Porque una ciclista es ciclista aunque no ruede
Jellybean
Alba era el nombre de aquella, mi primera bicicleta. Era blanca, algo pesada y de bordes afilados. La recibí con gran entusiasmo como un regalo de enero. En aquella época, yo era una niña precavida en demasía, más bien temerosa, pero a la vez taimada. Mi prima, apenas dos años mayor, era todo lo contrario: osada, inquieta y maniobrera. Juntas aprendimos a andar en bici y, mientras ella solía caerse con relativa frecuencia, yo parecía una equilibrista en ciernes, cuyo objetivo era no visitar el pavimento por ningún motivo. A Alba me la robaron. Siempre suelo dejar descansar a mis bicicletas en los patios de las casas, pues me cuesta asumir el hecho de que haya quien pueda codiciar algo que no le pertenece.
Muchos años después, mi bicicleta pasó de juguete a compañera, a ser una extensión mía, casi una prótesis. Durante mi juventud tuve varias; no recuerdo marcas ni modelos, sólo nombres e impresiones: Simone, temor; Victoria, audacia, desafío; Isolde, introspección, autonomía, desenfado; Lorelei, fascinación, libertad. Comenzó a gestarse en mí una especial predilección por recorrer distancias con mayor soltura y rapidez. Aunque conservaba aquella prudencia y precaución que me caracterizó siempre, seguía teniendo un profundo terror a salir precipitada hacia el suelo y no poder levantarme durante un buen rato. Quizá esto se deba a que no me di la oportunidad de caer lo suficiente cuando era niña.
Empecé a reparar en marcas, componentes y materiales hace apenas algunos años, cuando por mis distancias y esfuerzos cotidianos me fue preciso optimizar mis traslados al máximo. Solía ir en bicicleta diariamente de un lugar a otro, y en esa ruta épica ciclista me sentía como una bola de billar rebotando en los bordes y las periferias de la ciudad y sus alrededores. Ahora que mis recorridos se han reducido por causas ajenas a mi voluntad y mi deseo, me dan ganas de construirme un avatar que pedalee de manera simbólica las distancias que estaba habituada a recorrer.
Desde que decidí asumirme como ciclista, esa identidad se ha vuelto una constante: pedalee tanto como deseo o no, mi discurso se caracteriza por hablar todo el tiempo de bicicletas y de rodadas. Porque una ciclista siempre será ciclista, aunque no ruede. Con todo y ello, me propongo destinar al menos un par de momentos en el día para rendirme al ardor de pedalear, pues el entusiasmo por experimentar aquellas sensaciones tan íntimas que se desprenden del rodar no decrecen. Es como sumergirte en una corriente de la que no puedes escapar hasta zambullirte por completo, tal como aquella leyenda de la ondina Lorelei que te seduce y te hace naufragar al pie del risco, hacia las aguas profundas.
Mi bicicleta ha cobrado vida propia, tiene personalidad, tiene nombre. ¿El nombre propio no es acaso lo más humano que puede existir? No sé si a ella le guste. A veces desearía que pudiera verbalizar una respuesta a lo que le platico cuando voy montada en ella. Pero su lenguaje definitivamente no es la palabra. Pero sí habla, me habla. O tal vez, más bien, me escribe. Caligrafiamos juntas escarpados patrones por las veredas al fragor del tránsito rutinario.
Y claro: todas mis bicicletas han irradiado un aura femenina atada cada una a su aquí y a su ahora. No podía ser de otra forma. A veces pienso que cada una de ellas se ha convertido nada más y nada menos que en una extensión de mí, en una especie de alter ego: Alba, Simone, Victoria, Lorelei. O quizás ahora soy yo quien se rinde a ser una extensión de ellas.