CUENTO / octubre-noviembre 2022 / No. 101

Magdalena



Montserrat Báez



Se detuvo casi a la altura del cafetal. El calor de la madrugada la hizo interrumpir su camino por un momento para limpiar el sudor que le endurecía la frente y descansar los pies que le sangraban de haber caminado descalza. Su mano izquierda, engarrotada, sostenía un bulto de piedras que recogió de paso. No había nadie cerca. Las personas que salieron con ella de la iglesia se habían quedado atrás. Miró al cielo y notó las primeras luces que anunciaban el amanecer. Por el pueblo ya estaba saliendo el sol; en el cafetal aún era de noche. Algunas gentes estaban ya en el punto de encuentro, pero a pesar de estar cerca, María no podía escuchar los murmullos entre el grillar. El cansancio la hizo cerrar los ojos por un momento. El viento que anunciaba el alba le llevó el recuerdo de la primera vez que la vio.

En ese primer encuentro, Elena vestía de blanco. Las dos eran todavía unas niñas. Acababa de amanecer cuando, en el camino del cafetal, apareció de la mano de su abuelo, que era cortador de café igual que el padre de María. La vio de lejos. Llevaba los cabellos atados con una cinta roja, y los pies llenos de tierra. Elena, al sentir la mirada, con su natural inocencia, le sonrió a la otra chiquilla que la veía a la distancia. María, apenada por el descubrimiento, pero no encontrando gracia alguna en el gesto, siguió mirándola con timidez y permaneció a un lado de su padre, que ya había comenzado a trabajar. Desde entonces, María deseó nunca haberla visto, pues sólo así no habría deseado nunca poseer el encanto ajeno.

—María.

La niña dejó de mirar a Elena.

—Sostén el costal del café —le dijo su padre—, no te distraigas.

Elena, morena y lánguida, se paseaba por el pueblo repartiendo sonrisas al azar, sin advertir las miradas celosas de la gente que tenía por ella los mismos sentimientos que María. No sabía que ellos serían su más grande desgracia, y si lo hubiese sabido, no habría entendido por qué. Descalza y con vestidos sueltos y grandes, caminaba con ligereza, dando pasos tan animados que parecía que danzaba al andar. La gente la miraba con desprecio. Tanta pureza, tanto encanto no podía permanecer en el cuerpo de una niña que habitaba el pueblo de la gente triste. Jamás vio María en el rostro de Elena un vestigio de pesadumbre. No había en ella más que inocencia, y no había en los demás más que resentimiento.

Apenas cumplidos los 15 años, a Elena comenzaron a acercársele algunos muchachos que percibieron su belleza desde más niña. Ella, manteniendo la dulzura de la infancia, rechazaba los cortejos esbozando una sonrisa amable, evitando incomodidades. Las mujeres casadas del lugar, celosas por los maridos que se le acercaban a Elena, la creían culpable de las insinuaciones y rezaban todos los domingos para que la niña, algún día, estuviera libre de su único pecado: la pureza. Así pasó el tiempo. Elena siguió esparciendo sus encantos en el pueblo, y la gente siguió sin recibirlos. María continuó observándola de lejos como aquella vez cuando eran niñas, e inconscientemente deseaba, igual que los demás en el miserable lugar, encontrar un pecado en Elena para poder reprocharlo ante Dios. Así lo deseó por años.

La madrugada del viernes santo del año en que Elena cumplió 16, tres noches antes del momento en que María se detuvo para secarse el sudor que le endurecía la frente, el abuelo de Elena enfermó. Despertó antes del amanecer ardiendo de fiebre, incapaz de siquiera levantarse y con la única preocupación de no poder ir al cafetal. Necesitaba el dinero que le dejaba el corte del café. Pero su nieta, sin pensarlo dos veces, se ofreció a realizar el trabajo por él. Había aprendido el oficio de niña.

—Soy poca para cortar café, abuelo —le dijo—, pero yo voy.

Al abuelo no le pareció la idea, pero Elena le insistió hasta que aceptó, con la única condición de que regresara temprano. "Ya sabes cómo es la gente, hija", le advirtió, "no debes andar sola". La nieta le prometió que llegaría poco después del mediodía. Tomó el costal y el sombrero de paja de su abuelo y salió de la casa dos horas antes del amanecer. El pueblo aún estaba en silencio; sólo se escuchaban murmullos de la gente que ya estaba despierta y que se iría a trabajar pronto. Elena disfrutó el aire cálido que le acariciaba el rostro mientras caminaba.

Una vez en el cafetal, se percató de que nadie más había llegado a trabajar todavía. Había salido temprano para terminar rápido y no llegar tarde a casa. Las primeras luces del día ya estaban apareciendo detrás del cerro, pero entre las matas no podía ver con claridad. Comenzó a cortar aún en la oscuridad, casi a ciegas, y después de media hora sintió que el sudor le humedecía el vestido. Se detuvo un momento para que el viento tenue la secara, pero antes de poder descansar, una persona que no pudo reconocer la tomó del brazo y la tiró sobre las matas.

El sol ya iluminaba los cerros cuando los cortadores de café se acercaron para descubrir a Elena tirada en el suelo, espantada. Al observar su vestido, que estaba desgarrado y lleno de tierra, no dudaron en culparla de haber estado con un hombre en el cafetal. Elena se levantó del suelo y, llorando desesperada, trató de explicarles lo sucedido. Intentó decirles que pretendieron hacerle daño, pero que sólo fue un susto y la persona que quería lastimarla había desaparecido entre las matas al escuchar que alguien se acercaba. Nadie quiso escucharla. La tomaron de los brazos y la volvieron a arrojar al suelo, señalándola, llamándola sucia, desvergonzada, pecadora. María, que se encontraba entre los cortadores de café, la miró y recordó la vez que la vio con una cinta roja en el cabello, cuando le sonrió ahí mismo, años atrás. Por un instante sintió compasión por ella, pero no dejó que el sentimiento le impidiera culparla.

Una vez tendida sobre la tierra, todos la despreciaron. Maldijeron sus ojos almendrados y su piel morena. Desearon que toda ella desapareciera en el cafetal, y que nunca volviera, porque había insultado a Dios y eso no se lo iban a permitir a nadie. María no sintió ningún remordimiento cuando la maldijo aquel día; pero no fue así tres madrugadas después, detenida entre las matas de café, con el viento del amanecer sobre la cara y las piedras raspándole la mano izquierda, porque ahí parada deseó más que nada en el mundo que algún día, si se encontraban allá a donde vamos todos al morir, Elena pudiera perdonarla. Sería su único consuelo, porque ella no podía hacerlo, no podía perdonárselo. Mientras la gente la acorralaba, Elena, desesperada, les juraba que sólo había ido a cortar café.

Entre todos la mantuvieron en el suelo. Elena lloraba y repetía su razón de estar ahí, y narraba una y otra vez lo sucedido. Pero nadie le creyó, nadie quiso escucharla. Más de una vez buscó refugio en María, pidiéndole compasión con la mirada; pero María dejó pasar su desesperación, así como había dejado pasar su sonrisa sincera cuando eran niñas.

Una vez que llegó más gente al cafetal y se les hizo saber lo ocurrido, a Elena se la llevaron a la iglesia, atada de pies y manos. Se la mostraron al padre y ahí mismo, después de verla con el vestido desgarrado, decidieron que no existía otra solución para la mujer después de tal falta a la moral. Debían purificarla. Se acordó realizar su purificación tres madrugadas después, en el cafetal, antes del amanecer. Todos se sintieron tranquilos; ya no habría más pecado que buscar en ella. María observó a Elena en la iglesia, sentada en el suelo, atada, sin hacer ruido alguno, pero llorando todavía. Después observó a las personas a su alrededor y, percibiendo incertidumbre en los rostros de la gente al hablar del pecado de Elena, supo que todos sabían que la joven no decía más que verdad, que sólo había ido a cortar café. Y fue entonces que se dio cuenta de que los años de las miradas llenas de celos, de las sonrisas ignoradas y de los rezos descarados en la iglesia culminarían ese día, y que todos los que la culpaban compartían un mismo pecado: el no poder permitirse a ellos mismos creerle. Al abuelo de Elena se le informó que su nieta no regresaría hasta estar libre de todo mal, y lloró todos los días y noches siguientes, rezando por el alma de su niña, a la que él le creía y le creería toda la vida.

La madrugada en que purificarían a Elena, María salió de su casa tres horas antes de que amaneciera y se fue a la iglesia, de donde algunas personas saldrían hacia el cafetal para la purificación. Iba descalza y medio dormida, pero sintiéndose determinada a sacarle el pecado a la mujer que tres días atrás había visto atada. Una vez reunidos con el padre, todos salieron juntos una hora antes de que saliera el sol. En el camino se detuvieron a recoger las piedras necesarias, con las que varios se llenaron las manos. María sólo tomó algunas con la izquierda. El padre los bendijo a todos una vez que tenían las manos repletas de pesadez.

En algún momento del camino, María apresuró el paso, dejando atrás al resto de las personas que la acompañaban. Casi a la altura del cafetal se detuvo para secar el sudor que escurría en su frente. Mayo estaba por empezar, y hacía un calor del demonio incluso en la madrugada. Cerró los ojos por un momento y lo único en lo que pudo pensar fue en Elena. Minutos después, sintiendo un arrepentimiento abrumador, lloró en silencio mientras pensaba en cuánto le creía, en cuánto daño le hizo, y se sintió tan culpable que le pareció que a quien tenían que purificar era a ella. Sólo quería cortar café, se repetía en silencio.

Cuando María dejó de pensar a Elena, la luz del sol ya se asomaba entre los cerros. Los grillos habían callado y entre las matas de café sólo permanecía el sonido de su respiración. Sus pies, descalzos y cortados, aún dolían, pero ya habían dejado de sangrar. Se mantuvo con los ojos cerrados unos segundos más, hasta que advirtió que alguien se acercaba. Al escuchar el sonido de los pasos de la gente sobre el camino de tierra, abrió la mano izquierda, liberando la pesadez que llevaba consigo desde minutos atrás. Las piedras que cargaba cayeron sobre el matorral a un lado del camino sin hacer ruido alguno, y sintió cómo una parte de su culpa se caía con ellas. Respiró profundo y dejó salir una última lágrima.

La gente comenzó a caminar a un lado de María.

—No te había visto, ¿tú también vienes a lo de Elena? —le preguntó la voz de una gente que pasaba y que no pudo reconocer. Sólo percibió la silueta de un hombre que llevaba las dos manos repletas de piedras.

—No —respondió María, alejándose entre el matorral—, yo sólo vine a cortar café.

 






Montserrat Báez (Xalapa, Veracruz, 2000). Es estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad Veracruzana. Ha publicado cuentos en periódicos locales como Diario de Xalapa, en la revista Tintero Blanco y el blog Librópolis. En los textos de su autoría predominan relatos cortos y ensayos. En 2022 recibió una mención honorífica en la categoría de Ensayo del Concurso 53 de Punto de Partida UNAM.
 

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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