Trazos a dos ruedas
Aranzazú Blázquez Menes
Al patio de nuestra casa nunca le ha faltado una bicicleta. Mi memoria con estas bondadosas máquinas comienza con una de cuadro blanco que parecía haber sido tocada por un relámpago azul. Era de mi hermano, no me gustaba porque ese color nunca ha sido de mis favoritos, pero en ella aprendí a andar. Fue una tarde fresca en una calle a la vuelta de la casa, tendría unos seis años. Mientras Osva domaba las colinas de un terreno baldío en su Mercurio roja, mi papá trotaba a mi lado agarrando el sillín; para entonces ya le había quitado las rueditas a la mía. En algún punto vi a mi padrino, que venía llegando del Distrito Federal. Sorprendido, me llamó desde el fondo de la calle. Emocionada por su visita, que significaba juego y risas, comencé a pedalear hasta alcanzarlo. No me di cuenta de que mi papá ya no me sostenía.
Pasé un tiempo sin andar en bici. A mi hermano le robaron la suya a punta de navaja y eso desvaneció nuestra seguridad en la calle. Tampoco la echaba en falta: a esa edad disfrutaba de otras compañías, entre ellas la de mi amiga Flor. Ella tenía otra amiga, D., que un día le prestó su bici para ir a verme. Detalles aparte, la dejó en mi casa aquella vez, por ahí del 2008. Estaba descuidada, era de puro acero, rodada 26 y sin ningún aditamento más que lo esencial. Numerosas veces le pregunté si volvería por ella, incluso si su dueña no la extrañaba. No comprendía que alguien pudiera abandonar tanto tiempo su bicicleta. Flor, distraída como era, pocas veces respondía sobre el tema. A la vuelta de los años comprendí que lo eludía; tiempo después supe que D. se había perdido en las drogas. Quizá Flor no quiso recogerla por lo que ésta le recordaba. Pasaron dos años más, tres, cuatro… y la bici se veía cada vez más huérfana en nuestro patio.
Entré a la UNAM y, como tantas cosas más, la bicicleta se quedó en Puebla. Durante el primer año mi papá me preguntó si quería usarla. Entre trago amargo e ilusión acepté, y a lo largo de varios fines de semana la pusimos a punto. Me compró un casco —que uso ahora—, luces, reflejantes y una campanita. Para ese entonces mi hermano se había unido a las rodadas nocturnas de los viernes y nos había contagiado la emoción. Rodar juntos se convirtió en un ritual. Fueron noches de alegría y satisfacción. Para llegar al punto de encuentro Osva, el más experimentado, iba al frente, en medio yo, y en la retaguardia mi papá. La idea era cuidarme, pues era la más chica y con menos habilidad, y aunque no lo veía así, por años se me impregnó la sensación de que me tenían que cuidar para rodar… hasta que viví sola en otro país.
En 2015 conocí el frío húmedo y gris de Rouen, capital de Normandía. Su diseño urbano me invitó a buscar una bici que no tardé en conseguir gracias a Guidoline, un taller-café que arma nuevas bicicletas a partir de otras más usadas. Dos recuerdos se tatuaron en mí: la resistencia del viento congelando mis manos mientras pedaleaba al costado de un Sena entintado de malva y anaranjados. El otro: sus frenos, que gritaban alguna falta de mantenimiento que nunca atendí. Esa bici fue el emblema de una primera sensación de libertad e independencia. Fue, también, la primera que compré con mi propio dinero. No volvió conmigo a México, pero acompañó un tiempo a Angélica, una amiga colombiana que hice esos meses.
Llevo más de una década en la cedemequis y nunca se me había ocurrido subirme a la bici. Intuyo que en el fondo era sinónimo de Puebla, de la compañía y seguridad que mi papá y mi hermano representaban. Pero un día, durante el encierro, lo sentí con claridad: quiero andar en bici, lo necesito.
Dos de mis primos, chilangos y medio punks, llevan varios años pedaleando por la ciudad. Uno de ellos me ofreció arreglar y pimpear una vieja Fuji. Emocionada y sin indagar más detalles, acepté. Cuando la vi me fascinó: verde agua con vivos azules y rosas, en mate, y llantas delgadas. Sin saberlo, eligió el mismo color de aquella vélo rouennaise de hacía unos años. ¿Algún guiño del destino? Me trepé y volví a sentir esa felicidad sencilla que sólo da el avance ligero y ágil sobre dos ruedas. De a poco cambié la sensación de ser cuidada por la escucha del sexto sentido y, sobre todo, por el disfrute de una soledad alegre y tranquila. Cada vez más seguido me descubro tarareando algo que no es ninguna canción, señal inequívoca de que estoy contenta. Ahora, andar en bici es muchas cosas más, un mundo de mundos que me devuelve al intrigado trazo de lo que soy.