Un festejo de uno
Bruno Damián De Gante Gaínza
Había sido una semana muy pesada: cuentas que llevar, informes que escribir, correos que responder, juntas largas a las que asistir y atender alguno que otro imprevisto. Eso sin contar las pocas horas de sueño y el estrés padecido por cumplir con todos los pendientes, pero finalmente era viernes y todo había sido resuelto de forma más que satisfactoria. Incluso su supervisor —para discreta satisfacción suya— había elogiado sus esfuerzos y labores. Faltaban 10 minutos para el cierre de la jornada en la oficina: 5:50 de la tarde. Su celular, ubicado en la parte izquierda de su escritorio, vibró, indicando que había recibido un mensaje. En un primer momento tuvo el impulso de desbloquearlo y leer la comunicación, pero decidió esperar a la salida para leerlo con calma. Así, invirtió esos últimos 10 minutos en liberar pendientes inmediatos y terminar de llenar algunas bases de datos en la computadora. El momento de cierre llegó y con calma empacó útiles, papeles y documentos importantes en su mochila; tomó el móvil, lo puso en el bolsillo del pantalón y, decidido a desentumir su cuerpo tras pasar horas sentado, bajó los cuatro pisos que había entre la oficina y la planta baja, usando las escaleras.
El registro de su salida significó que por el resto de ese día y todo el fin de semana, se desentendería completamente de tareas y urgencias. Ya afuera del edificio donde laboraba, lanzó su mirada al cielo vespertino: aún no oscurecía y la tarde era muy bella, con tonos rojizos y anaranjados en el horizonte. Ahora sí, con toda tranquilidad y tras limpiarse los lentes, sacó su celular para ver el mensaje que había recibido: era de Gonzalo, amigo desde tiempos de la preparatoria. Además del saludo efusivo reglamentario, le invitaba a una reunión en casa de otra amiga en común. ¿La razón? Sencillamente el placer de disfrutar del descanso y el relajo de esa noche de viernes. Y efectivamente, él quería festejar por el asueto que tendría, y que le recargaría de energía para los rigores de la siguiente semana.
Sin embargo, el núcleo de la cuestión era si realmente deseaba asistir a la reunión propuesta por su amigo. En principio la invitación era tentadora: no era alguien ermitaño y disfrutaba de los festejos (grandes o pequeños), pues representaban un momento durante el cual, por algunas horas, el tiempo se detenía: se olvidaba de los pendientes y dejaba que la euforia inundara sus venas y lo hiciera sentirse plenamente libre y en compañía. Era bienvenida la música, los bailes o bien las risas a la luz de los recuerdos, anécdotas y bromas. Por otro lado, pese a que tenía toda la intención de relajarse y disfrutar, la idea de tener compañía no le resultaba muy atractiva en ese momento. Por alguna razón, no tenía muchos ánimos de subirse al transporte público o ir en taxi al domicilio propuesto, y el solo imaginar todo el proceso le hacía sentir cierta pesadez en la espalda.
En este sentido, pese a que tenía el impulso automático de responder al mensaje afirmativamente, intuía que no disfrutaría tanto como en otras ocasiones. El poco interés que tenía por adoptar el plan propuesto le llevó a terminar inclinándose por la opción de pasar esa tarde-noche de viernes en solitario. Afable y sin prisa respondió a la invitación de su amigo, anunciando que no contara con su presencia ese día, y sin ocultar la razón señaló: “hoy quiero estar solo, salí bien cansado del trabajo y medio engentado”. Minutos después, mientras se dirigía a la estación de metro que le llevaría a su domicilio, sintió la vibración en la bolsa de su pantalón, que indicaba el arribo de una contestación, la cual decía: “¿Seguro? ¡Vente para acá y así te descansas! Te digo que van a estar todos los muchachos y en una de esas nos movemos a un antro. ¿Cómo la ves?”.
Pese al intento de convencimiento y a las opciones adicionales de recreación expuestas, él siguió sintiéndose indispuesto a ir. “No pasa nada si no estoy hoy con ellos… a fin de cuentas los he estado viendo de forma regular, la última vez fue justamente hace dos sábados”. Con esa idea en mente escribió: “No, camarada, muchas gracias, ya para la próxima. Salúdame a la raza”. Enviada esa última respuesta, puso el celular en modo “No molestar” y se subió al andén del metro; el tren no tardó mucho en llegar, y ya en el mismo vagón empezó a relajarse. Por esa ocasión eligió prescindir de la música del celular y en su lugar, dejar que ésta corriera en su mente. Pronto los recuerdos de canciones que le gustaban empezaron a resonar dentro de su cabeza y le hicieron más ameno el camino de regreso. Con gran alivio llegó a la pequeña habitación que rentaba, en el quinto piso de un edificio que daba al Periférico.
Tras quitarse saco, camisa y pantalón formal y reemplazarlos por una playera y pants más holgados, se dispuso a iniciar formalmente su celebración particular. Era verano, y para dejar escapar el calor vespertino, abrió un poco las ventanas de su cuarto. Seguidamente conectó su vieja grabadora y, guiándose por los fragmentos de piezas que había reproducido mentalmente durante el viaje de regreso, seleccionó los discos a poner. Si bien disfrutaba mucho de la música típica de las reuniones modernas, esa noche quería escuchar algo distinto, algo más cercano a sus gustos clásicos. Así, los compactos que seleccionó fueron de géneros y artistas que hacía tiempo no escuchaba con tanta frecuencia, pero que ahora su amor melómano le exigía desempolvar: Sonny Rollins, Gato Barbieri, Herb Albert, Paco de Lucía, Diane Shuur, Óscar López… en otras palabras: jazz clásico y un poco de guitarra acústica.
Adoraba las piezas de esos artistas pues sus notas y ritmos podían entrar en sus oídos y danzar por sus venas, para luego viajar a sus cuatro extremidades y hacerlo sentir flotar en el aire. Tan pronto las canciones empezaron a correr, sintió cómo una alegría enorme y refrescante le invadía, desde los huesos hasta la piel, haciéndolo sentirse descansado, renovado y a la vez presa de una embriaguez musical imposible de generar en compañía. Y llevado por los acariciantes ritmos, empezó a cantar o a tararear esas canciones y melodías que tanto placer interno le traían, que le habían conquistado desde la primera vez que las había escuchado. Primero empezó murmurándolas y silbándolas, luego las acompañó en voz baja, para finalmente aventurarse a subir ligeramente el tono (eso sí, evitó cantar a todo pulmón, pues no quería molestar a los vecinos). Mientras hacía todo aquello, dejó que los miembros de su cuerpo, extasiados, se movieran: deambuló suavemente por su habitación, formando círculos, “ochos” y espirales invisibles con sus desplazamientos al calor de las piezas.
Extasiado por el profundo y seductor ritmo de “Speak Low”, versión de Diane Davis, fue a su refrigerador y se sirvió un poco de sangría que tenía guardada. Si bien era día de festejo, no quería tomar mucho alcohol, sólo endulzar un poco su paladar mientras seguía disfrutando de la música y el canto. Enfiló hacia la ventana de su cuarto para admirar el paisaje urbano, con el ruidoso Periférico al frente, y observó las luces de los coches pasar a toda velocidad. Por alguna razón que no terminó de entender, esa vista nocturna, en principio tan rutinaria, le pareció hermosa y armónica; luego volteó a ver el cielo, que seguía despejado y ostentaba una bella luna llena.
Después continuó “bailando”, aunque más que físicamente, dejó que fuera su alma la que se moviera al ritmo de los acordes marcados por el bajo, la trompeta, el saxofón, la batería y la guitarra acústica. El placer de no hacer nada salvo moverse de esquina a esquina en su habitación, de dejarse llevar por las texturas musicales, de sentirse libre y eufórico se intensificó. Era algo más que una simple relajación, era una fiesta, pero una fiesta con un solo invitado: él. Hacía tiempo que no hacía esta clase de “eventos personales”, muy comunes en su época de la secundaria, cuando era un niño introvertido y no muy dado a salidas. Con el pasar del tiempo se había vuelto más sociable, y la costumbre de festejar en solitario había sido relegada a segundo plano. Sin embargo, he aquí que esa noche, con casi 30 años a cuestas, fortuitamente había optado por recordarla y retomarla, y como si se tratase de un reposo revitalizador, dicha celebración individual se sintió tan placentera como una grupal.
Después de escuchar varios discos, con listas de aproximadamente 10 canciones cada una, ya cansado de seguir el ritmo de ellas con alma y cuerpo, decidió dar por terminado ese pequeño pero intenso festejo de viernes. Dejó que la última pieza del último CD corriera y con delicadeza apagó la grabadora, acomodó todo lo que hubiera movido durante los momentos de euforia en solitario, y se preparó para dormir, libre de estrés y preocupaciones. Miró su reloj: apenas las 11:30 de la noche… seguramente sus amigos estarían en pleno apogeo de su propia fiesta, misma que sin duda alguna extenderían hasta altas horas de la madrugada en medio de música y luces brillantes (si es que finalmente habían decidido ir a la discoteca). Pero él siguió sintiéndose satisfecho por su pequeña y particular celebración: como había dicho a Gonzalo, ya en otra ocasión se reintegraría a las tertulias y ocio grupales.
Mientras se arropaba con las cobijas de su cama y antes de caer envuelto en el sueño, se hizo la promesa interna de permitirse el lujo de festejar para sí con más frecuencia, e intercalarlo con las reuniones de amigos tradicionales. Al respecto se dijo: “el placer de celebrar con y para uno mismo es único”. Sabía además que cuando despertara, se sentiría completamente revitalizado, sin el lastre de la falta de sueño por haber trasnochado, y la sensación de boca seca tras haber bebido. “Una gran fiesta”, se repitió, antes de dejar que la oscuridad reparadora le inundara por completo.