Una pizca de creatividad
Laura Carrasco Maldonado
Sumergida en un mar de teclas, con vista cansada, me encuentro frente a un monitor que ruega que pronto me dé por vencida, que me mira perplejo por no saber qué es lo que quiero escribir. Abrumada por todos mis pendientes, escucho a lo lejos una pequeña voz que me dice: ¡Quiero tocar el piano!
Lo enciendo y vuelvo a mi rutina, o al menos eso intento. Ella no conoce a Mozart, mucho menos a Beethoven, pero toca el piano con tal agilidad que nadie me creería si se los contara. ¡Quién diría que colocó el piano en reproducción automática! Una mezcla de música folclórica y de tipo vals se desprende dulcemente de aquel instrumento que poco a poco va causando un efecto muy extraño en mí. Escribo al ritmo de la música, mi pie comienza a moverse, tarareo aquella pieza de la cual desconozco el nombre y entonces ella y yo comenzamos a bailar.
Ahí nos encontramos, dando vueltas de un lado a otro, cantando, gritando, riéndonos, actuando conforme la pieza musical cambia, intentando seguir el ritmo cuando una de nuestras chanclas sale volando. Ella ríe aún más.
Lo que inició como un baile ahora se ha convertido en una representación teatral, así funciona la imaginación. Los peluches se han convertido en animales salvajes que debemos evitar a toda costa, el piso se convierte en un río cubierto de lava y la cama figura como una gran montaña a la que debemos escalar para evitar nuestra destrucción.
Es el turno de recrear el cuento de “Los tres cochinitos”, pero a falta de personal la trama gira en torno a la batalla entre el lobo contra un cerdito, uno muy astuto por cierto, pues con toda seguridad de no querer que lo hicieran chicharrón comenzó a atacar a su enemigo con aquellas fieras salvajes que tenía bajo su control, una ola de peluches le dio el triunfo ante ese lobo malvado. Ella no para de reír.
En aquel espacio tan reducido, un cuarto de 4 × 4 m, bajo el que me desenvuelvo desde ya hace un buen de tiempo hay un viejo escritorio cubierto con un mantel de color vino, un ratón azul que parpadea una y otra vez, una computadora pasmada que nos observa con cierto recelo a través de su monitor negro en el que se ven reflejadas nuestras siluetas mientras seguimos bailando, algunas libretas amontonadas con un par de apuntes o garabatos y un par de bolígrafos que han sido mordisqueados en momentos de ansiedad y estrés. Ese espacio está ahí, nunca se fue, pero en estos momentos yo no lo observo, no le presto la misma atención que todos los días. Lo único que yace ante mí es esa pequeña niña que me ha transportado en un abrir y cerrar de ojos a un mundo enigmático, a un sitio en el que todo es posible mientras le agregues una pizca de creatividad y un gramo de ingenio. Esa chiquilla, que con su sola presencia me hace sentir mucha paz y tranquilidad, me hizo recordar el día de hoy que incluso entre cuatro paredes uno puede divertirse a lo grande. Gracias, mi pequeña Nat.