la poeta rusa Anna Ajmátova, imagina la circunstancia de esa mujer denostada por la historia bíblica tradicional y se compadece de ella. En su poema (un poema breve y hermoso), Ajmátova redignifica la decisión de la mujer de Lot de volver la vista atrás; en su cuento, Ampuero rescata el nombre que ciertas tradiciones judías dan a la mujer de Lot (Edith) y resignifica su historia. En manos de la cuentista ecuatoriana, Edith vive en carne propia la violencia que las otras mujeres de Ampuero han padecido y han contado a lo largo de Sacrificios humanos, pero el cuento que le sigue, “Lorena”, le abre a Edith otro camino, otra posibilidad, otro final a su historia. “¿Es figura anodina para ocuparse de ella?”, pregunta Ajmátova en su poema sobre Edith. Los cuentos de Ampuero son un contundente no. Son un detenerse a mirar esas figuras que quedaron convertidas en silenciosas estatuas de sal, petrificadas en su silencio, y que son devueltas a la vida; son una sacudida, una cancelación a su castigo dándoles la bendición de poder contar su versión de la historia.
“Pero mi corazón no olvida / a la que dio la vida por una mirada”, termina el poema de Ajmátova. El corazón de Ampuero tampoco olvida. Sus cuentos son el mejor testimonio de ello.