DOSSIER / junio - julio 2023 / No. 105

Mi aliada


Débora Herrera



Honestamente, no tengo los típicos recuerdos de infancia: aprender a andar en bici, las primeras caídas o pasear con otros niños de la colonia. Será que el uso de la cleta es muy común en el pueblo de mis abuelos, un pueblito donde se hacían petates y abundan los músicos, un pueblito de por allá de Guanajuato. La bicicleta, como en muchos otros pueblos de nuestro México, es parte de la cotidianidad, se usa pa´ todo. De hecho, en ese pueblito, los trabajadores que toman camión para trasladarse lejos llegan a un lugar donde pueden dejar su bicicleta por tan sólo cinco pesitos. Crecí con esa naturalidad de andar en bici, como lo es andar a pie, así que no me era significativo pedalear. Al evocar mi infancia, lamento que nunca me acerqué a mi abuelo para que platicáramos de las cletas o me enseñara a darle mantenimiento. Recuerdo que con mucha paciencia él revisaba su bici, pasaba horas en el patio, silbando junto con sus pájaros o cantando alguna canción viejita que sonaba en la grabadora.

No pude recordar mi primera bici, lo que sí recuerdo bien es que, cuando tenía unos 24 años, encontré chamba en Dolores Hidalgo. Me fui a vivir allá, mi lugar de trabajo estaba cerca, por lo que decidí comprarme una bici con mi primer sueldo. Fue una bici blanca con salpicaderas, puños y canastilla rosa. ¡Qué época! Imagínate la belleza de pedalear en calles empedradas, pasando por la casa de José Alfredo Jiménez o la iglesia donde el cura Hidalgo dio el grito de Independencia.

Pasó el tiempo y me vine al D.F., como se llamaba entonces, así que vendí aquella cleta. En esta enorme ciudad jamás se me ocurrió tener bici, estaba maravillada con el metro. Allá en provincia, además de caro, es relento desplazarse en los “guajolojets”. Fueron años recorriendo la ciudad en metro. Al tiempo, mi novio de aquel entonces, guanajuatense también, se vino a vivir acá. Ambos realizábamos una especialidad médica. En nuestros pocos ratos libres, nos encantaba explorar esta ciudad bella, rara y enigmática. Con el paso del tiempo, entre el ajetreo, el caos, las dificultades económicas, el maltrato en la formación profesional y el agotamiento, la ciudad nos envolvió. Transitando por esos momentos oscuros, con motivo del día mundial de la bicicleta, la UNAM convocó a un concurso de fotografía. Participé sin pensar ganar, pero, bendito destino, gané una cletita: mi liberación, aunque en ese momento no lo sabía, pues esa cleta estuvo inmóvil, esperando el momento indicado. Si hubiese sabido en aquel entonces que la bici es como el mezcal, que “es para todo mal y para todo bien también”, la hubiese pedaleado en aquella turbidez emocional.

Mi relación comenzó a hacerse destructiva, y, una noche, tras una discusión terrible, mi ex sentenció: “tienes dos días para irte”. En cuanto amaneció, salí hacia CU en busca de un departamento; hacia el anochecer, lo encontré. Al día siguiente, la bici comenzó a ser mi aliada. Tenía poco tiempo y dinero para conseguir una mudanza, así que me envalentoné, pues no había agarrado la bici en esta ciudad; me parecía una locura, pero no había de otra, a pedalear. No recuerdo cuántos viajes hice en esa cleta, cargando ropa, trastes y recuerdos, dejando las lágrimas esparcidas en ese camino, pero aferrada al manubrio, así como a la vida.













Débora Herrera Ramírez (Celaya, Guanajuato, 1987). Es nutrióloga de formación, con una especialidad en Nutrición Clínica Pediátrica. Por varios desencuentros con la realidad y comprender que somos más que un conjunto de procesos biológicos, se fue al mundo social, y ahora está enamorada de andar por los caminos de la antropología. Realizó sus estudios de maestría en Antropología en Salud, en la UNAM, y actualmente se encuentra realizando el doctorado en la misma disciplina.


 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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