Principiantes
Daniel Centeno
En las noticias están hablando de su libro. Imagino su cara. La expresión siempre fingida de cualquier cosa, desde la sonrisa más simple hasta las lágrimas. Raúl no se sentía como el resto, aunque él seguramente me regañaría por decir que sé cómo se sienten los otros, como si fuera algo tan sencillo, cuando a él le costaba tanto.
¿Él te lo dijo?, me preguntaba, al escucharme decir que tal o cuál sujeto seguro estaría sintiendo tal o cuál cosa.
Claro que no, le respondía siempre. Pero no es necesario que me lo diga. Está en el subtexto.
¿Y qué sí lo estás leyendo mal?
A veces se burlaba de mí, o eso me parecía, imaginando en voz alta cómo sería una escuela del subtexto, el tipo de clases, las tareas que habrían de dejarme:
Para la sesión de esta semana tendrán que adivinar en estas instrucciones cuál es la tarea de esta semana, me dijo una vez, la única que me reí, porque para ser alguien que no entendía el subtexto, él parecía comprenderlo muy bien.
Su libro tenía personajes así. Personajes que no entendían el subtexto.
Cada vez que abro su libro escucho su voz. Puedo escucharlo, fingidamente emotivo; seguro pensaba que alguien pasaría por alto sus palabras, y se aseguró de que la forma de decirlas fuera excesivamente obvia.
La primera vez que abrí su manuscrito y escuché su voz, se me cayó al suelo y se quedó así, hablando, hasta que regresé. Debía ser el luto. Algunas personas dicen que pueden oír la voz de quien se va, una alucinación causada por el dolor de un cerebro que no sabe que algo ya no debería estar, y lo sigue reproduciendo como reparando su ausencia. Su voz debía ser como el ruido de los objetos, que al moverse se queda atrapado en las paredes, o eso dicen algunos físicos; el ruido de las cosas sale por la noche como otra forma de aire, rebotando en todo, haciendo respirar su eco al mundo.
Pero no era de noche, y la voz de mí amigo era clara y nítida, obvia, presente, como si estuviera ahí. No fue difícil pensar que se trataba de un fantasma, tampoco, aunque jamás hubiera visto uno.
Era su libro, que reproducía una por una las palabras que había en él, en la voz de mi amigo.
Así de extraño y obvio también me decía Te quiero.
¿Sabes que te quiero mucho, verdad?, y procedía a darme palmadas en la panza, en el brazo, incluso me agarraba la mejilla. Expresaba su afecto aunque mi mente estuviera en otra parte, como hablando para sí mismo, convenciéndose quizás de que sí me quería. Nunca me sentí del todo cómodo con sus formas de afecto. Él debía saberlo.
Un día me cansé y se lo dije.
Ya déjame. ¿Por qué tienes la manía de estarme agarrando?
Se quedó perplejo, pero no me dejó ver su perplejidad más de un segundo. Era la primera expresión genuina, sin exagerar, que veía en su cara en años.
Luego apareció su sonrisa estudiada.
Perdón. Soy un principiante en esto de la amistad. No lo volveré a hacer.
Raúl casi no tenía amigos, mientras que yo tenía muchos. O eso pensaba, aunque en el fondo mi único amigo era él. Me parecía que yo podía enseñarle algo, evitando así que incomodara a otros, cuando era yo quien lo estaba incomodando.
Él no volvió a tocarme. Jamás. A veces, sentados juntos en el sillón, yo lo empujaba con mi cuerpo, esperando que él me empujara de vuelta. Jamás lo hizo. No puso un dedo sobre mí, ni siquiera cuando lo abracé una tarde, cuando me habló del final de su libro, alegando que no tenía idea de qué hacer con él. Traté de darle ánimo así, igual que él me lo daba a mí. Raúl se apartó de mí apretando sus brazos sobre su pecho, como si le diera asco tocarme.
No te voy a pegar nada si me tocas, le reclamé, furioso.
¿No dijiste que no te gustaba?, me respondió.
Fue la última vez que lo vi.
Ahora su libro está en todas partes. Hablan de él en la televisión, incluso en la radio, aunque ya nadie escucha la radio. He visto a amigos nuestros compartiendo su foto con la portada, y también nuestra universidad compartió una fotografía suya y una del libro con un montaje cutre y un listón negro porque la publicidad y el luto se llevan bien cuando se trata de vender libros.
A veces me preguntan qué pienso del libro, y sonrío igual que Raúl lo hacía. Me obligo a recordar el cálculo que debió hacer cada vez que tenía que sentir algo y no lograba sentirlo. O cuando lo sentía tenuemente, y su rostro tenía que multiplicarlo todo, porque sentía que no era suficiente. Me pregunto por qué habrá pensado que no lo era…
Le reclamé una tarde, cuando noté que comenzó a fingir que lloraba. Se había quedado mirándome un largo rato, parpadeando deprisa, luego dejando los ojos muy abiertos por demasiado tiempo, como si quisiera resecarlos a la fuerza.
¡No es un chiste!, le grité. ¡No te estés burlando!
Se apresuró a abrazarme, porque en ese entonces aún no le reclamaba por su manera de quererme con el cuerpo. Era lo único que le estaba dejando. Aquella vez no lo aparté, pero recuerdo que pegué mis brazos a mi pecho como él lo haría después, en nuestro último encuentro. ¿Por qué me sorprendí entonces, si lo aprendió de mí?
Algunas tardes recibo llamadas telefónicas preguntando por él. Quieren saber cómo fue para mí encontrar su manuscrito. El proceso no les termina de quedar claro, porque tampoco doy demasiados detalles.
La historia es ésta, les digo. Mi amigo tenía una historia que contar y me la dejó a mí. Se equivocó al dármela, porque a quien debía contársela era a ustedes.
La verdadera historia es que una tarde su madre me llamó para decirme que se había muerto, y que no soportaba tener que recoger sus cosas. Me pidió ayuda. Yo era su mejor amigo. Él hablaba tanto de mí. Claro que sí, señora, yo le ayudaré en todo lo que pueda. Ni siquiera pude derrumbarme, o sentir genuina tristeza por su muerte, porque me apenaba más ella, la impotencia de su voz al decírmelo. Me recordaba un poco a la voz de Raúl, o a cómo habría sido la voz de Raúl si hubiera expresado sus emociones como le pedí que lo hiciera. Entonces, y no antes, ni un segundo siquiera, comprendí que su madre también estaba calculando lo que me dejaba escuchar, porque no es posible evitar el cálculo. ¿Qué tanto de mí quiero que sepa el otro? Incluso al hacer la pregunta, algo se pierde, se altera. Su madre también estaba fingiendo, igual que yo, igual que Raúl.
Lo había juzgado todo ese tiempo por algo que yo también hacía.
Comencé a reír porque era algo muy gracioso. Su madre me colgó. Tuve que volver a llamarla, pero no hizo por responderme, así que fui hasta su casa y le expliqué por qué me había reído. Una mentira.
Lo siento, señora, le dije. Me dio un ataque de pánico cuando me dijo que Raúl murió. Comencé a reír y acabé en el suelo, insistí, exagerando. Raúl habría estado orgulloso de mí por subrayar. Por no dejar un cabo suelto, ni nada a la interpretación. Tenía que ser obvio para cualquiera que sufría. Nadie se tira al suelo si no está sufriendo.
Ambos entramos a la casa que Raúl rentaba, que nunca quise cohabitar con él porque era mi amigo, y lo quería, pero no imaginaba una vida juntos. Desde ese momento me siento hipócrita cada vez que trato de imaginarlo todavía vivo, como si ahora que ya no está pudiera permitirme que estuviéramos más cerca. Por respeto a él, no me lo imagino vivo. Nunca.
Por eso fue que me costó tanto trabajo escuchar su voz, cuando el libro quedó abierto y sus palabras resonaron por toda mi casa. O quizá fue por otra cosa que no sé, que debería de poder adivinar a estas alturas, igual que la tarea con las instrucciones, o igual que todo lo que le pedí a Raúl que adivinara en mí.
Su madre no supo qué hacer con el manuscrito, así que me lo dio. Ella le echó un vistazo, en silencio. Aquella vez no habló. Sólo cuando yo lo abrí se hizo escuchar.
Y yo lo arruiné.
El accidente ocurrió una tarde, cuando abrí el libro sobre la barra de la cocina, mientras preparaba el desayuno. Ese día había despertado muy tarde. Bebí de más y lloré toda la noche, lamentándome porque ya jamás podría abrazar a mi amigo. Me había puesto a abrazar postes y un grupo de otros hombres, más o menos de mi edad, me detuvo, compasivo aunque risueño, invitándome a seguirlos. El de la casa que me acogió se levantó temprano y me pidió que me fuera. Volví a casa grabando en mi celular una nota en la que hablaba de un montón de estupideces cuyo subtexto era mi tristeza. O eso intuyo, la verdad, porque apenas pude entenderlas cuando desperté. La voz de Raúl era tan clara, mucho más real que la mía, aunque ya estaba muerto.
Torpe como estaba, se me cayó un poco de salsa sobre el libro. No fue demasiada, pero alcanzó a ocultar una de las líneas del texto. La voz de Raúl se la saltó, como si ya no existiera.
Traté de quitarla, y aunque la mayoría de las palabras volvieron a su voz, algunas se habían perdido.
Raúl me habló por primera vez de su libro cuando apenas era la idea de una idea. No me gustó. Me parecía, igual que todo él, una exageración que no hacía sino subrayar lo obvio. Pero no se lo dije. Si él subía la voz, yo la bajaba, y él estaba subiendo sus emociones al límite.
A mi escritor favorito le cortaron gran parte de su trabajo, y sólo así triunfó, me contó una noche, mientras nos despedíamos. Yo había comenzado a insinuar que su libro sería mejor si le quitara un poco de… bueno, de él. Raúl estuvo de acuerdo conmigo. Tienes razón. Debería de hacerlo menos como yo lo haría. Pero no puedo. A lo mejor tú sí podrías, bromeó.
Supongo que yo tampoco comprendía muy bien el subtexto.
Comencé a leer con atención lo que él había escrito, y me di cuenta de que todo el libro era así. Y se me ocurrió la idiota idea de intentar hacer por el libro lo que había hecho por él. Quizá a mi amigo le había hecho mal pidiéndole mesura, pero a un libro está bien pedírsela, ¿no? Después de todo, él había dicho que yo podría…
Volví al principio y fui tachando oraciones, al principio lleno de duda y miedo, mientras la voz de mi amigo se extinguía de ellas. Conforme le iba quitando, su voz me parecía cada vez más normal y algo en mí se calmó, como si hasta entonces hubiera estado intranquilo. No sabía cuánto, hasta que se hubo ido.
Durante meses leí su libro todas las tardes y fui tachando oraciones. Alguna vez incluso regresé en mis pasos, y taché oraciones que al principio me parecieron muy bien. Luego ya no supe en qué momento parar.
Cuando más de la mitad del libro eran tachaduras, me di a la tarea de transcribirlo. Sentí que era yo quien estaba hablando, que la voz de mi amigo me conocía mejor que nunca. En la primera página él me había puesto a mí en la dedicatoria. Cuando escuché el libro, leyéndose a sí mismo, me pareció que no era para mí. Pero entonces ya lo era.
Insistí enviando el manuscrito a todos lados, añadiendo una carta en la que explicaba que no era mío, sino de un amigo que había fallecido, y que esperaba que ellos pudieran darle la voz que él había perdido para siempre. Aquello, por supuesto, era mentira. En mi sala, a veces en mi habitación, Raúl seguía hablando, repitiendo la misma historia una y otra vez.
Ahora su libro está en todos lados. La gente elogia su capacidad de contención, la forma en que comprendía las sutilezas de la naturaleza humana, y la emotividad velada de todos sus personajes.
Pero lo cierto es que el otro día, cuando más lo extrañé de pronto en todo este tiempo, abrí su libro, o lo que dejé de él, y no pude reconocerlo. Es decir, ya me había pasado, pero fue distinto. Quise creer que su historia me hablaba, que su voz se estaba adecuando a mi forma de comprenderlo, pero lo cierto es que sólo lo había ido borrando; lo borré hasta que no quedó nada de él excepto lo que yo quise, y lo que yo quería de él era tan poco de lo que había sido.
Raúl se habría reído de mí por haber tenido que subrayar tanto hasta darme cuenta.
En las noticias dicen que nunca nadie había narrado así, y sospecho que nadie nunca le hizo algo tan terrible a la voz de un amigo, y si lo hizo, nunca dejó constancia. Su éxito es el testimonio de todo lo que yo le quité. Así que sonrío al escuchar su nombre en las noticias de la tele, la radio, al ver las fotos de nuestros amigos. Sonrío y sonrío, por si alguien me ve, por si Raúl me ve, pero por dentro estoy muriendo.
Lo dije, ahí está, es una obviedad, algo inevitablemente expuesto.
¿Me lees, Raúl?
¿Tú también puedes leerme? ¿Me escuchas, como yo te escucho? Lo siento. Lo siento tanto. Siento haber destruido tu voz. Siento haber tomado lo que no era mío y tratar de hacerlo mío, cuando tú sólo estabas compartiéndomelo. Lo lamento. Lo lamento. Lo lamento.
Quiero que sepas, si de algún modo puedes leer esto, si de pronto tu voz también comienza a leer este texto, que sí te quería, aunque no supiera cómo.
Está bien que lo hagan.
Saben quién eres. Les gustó tu libro. O lo que yo dejé que otros leyeran. Insisten en ayudar sin ninguna compensación económica. Sólo me piden que me asegure de publicarlo. De hacer por ti lo que debí haber hecho desde el principio.
Les digo la verdad, se me escapa por un momento. No, no es verdad.
La muestro.
Yo pensaba que mi amigo no comprendía el subtexto, y yo quise mejorar su libro con él.
El que no entiende nada eres tú, me dijeron.
Y es la verdad. No comprendía.
Comencé a transcribir tu libro, con las partes que yo eliminé. Tuve que recortar las partes que dejé intactas, y rellenar el resto con mi letra en hojas que me llevé de tu casa. Al abrir el libro, nos escucho a ambos. No sé si mi voz se escucha por sí sola, como la tuya, o si es mi garganta la que la invoca, inconsciente, aunque no me doy cuenta. A veces no me oigo a mí cuando leo tu historia, sino a ti, y lloro.
Estoy aprendiendo a ser tu amigo, aunque sea demasiado tarde.
Si aquel libro es un testimonio de todo lo que te quité, quiero pensar que este otro es un testimonio de nuestra amistad.