El caballo ha sido un animal central en la historia de la humanidad. Su simbología es variada pero, en la mayoría de los casos, los estudiosos coinciden en que ha representado un grado de civilización del hombre, una especie de metáfora de la dominación. Fiel compañera de andanzas, esta bestia se encuentra muy emparentada con los conflictos bélicos, basta recordar uno de los ejemplos más bellos de la literatura en donde se recuerda al caballo, pero en este caso como artificio: el caballo de Troya. Cuenta el poema que, para franquear las impenetrables murallas de Ilión, los argivos ingeniaron un caballo de madera del “tamaño de un monte”, metiendo en su vientre a los más feroces guerreros. Una vez dentro, los combatientes abrieron las puertas y dieron paso a la caída de la ciudad. Es evidente en el ejemplo anterior que el caballo fue la herramienta que sirvió como llave para abrir esas puertas herméticamente cerradas. Instrumento de penetración para ir de afuera hacia adentro. Pisar lo que se desea conquistar, lo que se desea dominar. En este caso el caballo dio presencia a algo que no la tenia, a saber, los argivos dentro de la ciudad. De un modo parecido surgió la emblemática estatua ecuestre del rey español Carlos IV, conocida vulgarmente como “el Caballito”. Acerca del popular bautizo nos refiere Enrique Salazar Híjar y Haro, cronista de la ciudad, lo siguiente:
Para sacar de su interior el picadizo que la rellenaba, se practicó en la grupa del caballo un orificio por donde podía pasar un trabajador. Se dice que se introdujeron en él 25 personas, para satisfacer la curiosidad de saber cuántas cabrían. Por esta circunstancia, la escultura de Carlos IV recibió del pueblo, además del cariñoso nombre de Caballito, el de Caballito de Troya1.
Resulta extraño cómo la historia nos revela sus curiosas coincidencias. Aquel caballo de madera que sirvió para hacer presente un nuevo orden de cosas en la ciudad de Ilión pareciera tener una pequeña réplica (modesta, mesurada), en este segundo caballo; en las siguientes líneas me propongo explicar por qué. Como afirmé líneas arriba, el caballo mitológico escondía en su interior el nuevo orden de cosas que habría de privar sobre la vieja ciudad; orden que originalmente no existía, esto es, los griegos no ocupaban un sitio de mando en Troya pero mediante el ardid se hacen presentes y dominan a los súbditos de Príamo. El caballo abre la brecha, es el germen del inminente dominio. El animal es la representación de algo que no está y, no obstante, quiere estar, quiere oprimir. Desde mi punto de vista, la aparición de la estatua ecuestre guarda similitud con el episodio griego en más de un sentido. Para empezar, recordemos que Carlos IV toma posesión como rey de España en el año de 1788. De personalidad abúlica y pusilánime, el monarca siempre se vio influenciado por personajes cercanos a la corona, desde su propia esposa hasta diversos condes que tuvieron un gran peso en las decisiones reales. Una vez que Carlos IV estuvo en el trono, el virrey Revillagigedo recibe desde España la sugerencia de levantar un par de estatuas ecuestres: una en honor del monarca recién coronado y otra en honor al anterior mandatario. Los fondos en ese momento son escasos y sólo alcanzan a financiar una de las dos esculturas, la del rey en turno. El primer “Caballito” fue tallado en madera por un indígena de nombre Santiago Sandoval y fue colocado en el centro de la Plaza Mayor. La estatua tuvo una vida breve, dadas las condiciones climáticas y el poco mantenimiento que se le dio; para 1790 el primer caballito había desaparecido. En 1794 llega un nuevo virrey a América: Miguel de la Grúa Salamanca, marqués de Blanciforte, que sale de España tras ser reprendido severamente por el monarca debido a su participación en diversos escándalos políticos y de corrupción. Llegado a Nueva España, Blanciforte pretende recuperar los favores del rey mediante la construcción en bronce de una efigie ecuestre. El marqués comunica su propuesta a Carlos IV diciéndole que él se encargará de cubrir en su totalidad los gastos que de la obra se desprendan. El rey da luz verde al proyecto y en México se comienza a recaudar fondos y a organizar corridas de toros y festejos para solventar el proyecto. Al mismo tiempo, en España se vive un ambiente de tensión ya que, como menciono líneas arriba, el monarca se deja influir por sus cercanos, quienes en realidad llevan las riendas de la corona. Francia sufre un reacomodo en sus estructuras internas y se encuentra en pugna con Inglaterra. La península Ibérica se inclina en favor de los galos y comienza un período de afrancesamiento en la Madre Patria y en sus colonias. Esto no es bien visto en los territorios españoles y surge una gran inconformidad. Los problemas con el pueblo español hacían prácticamente imposible que el rey tuviera tiempo para una política exterior, ya que el descontento en el interior del país reclamaba su atención al cien por ciento. Carlos IV no existía en la Nueva España, nadie lo había visto, las puertas de la popularidad estaban vetadas para él. Es de nuevo un caballo el que pretende penetrar, franquear los muros de una sociedad encerrada en sí pretende hacer presente a alguien que no lo está llevándolo en su interior, como ocurrió en el poema épico. El mismo año de la llegada del nuevo virrey a América es también el de su despedida, y se va como llegó, en medio de escándalos de corrupción. Los fondos para la construcción de la estatua ya fueron recaudados y el marqués no tuvo que poner un solo centavo.
En 1795, se le pide al recién llegado Manuel Tolsá un proyecto de estatua ecuestre. Ya en 1796 se comienza con el trabajo que durará seis años. Terminada la estatua en el año de 1802, es colocada en el centro de la Plaza Mayor. La imagen magnifica al pusilánime mandatario: es representado como un emperador romano coronado de laureles que lleva en la diestra extendida un cetro, símbolo de mando. Se encuentra montado en un caballo con actitud de andar ligero, con la pata delantera izquierda levantada y con la trasera derecha pisando un águila y un carcaj, ambos representantes de la cultura azteca ya dominada. Este detalle provocó gran descontento entre la población mexicana, que lo consideró una humillación. El gran caballo logró pisar el suelo (y algo más) de una tierra vetada al mandatario, pero no tuvo el mismo éxito que la bestia de Troya, ya que su presencia y popularidad siguieron siendo nulas en estas tierras. Otros aspectos del presente monumento que llaman mi atención, en cuanto a símbolos se refiere, son los conceptos de estatua y de caballo. A la estatua le es inherente la característica de la inmovilidad. “Quedarse como estatua” es una expresión que designa a aquel que ha perdido el movimiento, ya sea por sorpresa, por terror, etc. Por otro lado, cuando pienso en un caballo, viene a mí la sensación de movimiento, del ir de aquí para allá. Parece que en el “Caballito” se cumpliera una especie de oxímoron físico, predominando, no obstante, la segunda cualidad, la de desplazamiento. Digo esto porque da la impresión de que esta escultura estuvo condenada a la errancia, a no ser de ningún sitio (pero a la vez pertenecer a la historia de nuestra ciudad), a no estar fija en ninguna parte, a no detenerse. Como ya dije, la estatua se plantó en el centro de la Plaza Mayor en el año de 1802. Y su primer trote fue del colegio de san Gregorio, sitio en donde fue trabajada, a la plaza del Zócalo. Ésa fue su morada, en teoría, hasta 1823. Sin embargo, con el triunfo de la Independencia y la entrada del ejército Trigarante en 1821, se acrecentó el desprecio a la figura. Por esas mismas fechas, el “Caballito” fue encapsulado dentro de un globo azul de madera, ya que atentaba contra la soberanía de la recién formada república. De esta forma, la estatua desaparece del panorama un par de años antes de su remoción física; es velada, encerrada, borrada de la vista pública. Guadalupe Victoria, el primer mandatario del México independiente, propone fundir la estatua para acuñar monedas o darle alguna utilidad al bronce que la compone. Pero es el alcalde de la ciudad, Lucas Alamán, quien lo disuade y logra salvar al equino. En 1823 el monumento emprende su segunda marcha. Es literalmente enclaustrado en el edificio que albergaba entonces la Real y Pontificia Universidad de México, ubicado a espaldas del Mercado del Volador. Tras sus muros permanece hasta 1852, año en que emprende un tercer trote hacia lo que era el nacimiento del Paseo de Bucareli. (Por esos años, el Paseo de la Reforma todavía no estaba planeado y no fue sino hasta la llegada de Maximiliano que se comenzaron los trabajos de construcción de lo que se llamaba el Paseo de la Emperatriz; sin embargo, el europeo nunca lo vio terminado, ya que quien concluyó esta vialidad fue Porfirio Díaz, años después.) El “Caballito” permaneció allí hasta el año de 1979. Para esas fechas, el tráfico vehicular se había convertido en un asunto prioritario para la ciudad y la glorieta en la que estaba la estatua, en un problema. Las subsecuentes reducciones a la isleta no dieron el resultado esperado y el animal tuvo que echar a andar nuevamente, cerca de ahí, a la llamada Plaza del Caballito, frente al edificio de la Lotería Nacional. Mas poco tiempo permaneció en ese lugar, ya que fue trasladada a la calle de Tacuba, al sitio que ocupa ahora, la Plaza Manuel Tolsá, ubicada entre el Palacio de Minería y el Museo Nacional de Arte. Sólo un par de cosas quedan por preguntarse: ¿Será ésta la morada definitiva del “Caballito”?, ¿habrá de emprender un nuevo trote algún día? La respuesta, creo, sólo la tiene el tiempo.
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