Qué modo más espantoso de despertar: abrir repentina y velozmente los ojos tragando aire en un destello de sobresalto y reproduciendo en mi mente las palabras que escuché en el sueño, dichas por la misma voz baja, de altivez distante, de convicción implacable:

—Nada más tú… sólo tú, nadie más.

Rememoro lo soñado. Cierro los ojos. La imagen me alcanza: Yo, sola en mi cuarto, leyendo acostada sobre la cama. Y de repente… nada. No estoy diciendo que nada pasó, sino que pasó la nada. O más bien apareció la nada, ¡sí!, ¡la nada!: un vacío perpetuo, una blancura infinita. ¡Infinita! Agobiante…

Y luego la voz, desde arriba:

—Nada más tú… sólo tú, nadie más.

Me río complacida. A veces nuestros sueños nos dan las mejores ideas para escribir cuentos, novelas y poemas. Releo lo escrito. ¡La nada! Suena dramático. ¡Qué bien escribo!

make-up_tools_3-svilen001.jpg Son las ocho treinta y cuatro según el reloj en la pared. Mi novio no tardará en llegar. Quedó de pasar por mí a las nueve, pero conociéndolo, vendrá al cuarto para la hora. Entro al baño. Me miro en el espejo. No estoy despeinada. El cabello lacio no se despeina. Quizás un poquitito, pero le pasas la mano y listo. Me lavo la cara, me cepillo los dientes, me maquillo y ¡qué bonita me veo!

Ahora… ropa. ¿Qué ponerme? ¡Ah! La mini falda de mezclilla y la divina blusa rosa que me compré la semana pasada. Tomo mi bolsa y mi celular. Lista.

Bajo las escaleras y me siento en el sofá. Desde la cocina mi madre me pregunta:

—¿Vas a salir?
—Sí.

—¿A dónde vas?

—A tomar un café con Martín.

—No llegues más tarde de las doce, ¿eh?

—Sí mamá.

—Cuídate —me dice al salir de la cocina dirigiéndose a las escaleras.

Le contesto con una sonrisa.

Espero. Mi pie pisa monótonamente, tic inevitable. Me acomodo en el respaldo acolchonado. Suspiro. Pasan los segundos, los minutos, se amontonan, se fusionan y el mundo los valida.

Pienso que no se me antoja ir a un café sino a un restaurante. Italiano de preferencia. Sí. Quiero un espagueti a la bolognesa. A ver si Martín quiere. ¡Martín! ¡Cuántas ganas tengo de verlo! ¡Es tan lindo! ¡Lo amo, lo amo, lo amo! No debe tardar en llegar... Espero, espero, espero.

Consulto la hora en mi celular. Nueve y cinco. Raro que no se haya aparecido antes. Debe haber una explicación para su demora. No soy como mis amigas que se enojan cuando sus novios las recogen tarde. No. Total, ésta sería la primera vez. No importa. Lo amo. Espero, espero, espero.

Consulto la hora de nuevo. Nueve veinte y aún no ha llegado. ¿Qué habrá pasado? ¿Se le habrá hecho tarde? Me dijo que tenía ensayo con su banda y que apenas terminara iría a su casa, se bañaría y pasaría por mí. Quizás estaban escribiendo una canción nueva y no querían dejarla. Pero si éste hubiese sido el caso, me hubiera mandado un mensaje. Esto es absurdo. Siempre me avisa si hay un cambio en nuestros planes. Siempre. Esto no es normal. Quizás haya choca… ¡No, no! ¡Calla! No te pongas paranoica. Espera, espera, espera.

cell_phone_2-barunpatro.jpg Consulto la hora en el celular una vez más. Son las nueve treinta y nueve. No puede ser. Le voy a llamar. Tomo el teléfono, busco su número, lo encuentro. Llamo.

Oigo la voz de la operadora: “El número que usted marcó no está disponible o está fuera del área de servicio…”.

Cuelgo. Me empiezo a preocupar. Nunca tiene su celular apagado. Aunque quizás se le haya gastado la pila. Esto es absurdo. Ni idea de qué le habrá pasado. Ni idea alguna. Ya me fastidié de estar en la sala. Saldré a esperarlo. Me levanto del sofá. Camino hacia la puerta, la abro y… encuentro su carro estacionado.

—¿Martín?

Lo veo ahí sentado dentro de su Monza. No se mueve. Está completamente inmóvil.

—¿Martín? ¿Por qué no sales? Te estoy esperando.

No contesta.

—¿Martín?

Abro la reja de mi casa y camino despacio, nerviosa, hacia su carro. Me inclino sobre la ventana y al verlo bien me espanto y salto hacia atrás. Está como si de repente lo hubiesen congelado. No se mueve para nada, el rostro guarda su último gesto.

Esto es absurdo, demasiado absurdo. Me le quedo viendo y empiezo a sentir mucho miedo. De pronto, otra cosa llama mi atención: no hay viento y hay un silencio puro. No escucho nada. Debería estar oyendo el tráfico de la sesenta que se encuentra a tan sólo una cuadra de mi casa. Sin embargo, no escucho nada. Ni un claxon, ni los motores, nada. Miro hacia el cielo. Las estrellas no parpadean y… no puede ser, es físicamente imposible: dos pajarracos inmóviles en el aire, con las alas extendidas, los picos abiertos. No se mueven y no se caen. Regreso la mirada hacia Martín. Sigue inmóvil. El espanto atraviesa mi espalda llena de escalofríos. Enseguida corro hacia mi casa gritando:

—¡Papá! ¡Mamá!

Subo las escaleras, corro por el pasillo hacia el cuarto de mis padres, entro y… ¡Dios mío!, ¡también están inmóviles!

girl_at_the_lake-grzesiufm.jpg Aterrada, bajo las escaleras corriendo. Salgo de la casa y encuentro algo asombroso, increíble, espantoso: inmensa blancura acuosa, como leche derramada desde el cielo nocturno se escurre por todos lados, consumiendo todo a su paso. Se acerca a mí, se acerca con rapidez. Consume la cuadra entera, el carro de Martín con él incluido, mi casa, la banqueta debajo de mis pies, las demás casas, los árboles, todo, absolutamente todo. Todo, todo, todo, menos a mí. Un momento después miro a mi alrededor y sólo veo blanco, como si estuviese dentro de una infinita alcoba de paredes blancas, pulcras… blancas. ¡Déjà vu!

—Un vacío perpetuo, una blancura infinita. ¡Infinita!, agobiante —repito como en trance.

Sólo falta…

—¡Nada más tú! ¡Sólo tú! ¡Nadie más! —retumba una voz desde arriba. La misma voz, de altivez distante, de convicción implacable. Frunzo el ceño, atónita.

Dicen que en los sueños no sientes nada, entonces me pellizco el brazo con toda mi fuerza, enterrándome la uña… ¡Auch! Dolió… un hilo de sangre sale de la herida.

Mi cuerpo se estremece. Tengo miedo, mucho, mucho miedo. No logro entender absolutamente nada. Pienso en mi padre, en mi madre, en ¡Martín! Comienzo a sollozar.

death_coast-straymuse.jpg —Apuesto que pensaste que sólo era un sueño, ¿verdad? —pregunta la voz.

Me sobresalto. Levanto la mirada, incrédula, medrosa. Las lágrimas escurren hasta mi cuello.

—No, no llores.

—¿Quién eres? —logro articular.

—Soy Dios.

—¿Dios?

—Así es.

Enjugo mis lágrimas con la manga de mi blusa.

—¿Qué hizo? —pregunto.

—Por favor, por favor. Háblame de tú. Y no hice nada, más bien, deshice.

—No… no entiendo.

—Deshice el mundo. No me gustaba hacia dónde estaba dirigiéndose.

—Y yo… ¿por qué yo no desaparecí?

—Te avisé mediante el sueño que sólo a ti no te iba a borrar.

—Pero… ¿por qué no?

—Compañía.

—¿Qué?

—Sí. Esta vez quiero compañía y un poco de ayuda.

—¿Ayuda? ¿Para qué?

—Para crear un nuevo mundo.

—¿Un nuevo mundo?

—Así es. Un nuevo mundo. Y cuando terminemos, tendrás que decidir si te incorporas o si te mudas aquí conmigo donde todos te llamarán Diosa.



Ilustraciones:
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Érick M. Ávila Ponce de León (Mérida, Yucatán, 1987) actualmente estudia Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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