cuento / diciembre 2023 - enero 2024 / No. 108

La orilla
Quién diría que la estación de metro podría llegar a ser tan acogedora, a pesar de la clara dominación de los colores grises y aburridos, y ese extraño olor, incómodo al sentido del olfato. No hace ni calor ni frío. La gente pasa a tu alrededor, pero nadie se fija en ti. Eres totalmente invisible, algo que en el fondo te reencanta, ya que eso significa que no tienes que demostrarle nada a nadie. Piensas en quedarte a vivir por ahí, entre las vías. Podrías tranquilamente quedarte en uno de los vagones hasta que haya terminado su travesía diaria, y dormirte después de que las luces se hayan apagado.

Podrías explorar todo Nueva York sin problemas, cada una de las estaciones sería tu hogar, tu casita. Tendrías la privilegiada perspectiva de la ciudad que nunca duerme que muy pocos podrían llegar a tener, ya que el subterráneo acepta a todo personaje, y trata a todos exactamente de la misma manera. Verías lo peor y lo mejor de la gente. Piénsalo: podrías simplemente sentarte en una esquina y observar los pasos efímeros de la gente, preguntarte sus historias, divertirte creando escenarios imaginarios sobre aquel hombre de traje que trota rápidamente para no perder el tren, o aquella viejita medio loca que trae un carrito lleno de chucherías. Te sorprenderías con la cantidad de cosas que puedes aprender del comportamiento humano con tan sólo observarlo. Y si se te duermen las piernas, o te cansas de estar en un mismo lugar, no tienes que hacer nada más que levantarte y tomar el siguiente tren que te llevará a ninguna parte. Un ritual repetitivo, pero cambiante a la vez. 

Haces un recuento de las cosas que traes contigo. Tu celular, tu cámara cargada de fotos de los lugares más turísticos de la ciudad, dólares con los cuales no te duele comprar cosas hasta que haces la conversión a la moneda nacional, un poco de mariguana que conseguiste ilegalmente, porque todavía no eres mayor de edad en territorio americano. Tu cuaderno atiborrado de sonetos de locura y depresión extrema, oculto y a salvo del mundo exterior. Sabes que esto es más que suficiente para sobrevivir los alrededores neoyorquinos. 

En la espera del siguiente tren (te perdiste el pasado por quedarte escuchando a un hombre cantar con su hijito a cambio de propinas), te fijas en las vías, te llegan a la mente las precauciones que Kathy te hizo sobre no quedarte tan cerca de la orilla, quién sabe que locos hay por ahí. “Fíjate que hace una semana aventaron a una chica, igualita a ti, y, ¡ay no!, que se nos muere. Tú quédate a la orilla y cuídate mucho, que la ciudad está llena de locos”. Te ríes internamente, alrededor de ti sólo está una pareja de ancianos asiáticos, obviamente turistas, que se ven más perdidos que una bosta. Piensas en ayudarlos, pero tú más que nadie sabes que la primera regla para sobrevivir en esta ciudad de asfalto es nunca bajar la guardia, no confiar nunca en nadie. 

En un intento de crear adrenalina entre tus venas, te acercas más y más a la orilla. El corazón se te acelera un poco, tu sangre se siente viva, tú te sientes viva porque estás en la puta capital del mundo. Nada te puede detener. Has sobrevivido a todos esos lunáticos que, te han advertido, están por todos lados, pero tú no los has visto. Probablemente porque hay algo lunático dentro de ti también, por lo que te cuesta reconocerlo como un peligro desconocido. No obstante, tu serenidad te detiene de saltar, puede que seas adicta a la adrenalina pero te faltan cojones para ser suicida. Antes de retroceder hacia la pared (más que nada porque quieres recargar tu espalda, y no debido a los consejos de Kathy), ves algo moverse entre las vías. Te llega la curiosidad, tan emblemática de tu libre espíritu, y pones determinada atención a ese movimiento raro entre las vías de hierro.

Te das cuenta de que lo que ves no es más que una rata, de tamaño mediano y pelaje grisáceo. Sigue corriendo entre las vías hasta perderse entre la oscuridad del subterráneo neoyorquino. Te sientes incómoda, pero sabes que no es debido al estigma que la sociedad tiene de las ratas. Hace mucho te diste cuenta de que la sociedad es muy hipócrita respecto al aprecio o asco que asigna a cada tipo de animal. No, hay algo más. Juegas con el sentimiento, tratando de encontrar su origen, lo usas como pretexto para pasar el tiempo en lo que esperas el siguiente tren. Te preguntas: ¿por qué esta puta rata te hace sentir tan incómoda? ¿Por qué te llamó tanto la atención? ¿Qué tiene ella que no tengas tú?

Y de repente, boom, te das cuenta.

Ese deseo loco que tuviste hace unos momentos, el de vivir como una fantasma en el sistema de metro de Nueva York, ya te lo habían ganado incluso antes de que te pusieras a pensarlo. Irónicamente, esa rata ha conseguido lo que anhelabas en secreto. Quién diría que un animal tan despreciado por la sociedad es en realidad mucho más libre que la mayoría de la gente que tú conoces, tú misma incluida. Libre de responsabilidades y de putas expectativas. Te preguntas, si un genio te diera la oportunidad de cambiar cuerpos con esa rata, ¿lo harías? Te sorprenderías con la respuesta, querida.

El ruido del siguiente tren llegando a la estación de Baychester te devuelve a la realidad y, por un momento, los pensamientos cesan. Te preocupas por entrar al vagón y conseguir un buen asiento. No pasa nada, está relativamente vacío. La pareja de ancianos duda por unos momentos entre subirse o no, pero en el último instante deciden seguir tus pasos. El tren tarda un poco en echar a andar, pero tú estás más que acostumbrada al retraso ocasionado por los hombres de traje corriendo y deteniendo las puertas de los vagones. 

Las dudas vuelven tan pronto el tren comienza a andar. Te sorprendes de la intensidad con la que lo hacen. Mientras el tren sale a la superficie y te permite ver la sociedad neoyorquina en su pleno apogeo, te das cuenta de que tanto tú como esa rata, son bastante incomprendidas por la sociedad moderna. Nadie podría entender por qué, sin pensarlo, te convertirías en esa rata con gusto. Siendo una rata podrías ser feliz con absolutamente nada, y justo por eso lo tendrías todo. Disfrutarías tu corta vida recorriendo el resto de la gran manzana, riéndote internamente, espantando a las asustadizas mujeres a tu alrededor. Nadie esperaría nada de ti, ni estarían sorprendidos con los logros o derrotas en tu vida. 

El tren se detiene en la siguiente estación. Y en la siguiente, y en otra más. Los anuncios previamente grabados son tu única compañía constante. La gente va y viene, así como en la vida. Te ríes de esa metáfora y piensas que probablemente ya esté escrita en el post de Instagram de alguna chica básica, probablemente posando en Times Square con un café de Starbucks en la mano. Y te das cuenta de que tú eres esa chica, y que si escribieras que te gustaría ser una rata viviendo en el subterráneo probablemente no conseguirías tantos likes. Te das cuenta de que dentro de ese saco de cien dólares ocultado por el delineador en tus ojos, hay algo que no cuadra. Piensas qué tan encerrada te has sentido últimamente, cegada frente a la sociedad superficial. Has dejado que la gente dicte tu personalidad, tus gustos y tus objetivos; te has convertido en el personaje que todos quieren que seas o esperan de ti. No tienes ni la puta idea de quién eres. Hace mucho que no lo sabes, te has olvidado ya. Y no ha sido sino hasta hoy, que te has visto reflejada en esa rata, que lo entiendes. Lo entiendes por fin.

Tan ensimismada estabas en tus pensamientos que te tardas un rato en darte cuenta de que tomaste el tren equivocado, y cada vez te alejas más de dónde querías ir. Pero eso ya no te importa. Tomas el error no como una señal del destino, sino como tu subconsciente diciéndote qué es lo que verdaderamente quieres. Echas un último vistazo a las ventanas del vagón. El puente de Brooklyn te devuelve la sonrisa, creada por el contraste entre su hierro y el cuerpo de agua que rodea Nueva York. Te bajas del tren en una estación al azar y decides vagar alrededor, por primera vez sin expectativas desgarrándote la espalda.

El momento de vivir libremente por fin ha llegado. 

  
Ximena Gordillo Cruz (Ciudad de México, 2001). Estudia Antropología y Escritura Creativa en la UBC. Es parte del periódico estudiantil The Ubyssey, donde publica artículos. A los 17 años se ganó una beca otorgada por UWC México para terminar la preparatoria en Tanzania. Ha publicado en la Antología Paper ShellJournal That’s What (We) Said y en The Phoenix News.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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