DOSSIER / junio - julio 2023 / No. 105

Cayucos vs. bicis


Mariela García



Villahermosa no es un pueblo bicicletero. Tampoco es una gran ciudad, pero sí es un edén. Eso dicen; decimos, corrijo: “Ven a Tabasco, que Tabasco es un edén”. En este entorno, más parecido a un Macondo mexicano que a cualquier paraje ideal para el ciclismo, mi mente recrea en la memoria cayucos flotando entre enredaderas acuáticas de jacinto y cabezas de lagartos asomándose en vez de bicicletas circulando en un suelo firme.

Aquí aterrizaba un avión guajolotero una vez al día, tres veces por semana. Antes de 1958, si no era por aire, para salir de Tabasco desde Villahermosa había que navegar por río hasta el puerto de Frontera, en el municipio de Centla, y allí abordar un barco que partiría rumbo al puerto de Veracruz.

La modernidad tardó en franquear el Grijalva y el Usumacinta. La convivencialidad al usar pangas, canoas y cayucos era algo natural para los tabasqueños. En aquellos tiempos adquirir una bicicleta se equiparaba a un lujo: eran objetos caros; lo que resulta una ironía, pues se trata del “instrumento indispensable para las personas más modestas”. Pero se entiende que la geografía no facilitaba el comercio vía terrestre. Pellicer lo suscribió al mimetizarse con ella: “Soy más agua que tierra y más fuego que cielo”.

La bici acudió a mi encuentro cuando yo era una niña de cinco años. El entusiasmo de pedalear casi a diario y las bajadas desde el puente grande en el parque frente a mi casa fueron memorables. Hoy sonrío con nostalgia al pasar por ese lugar —intacto aún— y ver la ligera inclinación de aquel puente que no medía más de noventa centímetros de altura.

Mi rol de niña feliz sobre ruedas llegó a su fin, y las circunstancias de una familia disfuncional al correr de los años instalaron en mí el deseo de abandonar el trópico húmedo que me vio nacer. Irme lejos y trazar mis propias rutas. Mas no sucedió. Tampoco volví a usar una bici después de mis años maravillosos. El divorcio de mis padres acarreó sucesos dolorosos y dramáticos. Pero sobreviví. Sobreviví a la adolescencia y logré atemperar mi juventud con ayuda de medios distintos a la bicicleta. Sin embargo, ella, la bici, siempre estaba allí: presente en mis recuerdos y en mi escondido deseo. Añoranza alimentada más tarde por las numerosas ocasiones en que “desde el fondo” en las canchas de tenis de mi ciudad deportiva veía pasar al grupo de ciclistas pedaleando sobre el velódromo. Los veía pasar sintiéndome como un caballito que mira correr tan cerca a su manada de ensueño. Pero sólo la mira y suspira; lo cierto es que no pertenece a ella.

Finalmente, después de un año de planear el reencuentro perfecto con la cleta, un día dejé de pensarlo. Sólo tomé la bici de uno de mis hijos, me monté y salí. Rodé. No me detuve sino hasta llegar a la Ciudad Deportiva: mi Ítaca personal.

Me habría gustado que mi reencuentro se hubiera dado con una mejor bicicleta, una de mayor calidad y acorde a mi gusto. Pero no he podido comprarla. Aunque ahora pienso que no debo menospreciar esta bici marca patito en la que he pedaleado los últimos tres meses, pues al igual que yo ella es una sobreviviente. En 2020 sobrevivió a una de las más grandes inundaciones ocurridas en Tabasco. Sobrevivió al herrumbre y al olvido en el cuarto de tiliches de mis padres. Y podrá sobrevivir, sin duda, a mis pininos como ciclista urbana y a las cuestas más o menos elevadas que la vida aún me reserva.










Mariela García Palacios (Villahermosa, Tabasco,1972). Es licenciada en Administración de Empresas Turísticas; diplomada en Oratoria y Discurso Político-Social, en Formación Literaria, y en Filosofía. Actualmente, es maestranda en Humanidades, Ciencias Sociales y Comunicación. Es apasionada promotora de las artes, la cultura y el deporte, como ideales imperecederos.


 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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