2 de Junio
Sebastián Díaz Barriga
¿Hay una historia? Si hay una historia, comienza así, con la lluvia y bajo el polvo, con la absoluta convicción de estar abandonado en un México DF traslúcido y atemporal, “como bañado en albanen”, dijo el Boliviano, aquella tarde de junio en la que el mundo parecía un lugar menos triste. La misma tarde en la que habría de marcharse del país. El mismo papel con que Telémaco, amigo del amor había cubierto una plaquette que formó, muchos años atrás, cuando aún vivía en Chile y se alimentaba a base de tintos y completos. En aquel entonces participó en una inexistente investigación sobre la nueva poesía chilena: un catálogo de sombras en el que, de a poco, discurría imperceptible la experiencia más oscura y misteriosa de la vida. “Como un dinosaurio que atraviesa la ciudad a media noche”.
Alejarse del polvo del DF implicaba para nosotros, mexicanos, experimentar el mundo más allá del horror y la locura. Alejarse del polvo del DF implicaba, para el Boliviano, acercarse nuevamente a ese terror y a esa locura; una locura criolla e inmaterial, común a todas las cosas de este mundo.
Permanecí inmóvil, durante las primeras horas del día, mientras pensaba en todo esto. Mientras pensaba en parques, playas y aerolíneas, mientras pensaba en “Las vidas que has perdido en esta ciudad se han perdido en todo el mundo”. Pensaba, entonces, en caminatas; caminar desconsolado, a través de calles de imaginación y convertirme, de pronto, en cometa y meteorito, astrólogo de la realidad.
Preparé el desayuno, regué las plantas y caminé hasta la casa del Boliviano: un departamento, lleno de sombras, en el que se celebraba, por decirlo de algún modo, su paso por el país más la tristeza de su adiós. Entré al edificio, no sin antes observar el cielo, y comencé a subir, una a una, las escaleras.
En la azotea me encontré con Telémaco y con Lowry. Entregué a mi amigo los pocos regalos que había preparado para él (un par de libros y una barra de chocolate). De pronto alguien sacó una antología de poetas japoneses, hablamos sobre el zen, bebimos mucho, apareció un perro, llegó el dueño del perro, recordamos la noche del sábado, le dije a mi amigo que lo extrañaría.
Alguien, en el grupo, nos contó la historia de cómo su madre, cuando joven, allá en la Argentina, había sido novia de Fito. “Le dedicó «Cable a tierra»”, dijo con emoción y familiaridad, como aquellas historias que, por más que se cuentan, no pierden el carácter de lo novedoso, sino que permanecen, insistentemente, en una galería de retratos familiares que existe sólo en la memoria. Así que no tuve otro remedio más que llorar, que llorar honda y profundamente e imaginar a una madre, de sesenta años, perdida y felizmente solitaria, en la inmensidad de su país. Sentada en un amplio sofá, tejiendo, mientras recuerda a aquel pibito del que un día se enamoró. Después nos quedamos en silencio.
Pero lo cierto es que nadie se quedó en silencio y que seguimos hablando durante toda la noche. Lo cierto es que hablamos y que hablé y que ya nunca me detuve, salvo cuando debía de ir al baño, quizás, pero, incluso en esos casos, seguía hablando o tenía, al menos, la sensación de que debía de seguir hablando, una y otra vez.
El dueño del perro, un cincuentón extrañísimo que usaba una playera de gato y tenía una panza enorme, nos invitó a beber en su casa. Los demás se despidieron. La noche comenzó. Sólo el Boliviano y yo lo seguimos, por desánimo, supongo. Y también por tristeza. Antes de entrar a su casa decidimos bajar a la tienda, al llegar ahí mi amigo ya no estaba con nosotros. Nos demoramos bastante eligiendo qué comprar, caminamos a la caja, salimos del lugar, encontramos a mi amigo. Había desaparecido, brevemente, para ir y comer tacos. Y ese que ese gesto, esa manera tan secreta de desaparecer, me recordó tanto a León. “Seguramente, de estar aquí, también hubiese desaparecido para comerse cuatro campechanos con todo, mi pez y apúrese por favor que ya me está rugiendo la tripa”, pensé. Lo imaginé pidiendo su orden y sonreí como bobo.
Volvimos al departamento. Al cabo de una hora me sentí perdido, cansado y con ganas de dormir. Hice, con la mano, un gesto a mi amigo, que pareció divertirle. Nos pusimos de pie y dijimos adiós.
Saliendo del edificio me esperaba un taxi que me llevaría de vuelta a casa, entonces me despedí, mi amigo quería seguir comiendo y continuar así con su atracón. Al día siguiente se marcharía del país, con dirección hacia Perú. Entonces tuve la sensación de que no era una despedida, no una de verdad, sino que era un plazo o una cuota, algo así como la última vez en que León y yo nos vimos, en otro lado de la realidad.
Al llegar a casa me puse a pensar en todo esto. Pensé en León, en el Boliviano, en pasajes, paisajes, peajes y autobuses. En el insomnio, la lotería, en el amor (que siempre llega o se va) y en las despedidas (que son fugaces, como todas). En los regresos, los gestos y los regalos. En la tristeza y soledad que León debía de estar sintiendo en ese momento, al otro lado del Caribe, perdido en la oscuridad de su país. Después soñé con los parques mexicanos.