CRÓNICA / agosto-septiembre 2022 / No. 100

Prisionero



Leonardo Daniel Córdova Córdova


Salí de mi casa para admirar las nubes y el cielo cristalino. Esperaba encontrar una nueva realidad, sin embargo, no sentí algo novedoso dentro de mí, pues las luces de los faros me resultaban tan familiares al igual que las miradas llenas de incertidumbre, e inmediatamente anhelé regresar a casa para revisar las notificaciones de mi teléfono. No regresé porque en el camino me encontré a una amiga de la preparatoria, a quien justamente no veía desde hace dos años. Ahora ambos estábamos estudiando en la universidad, por lo tanto, teníamos tanto que platicar y no me negué a la conversación, pues me interesaba saber cómo había transcurrido su vida durante la pandemia. Me dediqué a escucharla y sólo entre líneas comenté un poco acerca de mi experiencia. Nos despedimos con un choque de puños y ella tomó su camino. Al saber que no fui el único que padeció durante la pandemia, me sentí dispuesto para retomar mi vida tal y como la había dejado, pero otro sentimiento de incapacidad me invadió cuando no supe a dónde dirigirme, como un exconvicto que acaba de salir de prisión y, al no tener a dónde ir, desea ligeramente volver a su cálida celda. Pero mi caso no era el mismo, aunque por mucho se pareciera.

Desconfiado aún del transporte público por el riesgo de contagiarme del virus, caminé unos tres kilómetros al parque recién remodelado. Me senté bajo la sombra de un árbol para admirar todo lo que había cambiado, pero no lo pude describir. Quizá se debía a que necesitaba un cambio de graduación en mis anteojos o un cambio de enfoque para ver con mayor nitidez el panorama. Sentí el cansancio apenas unos minutos después a pesar de estar sentado. Opté por regresar a casa. Comenté los detalles de mi viaje a mi hermano, quien se desvió del tema y me preguntó si el desayunador de la calzada seguía operando. Inseguro, asentí con la cabeza, pues, siendo honesto, no presté atención al camino de vuelta por ir meditando el asunto de cómo recuperar mi vida.

Apenas cayó la noche, salí como ya se me había hecho costumbre a dar una caminata diaria en compañía de mi perro; recorrimos toda la colonia. Apenas ayer me sentía como el mismo prisionero cuando, antes de salir de prisión, buscaba en las noches una ruta de escape, pero se resignó a esperar el final de su sentencia. Hoy la sensación es diferente. Ya no pienso en mi colonia como una prisión, sino como una continuación de la ciudad.

Al día siguiente, fui por la mañana a comprar ropa, no muy lejos, al centro de la ciudad. En el metro desarrollé un juego de manos que consistía en no ocuparlas para mantener el equilibrio en el vagón, pero, apenas el tren se puso en movimiento, me fui de lado, casi encima de una mujer con un bebé en brazos, así que no tuve más remedio que sostenerme de los tubos con cierta repulsión por miedo a contagiarme del virus.

En las tiendas departamentales busque cosas simples, para vestirme de acuerdo con la temporada. La vida volvía a lo cotidiano, pero no del todo. El hecho de seguir viendo a todos con mascarillas me hizo replantear la analogía de mi colonia con la prisión y me hizo pensar si en realidad la ciudad entera era una prisión con celdas muy bien amuebladas.

Me sentí asfixiado, pues ahora que pensaba que era libre veo que siempre estuve encerrado. Desesperadamente pensé en huir de la ciudad y creé un plan de escape. Quería que fuera una mentira que incluso yo fuera capaz de creer. Mi plan fue visitar el pueblo de mi madre con el motivo de hacer un árbol genealógico de mi familia y conocer detalles de mis antepasados más lejanos a través de la voz de mi abuelo y sus hermanos. Mis padres estuvieron de acuerdo, en especial mi madre, quien emocionada comenzó a hacer una lista de compras, pues mi abuelo sería el mayordomo de la fiesta patronal el próximo martes y, en palabras de mi madre, sería de gran ayuda ese día.

El sábado por la mañana la acompañé a hacer las compras. Por la noche empaqué mis cosas, tomé todos mis ahorros y, apenas amaneció el domingo, salí cargando con dos grandes maletas para tomar un taxi a la central de autobuses y no perder mi boleto. Abordé el camión y llegué al mediodía a la ciudad de destino. Tomé otro taxi que me llevó hasta el pueblo; cuando llegué, la niebla que cubría las montañas y el humo de las chimeneas me hizo sentir liberado. Antes de entrar a la casa de mi abuelo, me sentí extraño al saber que era el único exprisionero que andaba por ahí, pero a mi abuelo no le importó ni un poco, pues apenas entré me recibió con un fuerte abrazo. Esa noche tuve una larga conversación con él en la que se dedicó a escuchar toda mi experiencia y la de mi familia en los dos años de pandemia.

Un día antes de la fiesta me encargué de ayudar con los preparativos. Pinté junto a mis tíos las sillas de madera y las paredes de la casa. Durante la fiesta me dediqué a repartir comida a los invitados, pero éramos tantos repartidores que no fue una tarea pesada. Más tarde, disfruté de la compañía de primos y tíos que nunca había conocido, por lo que el pretexto del árbol genealógico se convirtió en un motivo verdadero. Por la noche mi madre llamó por teléfono para preguntar cuándo regresaba a la ciudad, pero por consejo de mi abuelo, he avisado que no voy a volver, pues, según él, algún día tendrán que venir por mí, y ese será un buen motivo para que escapen de la ciudad.





Leonardo Daniel Córdova Córdova (Ciudad de México, 2002). Estudia en la Facultad de Ingeniería de la UNAM.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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