Confinamiento
Pedro Martín Aguilar
del cuerpo individual las obsesiones que dominan
la gestión política de la vida y de la muerte de las
poblaciones […]
Paul B. Preciado
Tengo miedo de mi casa.
Amanezco tras una borrachera
de ansiolíticos. El despertador
me suena en el esófago. Bajo por las escaleras
(escalones: teclas de piano desafinadas)
y, al ver la pantalla que me ansía en el estudio
(en el estudio cuyas altas cortinas
son ahora barrotes afelpados),
las eras me engarrotan, mi voz
se amarra con el luto. Juraría que ayer
(¿qué es ayer? ¿qué es la palabra ayer?)
los pasillos no eran tan estrechos, los muros
no lamían los fosos de mi carne. Una manecilla
me siega la garganta. Hora de trabajar:
que cada casa sea
un calabozo productivo
cada cuerpo
una fábrica ósea
tecleo: los números de la empresa muestran una
clara tendencia a la baja, pero es ahí, cuando
la pantalla cobra vida (la oigo respirar
mientras yo me quedo sin oxígeno), que se prende
el espanto: van más de 280,000 muertos por
la pandemia, los pequeños negocios deberán
declararse en bancarrota, y las ventanas emergentes
succionan mis pupilas: ¿cómo será el mundo
después del virus? ¡descúbralo aquí! Los economistas predicen
la nueva normalidad, por favor,
¡clemencia, por favor! ¿qué no ven
que un péndulo bulímico
nos está estrangulando? ¿Qué no escuchan
sus cuerdas vocales arrancadas?
Si yo fuera alguien
nos haría callar a todos.
A callar de veras, no este silencio alto en calorías.
Callémonos frente a lo que des
conocemos: el canto
de los albatros primordiales. En las cunas paleolíticas
que hubo debajo de mi casa (y que volverán
a ser mi casa), los fósiles recuerdan
el trauma del inicio: una catástrofe,
guerreros de otra tribu han secuestrado
a todas las mujeres; bajo el diluvio ígneo,
hay refugio en la lengua de los sabios,
que nos dicen, con sus lloros otoñales,
hijos nuestros, toda tragedia nos obliga
al tiempo de los dioses. Salgan
del ritmo caminable, es momento
de conversar a solas con la muerte.
Apago la pantalla,
escupo el celular, hablo contigo, madre,
te traigo de vuelta
al día en que la luz me concediste,
y me prosterno, madre,
ante los dedos incendiados
con que horneas la tumba de mi vida.
Y agradezco, madre, porque sufro
la existencia sabiéndome tu hijo.
Madre, ¿cómo fue posible
que esto nos pasara? Tu fruto /
una penca de afasias / cada voz
una isla /
cada isla una casa /
cada casa un trabajo / un cuerpo / la cárcel de una piel.
Madre, discúlpanos
esta eternidad de conservantes, madre, perdóname
por haberme desvivido de tu muerte.
Madre, perdóname:
habitar la tragedia en casa de los dioses
lo prohíben los amos que cuerpo ya no tienen.