Categoría V: Femenil 51-60
Anel Pérez
Ya iba en el km 65 o 70 y sentía que la meta era pan comido. Eran mis primeros 80k tras la pandemia y estaba muy contenta. En las carreras me entra una especie de lapsus conductual, una descarga de adrenalina u otra hormona que me pone de un buen humor extremo. Con cierto pudor confieso que me da por gritar ánimos y porras a quienes vamos por la meta. Esto no es privativo de la bici, también en las carreras atléticas me pasa: no poder contenerme y gritar cosas que, ahora que las escribo, acepto que dan pena. “¡Todo derecho hasta la meta!” “¡Sí se puede!” ¡Vamos con todo!” “¡Duro!”. Digamos, un entusiasmo ignominioso.
Y ahí voy pedaleando en el paisaje nublado, concentrada en la cadencia, en sentir mi corazón acelerado, sosteniendo el ritmo del efímero pelotón que nos agrupa en esa larga carretera del Estado de México. Veo a mi lado a un ciclista demasiado joven. Ya lleva un trecho pegado a mí en su Benotto roja. Claramente es la próxima víctima de mi entusiasmo:
—¡Hey, qué bien, un joven como tú dándole duro, acá, pedaleando en lugar de estar crudo o todo desvelado!
—Ps sí.. —responde, volteándome a ver.
—Oye, pues vas súper bien, ¿eh? ¿Y cuántos años tienes, con quién vienes o qué?
—Tengo 17.
—¡17! ¡Cómo crees! No sabía que había categoría juvenil.
—No, no hay. Je, je, la verdad vengo de cachirul al revés. Es que tenía muchas ganas de venir.
Nos reímos mientras vamos pedaleando pegaditos. Le cuento, entre sofocos, que mi hijo viene por primera vez y que en lugar de optar por los 80k decidió hacerlo “completo”, 160k. Hablamos de la edad de mi hijo, que es mayor que él. Me cuenta que se inscribió animado por sus primos veinteañeros y que también vienen su papá y un tío, pero que ellos son más grandes, casi de 50.
—No, pues son jóvenes, imagínate, yo soy categoría 51-60—. Me río, le cuento que es difícil mi edad y que es feo ir subiendo de categoría en categoría al paso de los años. Pedaleamos una subida, sigue junto a mí.
—Qué padre que a tu edad ya estés en carreras, te felicito, no lo dejes.
—No señora, yo la felicito a usted. Está chido que todavía a su edad tenga ganas de pedalear. Yo no sabía que había categoría de señoras ya mayores, pero qué bien, la verdad. Pensé que venían puros hombres. Pero pues mi admiración, ¿eh?
Siento que sus palabras se me entierran como navajas en los muslos. Mi entusiasmo radical sufre una caída libre. “Señoras ya mayores”, repito mentalmente la frase, que se siente como golpe a la cara. Volteo y le sonrío forzadamente, como si agradeciera su comentario. Trato de sostenerle el paso sin que note mi esfuerzo, obligada por la confusa felicitación. Nos deseamos suerte con esa amabilidad en la que convivimos los competidores que vamos con la sola intención de llegar a la meta. Él se separa para darle con más fuerza, como es natural a su edad. Yo veo cómo se aleja. Nuestra diferencia de edad se marca por metros.
Me quedo pedaleando sola. Dejo de hacerle a la porrista. Pienso en el joven, pienso en mí. Siento mi edad. Hago la cuenta de los años que le llevo. De inmediato cae sobre mí la imagen de mi padre, guerrero defensor del esfuerzo que me enseñó a andar en bici por las buenas y con quien íbamos los domingos a rodar de no tan buenas. De él heredé este ánimo por competir.
En los años 70, mi papá conoció a Luigi Casola, un italiano que había competido en el Giro de Italia y tenía una famosa tienda de ciclismo frente a la heladería Chiandoni, también de italianos, en la Colonia Nápoles. Ahí, mi papá compró bicis Campagnolo para toda la familia, incluyendo una para mi mamá, con un diseño especial para mujeres. Fue la primera vez que vi y manejé una “bici de carreras”, como le decíamos entonces. Recuerdo que me parecía absolutamente riesgoso retirar la mano del volante, seguir pedaleando y bajarla a los cambios que estaban en el cuadro, unas palanquitas metálicas que se movían para adelante y para atrás.
Mi papá sufría del mismo síntoma del porrista incómodo. “Eso, vas muy bien, sigue pedaleando, ahí viene la subida y vas a poder perfectamente bien”. Qué molesto era escuchar eso cuando era evidente que no estaba pudiendo perfectamente bien. Esa subida, lo recuerdo con dolor de muslos, era sobre la avenida de los Insurgentes, rumbo a Periférico. Luigi Casola fundó una ruta que luego se hizo clásica y se llamó “Paseo del gato”: salía de su tienda, tomaba Insurgentes y en Periférico enfilaba hacia el sur, hasta la glorieta de Vaqueritos. Nosotros no hacíamos la ruta completa, éramos nuevos en el ciclismo. Rodábamos en pants, no existían mallas de bici, ni cascos ni guantes, mucho menos el drifit. Salíamos de una placita comercial llamada El Relox y el plan era rodar hasta el Periférico, a punta de las falsas porras de mi papá, a quien yo miraba con mucha admiración y con un poco de recelo porque no había de otra. Era plan familiar dominguero y había de dos: pedalear o rodar. El furor duró uno o dos años, mi mamá fue la primera en renunciar a la bici, lo suyo era el volibol.
Más tarde, en mis veintitantos, retomé la bicicleta porque tenía un novio de familia de triatletas y los planes románticos incluían rodar, nadar, correr, competir, lo cual me era familiar. Entonces descubrí que rodar a los 20 era toda una experiencia de libertad, de amistad y de poder, literalmente de la palabra poder, en el sentido de que podía, podíamos, se podía. Pude por primera vez subir el camino a Los Dinamos y al Ajusco, en un alucine de vistas preciosas a los bosques del sur de la ciudad. En esa época volví a hacer el Paseo del gato, ahora sí completo, con casco, con guantes y todavía sin drifit.
Para ser sincera, yo llevaba a mi papá interiorizado, con sus porras molestas pero útiles, con el mito de la famosa “ley del segundo esfuerzo” y con esa claridad de mi distancia con la edad de mi padre, de la lejanía de mi infancia, de la nueva ciudad. Esa etapa de fuerza, esa sensación de ser imparable al volante duró unos años. Luego llegaron mis embarazos, las lactancias; un proceso en el que nos convertimos en guías de los nuevos triciclistas y ciclistas de 60 a 80 centímetros, con rueditas y todo. Volvieron las visitas a CU, los “Ya vas sola, sí se puede”, “¡Pedalea, ya le agarraste!”. Entendí la emoción enorme que es ver la cara de un niño manejando una bici solo por primera vez. Una ternura infinita.
Y 20 años después ahí estaba yo, casi llegando a la meta de los 80k, feliz de saber que mi hijo iba rodando muy delante de mí y de mi hermano, también cincuentón, que compartió la carretera conmigo como aquella avenida Insurgentes de nuestra infancia. Ya quedaban unos 10k para la meta. Me entusiasmo. Pedaleo al máximo, pienso en cuánto ayudan los gelecitos de proteínas, en que mi bloqueador solar sí funciona, que acerté con ibuprofeno a la mitad de la carrera, que estuvo bien no haberme desvelado… y me río sola de mis pensamientos. Sí, es cierto, soy una señora mayor, soy categoría femenil 51- 60. No sé por qué sigo rodando, compartiendo la bici en familia, cansada, respirando forzado, sudando, agitada, gastando un dineral en estas carreras y, encima, con el ridículo de ir echando porras.
Veo la meta. Sonrío de gusto y de emoción. Ya hay gente en los laterales. Y grito a todo pulmón mi propia porra: “¡Sí se puede y sí se pudo, ya llegué!”. Alzo las manos al entrar por el arco de meta, el público contesta con aplausos automáticos. Nos bajamos de las bicis. Se forman las filas para recibir la añorada medalla, un plátano y una bebida de electrolitos. Después entramos a la zona de recuperación y convivencia. Parece una fiesta. Hay música, stands que regalan o venden comida, cosas de ciclismo, bebidas. Y justo ahí, entre toda esa gente, veo al chavo de 17 años esperando a su papá. Nos reconocemos con mucha alegría.
—¡Ya llegó, señora, felicidades! me dice con una enorme y fresca sonrisa.
Yo no sé si reír o llorar. Pero le contesto que lo felicito yo a él, tan joven y ya con esa medalla colgada al cuello. Y agrego:
—Cuéntale a tu papá que le ganó una señora mayor, de la Categoría V, y dile de mi parte que lo felicito y que no estamos tan viejitos.