Lo que se opone al vacío
Armando Gutiérrez Victoria
¿He vivido realmente todo esto, o simplemente estoy haciendo una reconstrucción absurda de mí misma? ¿Me hago a partir de lo que los otros me han contado que fui? En mis tres primeras novelas, decidí usar pasajes de mi vida como materia prima para mis relatos. No había más historia que contar que la mía, como yo la había sentido, no sólo vivido –porque la palabra me quedaba chica–, sino visto, olido, dolido, percibido con toda la piel, con todo el cuerpo, cada ridículo instante expuesta como un nervio al tacto del mundo. La crítica, aun en contra de mi absurda timidez, recibió con bastantes elogios mi primer libro, lo que en otro momento hubiera sido considerado inmoral por los estúpidos académicos de antaño ahora se leía con avidez. Tal parecía que ponerme de cuerpo entero, desnuda, pero honesta con todos y conmigo misma, que finalmente era lo que más me importaba, se había vuelto un espectáculo fascinante, algo digno de ver. Las ventas del pequeño volumen crecieron tanto que mi editor no podía creerlo. Ciertamente en ningún país se lee lo suficiente, o al menos eso siempre nos decimos los escritores como último consuelo, tonto, ante el inminente fracaso de nuestros libros; pero aquello era cierto, estaba pasando y nadie sabía cómo, ese absurdo libro estaba siendo comprado, leído, regalado, robado, reproducido frenéticamente entre cientos y miles de personas.
Mi segunda novela no fue distinta. Pronto se me pidió tener listo un nuevo libro para antes de diciembre del próximo año. Ahora debía cumplir no sólo con esto, para lo cual no estaba lista, sino además con los molestos compromisos sociales, reuniones interminables con la prensa, presentaciones con gente que creía conocerme mejor que yo por un montón de páginas escritas. No era suficiente, cada entrevistador quería más, adentrarse todavía más profundo en mí, salir victorioso, con la satisfacción de haber violado un poco más mi intimidad, que finalmente venía a ser lo mismo que yo, que mi cuerpo y que mi mente. Las absurdas revisiones de mi cerebro, de mis hábitos, las alegorías hiperbólicas de mi condición burguesa, femenina, humana, no hacían sino fatigarme. Ellos esperaban tanto de mí y estaban dispuestos a todo para conseguirlo. Estaba harta, tantas noches sin dormir, tantas veces que salí deprisa de una reunión para vomitar en el baño más cercano. No estaba lista para un segundo libro, tanta exposición me estaba rompiendo, enloqueciendo un poco más. Mi mente no pensaba en otra cosa, así que fue eso, todo ese arrebato ditirámbico, la velocidad de la luz y los años, lo que finalmente coloqué en aquel volumen. Era yo, pero con el rostro deforme. Me alejaba de la figuración, de la manzana y las flores de mi infancia para buscar una verdad en la ruptura. Mi escritura era un autorretrato mío, todavía, pero desgarrado, más deshecho, más absurdo. Me dolía tanto y estaba segura de que iba a fracasar, pero no fue así. La prensa corroboró mi “maestría en la novela”, me nombró exponente viva de la mejor literatura, se me acercó, todavía más, a los reflectores y me adentré, un poco más, a la ansiada canonización.
Yo estaba deshecha cuando terminé la gira del segundo libro. Pasaba noches en vela, imaginando historias absurdas, suposiciones esquizofrénicas de mi vida, sus caminos, sus posibilidades. Mi vida era mi obra y mi obra era yo misma. No sabía ya escribir de otra cosa. Todo el mundo me molestaba tanto que terminé por cortar con un par de tijeras el cable de mi teléfono y retirar el timbre de mi departamento. Me había hecho fama de genio, de escritora arisca pero brillante, excéntrica, pero lo suficientemente tolerable para admirarla, para intentar exaltar su singularidad, su autenticidad insuficiente. Me sentía una pornógrafa intelectual. Odiaba mis novelas, quería quemarlas todas. ¿Qué tan alta debía ser la llama para acabar con todas ellas? Tristemente me volví un cliché. No podía salir ni por el pan, porque siempre había alguien que me perseguía, me tomaban fotos, se reía a mis costillas. Ya no sabía hacer otra cosa que sentarme a escribir. Escribía todo, todo lo que sentía, todo lo que soñaba, todo lo que me estaba pasando en ese preciso instante –Estoy aquí sentada escribiendo que escribo, veo la ventana, el gato que me saluda desde la ventana del vecino. Creo que me sonríe–. Yo ya lo había dado todo y no podía más; sin embargo, tenía que cumplir con un tercer libro, una novela que terminara por completar una trilogía, unos títulos que me aseguraran mi lugar en el parnaso nacional y hasta universal. Yo sólo tenía en mi escritorio un retrato de mí a los once años, un espejo y una pintura muy pequeña con el rostro de Marcel Proust. De vez en cuando veía uno o los tres al mismo tiempo y escribía. Todo me dolía tanto y no podía dejar de escribir. Al final, en contra de todo pronóstico, la novela estuvo lista. Era un enorme libro garabateado, impreso ocupó unas cuatrocientas páginas. Ahí estaba yo, ésa era mi historia, mi carne, mis ojos, mis dedos adoloridos y todo lo que me había hecho en algún momento ser lo que fui. Yo lo había dicho todo.
Un crítico, la primera reseña del libro, dijo una mañana de domingo: Curioso. No me explico por qué el plagio de En busca del tiempo perdido.