F. F.
Diego Arredondo Morales
Nunca antes había escuchado el nombre de Félix Florencio, nacido en Acámbaro, Guanajuato, a tan sólo quince minutos de mi natal pueblo Santa Inés, hombre que cargaba la maldición del poeta y que desapareció con el aullido del aire moviendo la milpa.
Santa Inés ya no dejaba el sustento que necesitaba nuestra familia, por lo tanto, todos mis hermanos habían partido a Fort Worth o a Arlington. Nos visitaban por tiempos muy espaciados. Al regresar, vestían distinto: sombreros Tombstone y camisas Shepler; llegaban acompañados de sus esposas blancas, corpulentas y chapeadas; pero lo que más impresionaba a los vecinos que aún seguían viviendo en el pueblo eran sus camionetas Ranger nuevas y el sonido ensordecedor de sus bocinas con música tex-mex que hacía temblar sus vidrios, los asombraba e incitaba a emigrar lo más pronto posible del sitio que los vio nacer para lograr lo mismo que ellos.
Yo era el más pequeño en una familia de 13 hermanos y el único que tuvo la oportunidad de estudiar la preparatoria. En mi último semestre, Samuel Mora, un profesor nuevo de Literatura, nos reveló a los alumnos un panorama nuevo de la literatura mexicana: revistas, movimientos, grupos que no eran conocidos en la enseñanza tradicional y canónica. Nos decía que fuéramos al campo acompañados, lleváramos un queso gouda o camembert, una cerveza y música de Debussy o Satie, y que después leyéramos hasta dejar nuestra voz ronca y la bebida ya no nos permitiera coordinarnos. La mayoría de mis compañeros lo daba por loco, o ni siquiera le daba importancia a lo que decía. Yo le hice caso, pero, a falta de dinero, cambiaba el queso gouda o el camembert por requesón, la cerveza por agua o leche ordeñada en la mañana, y la música de Debussy por el canto de las aves que circunvolaban a lo lejos. Me iba caminando de mi casa a la laguna de Santa Inés para leer lo que Samuel me había prestado. Las revistas Alforja, El corno emplumado y algunas copias maltratadas con poemas de Gerardo Torres Durán, un poeta del grupo de los Contemporáneos que nunca fue conocido como tal.
Durante una clase, después de ser el único arriesgado a participar en una discusión que se extendió cerca de una hora en torno a los Estridentistas y a los Contemporáneos, el profesor Samuel notó mi entusiasmo por la lectura y al finalizar la sesión me llevó en su auto desde Acámbaro hasta la laguna de Santa Inés. A lo largo del viaje me habló de un poeta llamado Félix Florencio. Me obsequió unas cuartillas engrapadas que conservaba prácticamente intactas. En el momento que leí los poemas de Félix sentí que la palabra mostraba una parte del silencio, me inundaba en un derrame de canto y me ahogaba, me hinchaba de una sensación que no había vuelto a sentir desde la niñez: sus versos despedían corriente y calma para después, de un tirón, soltarte y sentir que la respiración volvía, como un crío que siente por primera vez el viento: música verbal le llamé a sus versos. Si es que la verdad podía mostrarse desnuda de alguna forma, esa misma tarde la miré inmaculada.
El profesor me dijo que Félix Florencio seguía vivo, pero él no lo había vuelto a ver. Habían pasado más de 30 años desde que Samuel recibió las hojas de primera mano. Me lo describió como un hombre descuidado, con una larga melena que se dividía en dos mitades por una enfermedad parecida al vitíligo; una parte del cabello lucía cana y la otra negra, del mismo modo su barba se repartía los colores del blanco al bruno. Me dijo que Félix solía escribir en la lobreguez de las cantinas de Yuriria o bajo la luz del lago de Cuitzeo.
Samuel notó mi furor por conocer al poeta y al día siguiente salimos por la mañana a buscarlo. Pasamos la tarde y la noche rastreando en los bares de Yuriria, tomando un trago en cada lugar que visitábamos, pero no lo encontramos. Dormimos en la primera posada que se nos cruzó cuando llegó la noche y nos encontrábamos exhaustos. Cuando amaneció, partimos al lago de Cuitzeo, pero tampoco hubo señas del poeta. Nadie lo conocía en los alrededores, pero advertí que tanto en Yuriria como en Cuitzeo algunas personas adivinaban lo que Samuel iba a preguntarles como si lo conocieran de antaño. Nos llevamos una desilusión que creció al ver los bolsillos casi vacíos de los dos, tan sólo con lo necesario para regresar al pueblo.
Las semanas siguientes pasaron lentas, el curso escolar terminaría dos meses después. Samuel se acercó a mi pupitre.
—Al finalizar el curso iremos nuevamente a buscar a Félix —dijo. Luego, me miró desolado e inquieto, como si el monótono tiempo atara sus piernas y le avisara que ya no quedaba mucho tiempo para andar buscando y que estaba envejeciendo. Por primera vez noté de cerca sus arrugas: Samuel no era viejo aún, pero tampoco joven. Estaba en una edad que raya entre lo negro y lo blanco del cabello.
—Nos vamos, profesor —dije, y lo vi caminar lentamente, reflexionando de regreso a su escritorio.
A punto de acabar el semestre mis padres me dijeron tajantes que tenía que irme a vivir a Arlington, Texas, con mis hermanos porque ya no podían seguir pagando mis estudios ni el transporte diario de Santa Inés a Acámbaro, y mucho menos costear mis estudios universitarios. Me advirtieron que tenía que partir cuanto antes, pues en tierras del norte me esperaban con un trabajo seguro. No tuve opción de quedarme, ni de contactar a Samuel para despedirme, tampoco de rozar por última vez la laguna del pueblo. Me llevé las hojas engrapadas con los poemas de Félix Florencio.
En Arlington entré a trabajar en un restaurante de mariscos, sin embargo, todos los días leía los poemas de Félix y pensaba en Samuel. Lo más parecido a la laguna de Santa Inés era el lago de Arlington, pero éste estaba rodeado de casas en lugar de encinos. A su cuerpo de agua lo envolvía un aire frío, los árboles posaban deshojados, las aves no cantaban.
Tiempo después mis padres hablaron por teléfono y me anunciaron que mi profesor les había dejado un sobre dándoles instrucciones de mandármelo a Texas. Después se enteraron que en uno de sus viajes derrapó en una curva, su auto patinó con las piedras de la terracería, rodó por el camino y su cuerpo quedó inerte entre los maizales.
Cuando el sobre llegó a mis manos lo abrí temblando. Pensé que serían revistas de poesía o algunos poemas de Félix Florencio que había prometido mostrarme, pero sólo hallé dentro las fotos de un hombre de mediana edad cargando a un bebé. Al ir pasando las fotografías, las dos personas de las fotos continuaban en la misma posición. Sin embargo, el bebé pasó de ser una criatura robusta a ser un niño delgado igualmente en los brazos del señor a quien se le comenzaban a notar las arrugas y algunas canas en la barba y el cabello. Luego reconocí a un Samuel de unos 16 o 17 años que ya no era cargado en brazos, sino que abrazaba al que comenzaba a ser un viejo. En esa última foto mi profesor daba la sensación de estar protegido, arrimándose al hombre que, a diferencia de él se hacía más viejo, débil y descontento. Era contrastante la sonrisa de Samuel con la expresión sombría del otro hombre, a quien se le notaba claramente una mancha blanca en el rostro que se agrandaba cada vez más. El cabello y del bigote también por la mitad habían encanecido. En la parte de atrás de la fotografía citaba un verso de Félix Florencio:
Nos marchamos tocando una campana
al borde de los dedos nos marchamos
dejando a quien nos ama:
la punta de un nardo encendida
una cola de tizón
un abandono negro
Ya he sembrado una semilla en este beso
y me largo
con rumbo a lo desconocido.