ENSAYO / agosto-septiembre 2022 / No. 100


Una celebración soñada (o algunas maneras fílmicas de soñar ese sueño)



Emiliano Trujillo González




Hace algunos años, mi tío me contó un recuerdo de su juventud. Eran los tiempos de su universidad, y un amigo suyo se propuso hacer la mejor fiesta de la que el Colegio de Letras Hispánicas tuviera memoria. La celebración sucedió, y llegaron entonces a ese momento fronterizo de toda reunión que valga la pena: ya no era de madrugada pero tampoco terminaba de amanecer, y la fiesta se extinguía lentamente, apagándose poco a poco en los párpados de los que todavía quedaban despiertos. Mi tío era uno de ellos, y a su lado, en un sofá que a esas horas parecía de terciopelo azul y que estaba poblado de gente que dormía la reciente borrachera, en medio de una casi extinta nube de tabaco y desde donde se alcanzaban a ver las mil y una latas vacías de cerveza dispersas en el suelo, y en los estantes y entre los libros y los discos y sobre el aparato de música hacía rato ya silenciado, el anfitrión levantó la cabeza, miró a su alrededor y se despidió del mundo de los vivos con una frase quizá célebre:

—¿Para qué hacer una fiesta cuando es tan bello sólo soñarla?

El diálogo era una reinvención de la famosa frase que Pier Paolo Pasolini recita, ante el mural que su personaje acaba de concluir, tras un brindis fraternal con sus compañeros, al final de su versión cinematográfica del Decamerón: “¿Por qué realizar una obra de arte si es mucho más bello sólo soñarla?”.

La película de Pasolini, en sí misma una pícara celebración de la vida y el erotismo, adaptaba 9 de los 101 relatos que Giovanni Boccaccio compuso en su Decamerón, que, como sabemos, es un libro que se va urdiendo de los cuentos que sus 10 protagonistas relatan cada noche durante su refugio en el campo, al que han huido a causa de la peste negra que azotó la ciudad de Florencia a mediados del siglo XIV. Las historias que se cuentan, verdaderas tablas de salvación ante la catástrofe, ficticias vías de escape abiertas a mitad de una realidad aterradora, son el elemento con el que los privilegiados personajes de la obra logran sobrevivir aquella epidemia.

Más de 650 años después, en el contexto de una pandemia, las maneras que tenemos de alejar de nuestras cabezas a la constante presencia de la muerte, de mitigar por unas horas el permanente asedio de la enfermedad o de la idea de la enfermedad, no han variado mucho. Seguimos buscando historias, siempre. Y, como aquellas mujeres y hombres del Decamerón, también buscamos la compañía del otro; por mucho que el sentido común aconsejara soledad y aislamiento, siempre buscamos al otro.

He pensado que, tras dos años de encierro más o menos interrumpido por la necesidad de cada quién, una de las cosas que más extrañamos fue el desinteresado contacto humano con el otro, es decir, aquel que sucede por el puro ánimo de que suceda, el que ocurre en las fiestas por la mera ocurrencia de vernos las caras y saber de uno, del otro. Extrañamos también las celebraciones que surgían a la menor provocación, por el menor motivo, o por los cumpleaños, los aniversarios. Por esos logros que parecen no existir si no hay nadie para celebrarlos.

¿Cuánto dejamos de celebrar durante estos dos años? ¿Qué quedó en el camino? ¿Qué olvidos, qué formas nuevas de la felicidad?

No lo sé.

Lo que quisiera imaginar hoy en este ensayo es que usted y yo, estimado lector, fuéramos uno de esos privilegiados personajes de Boccaccio que pudieron huir al campo, lejos de la peste negra del coronavirus, y que nos dispusiéramos a contar algo para pasar el tiempo y distraer a la muerte. E, instalados ya alrededor de ese fuego, creo que lo que contaríamos serían fiestas, el recuerdo de una celebración vivida o imaginada en la que la alegría fue posible. Yo no sé quién es usted, que vive su realidad allá, del otro lado de la página/pantalla; que usted y yo hayamos compartido una fiesta alguna vez es quizás improbable. Menos improbable me parece que hayamos compartido una película. Las fiestas, las formas de celebración que podemos contar bajo el simulacro de haberlas vivido juntos sucedieron alguna vez en una pantalla de cine, ese invento tan reciente para contar historias, ese sueño dirigido.

Porque, ya se sabe: ¿para qué hacer una fiesta cuando es tan bello sólo soñarla?
 
*

Las primeras celebraciones que quiero soñar hoy sucedieron alguna vez en Roma, en una azotea, como en un viaje al fin de la noche. Estamos en lo más alto de un elegante edificio, desde el cual dominamos el cielo nocturno de una ciudad con todas sus luces y sus sombras y sus encantos y provocaciones profanas. En nuestra fiesta caben, al mismo tiempo, en un abigarrado y decadente caos, una mujer que grita de euforia, un incomprensible cuarteto de mariachis abriéndose paso entre la multitud italiana, una periodista enana lanzada al aire de la noche romana y atrapada de nuevo en su veloz descenso, modernos paparazzis devorados por una fiesta a cada momento más grotesca, miradas fugaces y lascivas, una jaula de cristal donde una mujer tatuada baila para contemplar su propio reflejo, narcisismo puro, nueva música electrónica atrapada en un bucle infinito de ritmos arcaicos, un actor que presume prepararse para dos roles: el papa y un drogadicto que se desintoxica, roces furtivos, una enorme mujer felliniana que surge de las entrañas de un pastel hecho a semejanza del Coliseo romano y grita “¡Felicidades, Roma!”, un desfile de oscilantes manos coreando un baile interminable y obsceno, la vorágine de la mundanidad, en medio de la cual el escritor Jep Gambardella, nuestro testigo, lo observa todo con fingida indiferencia, atrapado por aquello que pretende despreciar, la banalidad de una celebración que se consume a sí misma. Eso en una noche, porque habrá más noches, como aquella en la que una falsa madame, con turbante y perlas y el disfraz completo, se deja lanzar cuchillos por un lanzador profesional, y los cuchillos ensartados redondean una silueta que permanecerá ahí como una engañosa obra perdurable, y a un costado alguien baila con un árbol, pues la fiesta lánguidamente transcurre en un oculto jardín, por el que se mueve la envejecida aristocracia de un país que se hunde y a nosotros nadie nos ha invitado y sin embargo aquí estamos, viendo entre el asco y la fascinación a esa gente danzar… Y de pronto, una niña artista es llamada a escena, y de entre las sombras nace y se apodera del escenario y el enorme lienzo blanco que alguien preparó para ella, casi una pantalla de cine, se va llenando de los colores que la furia de la niña elige para arrojarle, y ahí está el rojo que destroza el inmaculado lienzo, atravesándolo como una lacerante herida, y la gente se convierte en público pues la artista, una niña que lo único que quiere es irse a dormir, añade el azul y el morado y el negro y ahora el amarillo completa una sinfonía disruptiva, una que se compone con la suave armonía del brazo de la niña, que mece el lienzo que antes golpeaba, y el lienzo dejó de serlo para convertirse en una obra de arte: en un testimonio multicolor de la gran belleza que puede existir todavía en este mundo. La gran belleza (Sorrentino, 2013) que celebra la vida y que sabe que “hay suficiente belleza en estar aquí y no en otra parte”, como decía Pessoa; una Gran Belleza que sabe que siempre acaba así, con la muerte, pero que antes ha estado la vida; que bajo el manto de la molestia de estar en el mundo se esconden los escuálidos, inconstantes destellos de belleza por los cuales vale la pena danzar y vivir. Y el viaje es por entero imaginario, como escribe Céline en el epígrafe de esta película, y a eso debe su fuerza.

Menos imaginario, más real e igual de intenso resulta el viaje y las celebraciones que propone el documental Ramo de fuego (Osborne y Gosling, 2000). Al final de La gran belleza escuchamos decir que las raíces son importantes, y vemos regresar al protagonista a las suyas. Mis raíces están enterradas y vivas, allá en el Istmo de Tehuantepec, al que el documental Ramo de fuego me permite regresar por espacio de una hora y el boleto, además, es gratuito (se puede ver en YouTube). Documental que nos pone al centro de una fiesta, de una vela, como les llamamos allá a las fiestas tradicionales de la región, y de pronto estamos en San Blas Atempa y, entre la música de los instrumentos que chocan contra el viento y de los cohetes que revientan el aire, escuchamos la voz de una señora: es muy bonito para nosotros tener nuestra fiesta y la sentimos, así que estemos donde estemos, este día tenemos que estar aquí para festejarla, porque este pueblito, aunque es terroso y todo, aquí va dentro de nosotros. Lo queremos mucho. Siempre estamos con él y ustedes son siempre bienvenidos.

Muchos meses de preparaciones desembocan en las velas, esas fiestas abismales, verdaderas ofrendas a la naturaleza y a los santos, que no serían posibles sin la cooperación de todos los invitados, sin la congregación de familias, amigos, vecinos, todos bajo el mismo cielo. Seguimos en San Blas Atempa y las campanas resuenan por las calles, calles inundadas de un desfile florido y alegre y majestuoso que se encamina hacia la iglesia y ahí, en el atrio, ocurre la danza: un tiburón, quizás un enorme pez espada, acecha a la multitud, pero las redes de los pescadores, como auténticos lazos de unidad, lo vencen, siempre, todos los años. Y más tarde, cuando la noche asoma, un toro de fuego alumbra la vela y la fiesta, que avanza hacia la misma noche, es al final del día un triunfo contra la adversidad, una momentánea renuncia a la muerte, una breve y necesaria celebración de la vida.

Si por algo he sentido mitigada la alegría de mi tierra natal es porque, entre terremotos y pandemias, hace casi cinco años que no danzamos una vela como se debe.

Casi todo lo que se puede decir sobre danzar y vivir está condensado en los tres minutos finales de la película Una ronda más (Vinterberg, 2020), esa historia que nos recuerda que la juventud, más que una breve acumulación de años, es un estado de ánimo, un sueño que esconde en su centro el amor. Una historia que, como dijo Guillermo del Toro, “es sobre escoger entre el miedo o el amor y la vida. En el momento final, él [el protagonista] escoge la vida”.

De eso se trata. Y, como en el final de 8 ½, brindo, da igual si ante celebraciones reales o imaginarias, por elegir la vida. Y, también, por estos 15 años de Punto en Línea. Que vengan muchas otras rondas más.

Emiliano Trujillo González (El Espinal, Oaxaca, 1995). Es pasante de la licenciatura en Estudios Latinoamericanos, en la UNAM. Ganó el segundo lugar del Concurso Punto de Partida, en la categoría de Crónica; en la categoría de Cuento, del mismo concurso, obtuvo una mención. Publicó un relato sobre el 2 de Octubre, “68 maneras de mirar una estrella”, en la editorial independiente Punto Coral. Este último relato también está incluido en su libro Alguien encendió un fósforo (2020), que fue acreedor del premio Ediciones Digitales Punto de Partida. Ha publicado ensayos literarios en la revista digital Katabasis y reseñas en Cuadernos Americanos, Revista Presente y Punto en Línea. Su relato ganador del Primer Concurso Iberoamericano de Novela y Cuento Ventosa-Arrufat y Fundación Elena Poniatowska aparece en Quisiéramos olvidar (2021). Actualmente prepara un nuevo libro de relatos.







 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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