Breve relato de algunos instantes sobre ruedas
María Paz Amaro
En el país en el que vivo, la era de los secuestros comenzó cuando era niña. Los amigos de mis padres comentaban en la sobremesa: la situación era tan dura que a veces algún extraño te arrebataba a los hijos en el súper a cambio de pagar su despensa. En los muros de las casas encontrábamos la imagen de un niño desaparecido colgada en los postes. Sus colores fueron mudando de intensidad, la piel del último cartel terminó por despellejarse afuera de un potrero, en una zona que tornaba, de semirrural a ciudad perdida, para volverse citadina en cuestión de cuadras. Con el paso del tiempo nos olvidamos de él, ya nadie lo reclamaba en los noticieros.
Todos nos moríamos de miedo ante la posible visita de los robachicos en la colonia. Aun así, en los días de verano sólo avisaba que salía temprano para regresar a comer y volver a irme hasta que oscurecía. Había días en que salíamos a patinar, otros hacíamos competencias en bici, rodadas o paseos en los que cruzábamos los confines del rumbo seguro a fuerza de toparnos con peseros, camiones y choferes malhumorados. Siempre quise tener una bici de carreras o unos patines blancos de bota estilo profesional. En la familia de mi mejor amiga todos tenían bici de carreras. Amantes de la american way of life, tenían un camper, un horno de microondas y un día se fueron a la zona franca de Chetumal para comprar fayuca. Con las biclas nos íbamos al final del Periférico, que en aquel entonces terminaba con una simple vuelta en U, para ver los arrancones o dábamos vuelta al circuito del canal de Cuemanco donde remaban equipos de otros países con entrenadores en bici que marcaban los cambios de los atletas con su silbato.
Sólo he tenido dos bicicletas en mi vida. Después de la de mi infancia, la segunda me la compré pocos meses después de regalarle una al futuro padre de mis hijos. Ambas eran de la misma marca: Benotto con accesorios Shimano. Cuando todavía no existía el carril exclusivo, íbamos desde Insurgentes Sur hasta el Centro Histórico y luego de regreso. Me parecía todo un reto atlético, a décadas de que existiera el Ciclotón. La vida repitió sus ciclos: recuerdo que el hijo de en medio aprendió a andar en bici sin la necesidad de ruedas auxiliares y de un tirón. Era tan chiquito que no podía subir a la bici y arrancarse en marcha sin mi ayuda, de la misma forma en que tampoco podía bajar. Entonces yo corría y los llevaba a ese mismo canal de Cuemanco en el que el ritmo de ellos desafiaba mi condición.
Hoy vendí mi coche. En las semanas previas recordé que a los primeros ciclotones siempre iba acompañada. Hubo un día en que me lancé sola y la sensación de independencia mezclada con una alegría proveniente de un fuero interno que yo misma puse a prueba, fue única. Las últimas veces ya no encontré la orientación del circuito y me perdí antes de llegar al mercado de Sonora. Recordé entonces que mis hijos jamás tuvieron la oportunidad de andar en bicicleta y perderse como yo de niña. Sometidos a vivir concentrados en los muros que defendían un conjunto de edificios, uno de ellos chocó su mini bici contra el coche de un vecino. Éste me cobró el golpe porque cuidaba al carromato más que a su esposa y a sus hijos.
En líneas anteriores decía que vendí mi coche. Con ello revoqué mi estatus capitalista más simbólico hace unas cuantas horas. Desearía tener una bicicleta nueva, pero la mía ha sido tan leal y noble. El mismo mecánico que le da mantenimiento me dice que ya no las hacen igual, que no la venda o, de ser así, se la venda a él. Desearía desafiar las estadísticas de violencia y de género; las de una ciudad febril, a ratos esquizofrénica, en la que pueda seguir moviéndome con simpleza, sin temor a ninguna clase de conjuro en mi contra.