El expediente Anna Ajmátova
Alberto Ruy Sánchez
Ciudad de México, Alfaguara, 2021.
En la novela de Ruy Sánchez, Koba —seudónimo de un joven Stalin, lector voraz y con un gran talento para el canto gregoriano— inicia su relación con el mundo. La poesía es para Koba un medio de atestar con su voz lo que le rodea. Lee a la poeta Anna Ajmátova, llena de notas el libro, tacha palabras, las remplaza por otras, pero debe suspender la lectura de La tarde (Vécher) porque Lenin lo llama. A partir de entonces, Koba cambiará su sobrenombre a Stalin (‘hecho de acero’), abandonando esta vida prematura de artista. Ya no hay marcha atrás. Él ha decidido dirigir su alma hacia lo que considera más grande y asombroso, y capaz de llenar los recodos de su frustración poética y de barrer el resto de las voces para que la suya sea la única audible: el poder.
La fuerza que habita a Anna Ajmátova la obliga a escribir en la primavera de 1909: “Humo que no se ve, ni se escucha pero sí nubla los ojos. En eso se convierte el canto de los pájaros para la gente que no entiende su lenguaje”. La poesía es para la rusa la única forma que tiene de estar en el mundo. Ella avanza sonámbula por la oscuridad, recorre el mundo y le da luz con sus versos hasta que aprende a “vivir despierta dentro del sueño” que es la vida.
El viaje de Ajmátova es interior, un fuego íntimo que incendia al mundo y un mundo que incendia el fuego íntimo, diferente de las expediciones de su primer esposo, el también poeta Nikolái Gumilev, quien viaja constantemente a África con el anhelo de obtener reconocimientos mundanos. Para Ajmátova, el acto creador es una implosión, una mirada que traslada al mundo a los confines del alma y, desde ahí, lo crea (a modo de ese jardín interior en el que el artista da hálito a su obra y un orden a la realidad, del que Marcel Proust habla en En busca del tiempo perdido). La lectura de Pushkin y de Innokienti Ánnieski encamina a Ajmátova a descubrir su voz poética, para que después, con el acmeísmo —movimiento literario al que perteneció la poeta, que conjugó la lectura de clásicos y el arte popular para alumbrar su ahora—, ella reconozca su sitio dentro de su tradición.
La novela se despliega a partir de la relación forzada entre Ajmátova y Stalin —fruto de un enamoramiento caprichoso y mal encauzado por parte del tirano—, pues el resto de los personajes, a través de sus biografías, dan matices y contrastes al alma que es habitada ya sea por la poesía o por el poder, y sugieren que el acto creador es un adentro poético, ya que la “manera de estar en el mundo habitada por la poesía es diferente en cada persona”.
Así, la novela deja mirar algo mayor: el alma humana, pues descubre que en el tachar las palabras de un verso ajeno se esconde la necesidad mezquina de poseer una voz, y otra y muchas que llevó a Stalin a convertirse en uno de los más grandes mercenarios de la historia. Además, en el otro extremo, devela los confines secretos del acto creador, a través de la relación de Ajmátova y Modigliani, presente dentro de la historia; con estos dos personajes vemos cómo la poesía no sólo es la palabra de un verso, sino también lo que se escribe en los cuerpos, en el paseante que recorre las calles de una ciudad, en un beso.
El mundo interior y el exterior se conjugan para mostrar que, en los rostros alargados de los dibujos de Modigliani, el artista busca —como los egipcios siglos antes— un otro superior, mientras que para Ajmátova las palabras dejan de ser sólo significados y “también son formas vivas, son actos, como los del escultor”. El arte y la vida se convierten en uno y lo mismo. Siendo así, no deja de asombrar y de hacer estremecer la oscuridad que descubre cada acto y gesto de Stalin descrito en El expediente Anna Ajmátova. Sin embargo, ante esta cerrazón, la novela nos regala como narradora una voz femenina entrañable; paradójicamente una mujer de la KGB, obligada a vigilar a la poeta —por órdenes del dictador— y delatar cómo los poemas lograban salir de aquel encierro y ser publicados en el extranjero. El ímpetu de esta mujer por contar la historia la lleva a sondear la página en blanco y a internarse en ella para subsanar la necesidad tan primigenia del alma por expresarse. A través del expediente la narradora se escribe a sí misma, pues las entrelíneas la envuelven y cuentan también su historia.
En El expediente Anna Ajmátova es el alma humana la que busca una voz. La novela es un espejo que trasciende épocas, e incluso el mundo contemporáneo puede reflejarse en él, pues la poeta rusa y su época son sólo el pretexto para hablar de aquello que nos supera: la necesidad del alma por decirse en palabras, a la que las adversidades no pueden detener, porque la poesía encontrará siempre un abedul o cuerpos que memoricen sus versos para fugarse de las garras del olvido. Cabe recordar el prólogo del poema “Réquiem”, en donde Ajmátova cuenta que una mujer frente a las cárceles de Leningrado le preguntó: “¿Usted puede describir esto?”, a lo que ella respondió: “Puedo”. “Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro”, concluye la poeta. Leer El expediente Anna Ajmátova es recuperar esa sonrisa, la vitalidad perdida en el rostro que ha sido devorado por las fantasías del poder, pues la poesía verdadera es la única que puede contra los abismos de la muerte.