DOSSIER / junio - julio 2023 / No. 105

Miniautobiografía ciclista


Elizabeth Aguilera



La infancia (5-12 años). Mis primeros pedaleos
Mi niñez, en términos generales, fue complicada: cambios, miedos, gritos, incertidumbre. No obstante, siendo justa, reconozco también que hubo buenos momentos de genuina alegría, de esos que sólo se viven en la niñez. Hoy en día no recuerdo mucho de esa época, pero, hablando de ciclismo, tengo fotos en triciclo desde los cuatro o cinco años. Mis memorias me llevan en bici por los mandados, al parque, a dar la vuelta…. En estas salidas había una sensación de libertad que conservo después de muchos años. Mi bici y yo tuvimos una relación muy cercana, casi podría llamarla mi compañera. Un día, sintiéndome ciclista y acróbata consumada intenté bajar las escaleras de un tercer o cuarto piso con la bici. Recuerdo que descendimos un nivel yo-bicicleta-yo-bicicleta-yo… No sé cómo libramos el descanso, pero terminamos en el suelo. A mí se hizo una cicatriz en la cabeza que todavía conservo y, afortunadamente, a mi bici casi no le pasó nada.

La adolescencia (12-20 años). La primera tragedia
Aunque mi niñez no fue idílica, recuerdo que mi abuela me regaló su sentido de congruencia, tranquilidad y amor incondicional. Fue la mejor organizadora de paseos de contemplación y gozo. Cuando yo tenía 13 años ella se enfermó y, como las desgracias nunca llegan solas, un domingo, mientras estábamos en el hospital, nuestra vivienda se quemó.  Una semana más tarde mi abuelita falleció.

Después de eso: cambio radical de vida. De vivir en un barrio agradable y seguro, pasamos a un barrio bravo. De tener el refugio de mi abuela, a ya no tenerlo. La infancia había terminado. Yo sólo me evadía de todos y de todo escapándome en mi bicicleta.

La primera juventud (20-30 años). La bici de carreras roja
Ya instalados en el barrio y con la certeza de que la vida me había cambiado radicalmente, me aventuré a explorar escenarios desconocidos. Salir en bici era una forma de escapar, de decidir, algo así como ver la nueva película a mi ritmo y en su relato constatar las muchas igualdades y pocas diferencias que nos separan tanto. Observando y viviendo los contrastes, quizá nació mi gusto por la arquitectura y la visión sobre el derecho a la vivienda digna para todos.

En esos rodares conocí a mis primeros amigos: un grupo de jóvenes que tenían mi edad y buenas historias que compartir. Nos vimos casi a diario durante muchos años: sólo para platicar y aplanar la banqueta al atardecer. Después de hacer mi tarea llegaba con los amigos en mi bici de carreras roja. En esos tiempos me desplazaba de acá para allá con la categoría de joven independiente, y rodando esa bicicleta tuve a mi primer novio.

La segunda juventud (30-40 años). El matrimonio y la maternidad
A finales de mis veintes me casé con el que fuera mi mejor amigo de la universidad: un joven que en ese entonces comulgaba con la izquierda, con quien compartía ideas, lecturas y una visión del mundo no tradicional. La bicicleta roja de carreras se perdió en el tiempo. Yo anhelaba una bicicleta nueva, tal era mi deseo que en esa década me compré las dos que ahora tengo pero que casi no usé. Para mí era necesario vivir esa experiencia con el compa, pero como él no estaba interesado terminé por dejarlo de lado. Ahora puedo ver que no realicé algunas cosas muy personales por hacer otras con la tribu. ¿Me arrepiento? Diría que no, así son los caminos. Además, vino la maternidad, que me hizo muy feliz, sólo que con ella también llegaron los miedos, la necesidad de ser más responsable, de proveer de seguridad a mi hija, de ocupar mi tiempo en cosas “útiles”. La contemplación hedonista, es decir, andar en bicicleta, no me correspondía en ese entonces. No sé de dónde surgió esa necesidad forzada de autorrestricción y prevención. Quizá quería construir algo diferente a lo que viví en la infancia. En esta etapa descubrí el barro. Me desahogué haciendo escultura en cerámica de alta temperatura. Y mi tema recurrente: la dualidad.

¿La madurez? los 50: la segunda tragedia y el regreso a la vida ciclista
De esta etapa casi no quiero hablar porque todavía duele y está en construcción. Sólo diré que soy independiente nuevamente y que me reencontré con esa vieja compañera en la que sobre el sillín no soy ni hija, ni esposa, ni madre, ni arquitecta, sólo soy yo. Salir en bicicleta me ayuda a romper mis marcas y miedos. Practico la única competencia que considero genuina: conmigo misma.

Por ahora, mi bici me acompaña uno que otro domingo, de diez a dos, a pasear por la ciudad, a reconocerla en esta otra época y a reconocerme desde otra piel.













Elizabeth M. Aguilera Hernández (Ciudad de México, 1968). Estudiante de la Licenciatura en Arquitectura UNAM y algunos diplomados; Diseño interior en la IBERO, Iluminación Arquitectónica en la UNAM, Diseño trazo y construcción de Jardines, en la IBERO y Diseño de Cerámica Escultórica en la UNAM. Trabajó de manera intermitente —en el sector público— en el diseño de oficinas y —en el privado— en el diseño remodelación y construcción de casas habitación. Actualmente se dedica, entre otras cosas, al diseño y obra privada, y a trabajar la cerámica en su taller particular. Es lectora, escritora y ciclista por placer.


 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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