cuento / diciembre 2023 - enero 2024 / No. 108

Terra incognita


Mauro Barea


Nos vimos a los ojos, rodeados por la oscuridad y conectados por el ridículo haz de la linterna. Mi corazón, bajo la metralla de la sangre, era un pistón de increíbles vaivenes. El enorme gato ronroneaba y serpenteaba la cola en movimientos hipnóticos. Amarillo, moteado de negro, deslizaba sus patas sobre la arena, a unos metros de mi hamaca; no se me acercaba, pero tampoco daba un paso atrás. Entonces, en un arrebato propio del instinto prehistórico, descubrí que me estaba cercando. Emilio me tocó el hombro con suavidad, haciendo que me paralizara de terror. Se agachó a mi lado. No llevaba su escopeta ni su machete y eso me indicó que iba a morir en las garras de la fiera. "No se mueva, mi jefe. Es un balam y te está conociendo". Sus palabras emergían de las palmeras, y reverberaban en las negras bocas de las olas estrellándose en la playa.

Todo había sucedido repentinamente una semana antes. La Dependencia giró una orden y resultó que tenía que ir con Bustos en una tarea de exploración a los confines de la nación. "Es el Caribe", nos dijo el secretario con una sonrisa complaciente. Nos íbamos por encargo del Banco de México para recopilar datos. Cuatro días para reconocer el paisaje, las playas, la costa, el clima. Un viaje de "primeras perspectivas", citando textualmente al secretario. El Banco me quería a mí y a Bustos para elaborar un informe. Ese informe lo verían personas importantes. Escuchaba al secretario sin parpadear, pero apenas podía entender. Fue hasta que preguntó "¿Puedo confiar en usted para esta tarea?" cuando reaccioné con un revés de tenista profesional, "Pues dígame a qué hora sale el camión". El secretario rió y me extendió una carpeta. "No seas pendejo, Anaya. Para ir allá, solo en avioneta". Y eso fue todo. Hallé a Bustos algo afectado por la repentina misión; no quería ir, pero al final terminó acatando la orden.

No tuve en cuenta las palabras del secretario hasta que esa mañana nos montamos en la avioneta y partimos del aeropuerto civil. Era la primera vez que volaba, y sentí un vacío terrible en el estómago cuando la aeronave despegó las llantas del suelo. Bustos se divertía con mis reacciones, el hijo de la chingada. La mancha urbana allá abajo me impresionó; la Ciudad de México y sus volcanes nevados difuminándose en las nubes me impulsaron a oprimir el obturador de la Nikon varias veces. Pronto me acostumbré a las alturas, me animé al ver el Pico de Orizaba y la línea de costa que tampoco había visto nunca. Cuando el golfo de México se abrió frente a nosotros Bustos ya roncaba en su asiento, con el sombrero sobre la cara.

Empezamos el descenso. El calor aumentaba y me di cuenta de ello cuando las primeras gotas de sudor resbalaron por mi frente. Las nubes se apartaron y vi la costa, el Caribe. ¿Eso es México?, me pregunté. Viviendo en la gran urbe, no podía entender que aquellas playas remarcadas por una línea blanquísima delimitando aguas de colores azules y verdes fuesen México. "¿Ve la isla en forma de pez? Es Isla Mujeres. Ahí vamos a aterrizar", dijo el piloto. Una pequeña pista de tierra dio paso a la avioneta y aterrizamos, no sin una buena zarandeada. Bustos se abanicaba con su sombrero, maldiciendo. Transpirábamos terriblemente. Cuando el piloto al fin abrió la portezuela, el calor nos golpeó directo a la cara. Era mediodía y el sol incendiaba la tierra sin misericordia. A pesar del calor, Bustos mantuvo la dignidad y no se quitó ni el saco ni la corbata, una de rayas bastante fea. El delegado de aquel pueblo ya nos esperaba en el aeródromo hecho de zacate y palos, un maya moreno de nariz aguileña y afilada, de baja estatura. Vestía una guayabera y pantalones de manta y calzaba unos huaraches de cuero. "Nos saludó efusivamente y, con un acento bastante peculiar, se presentó como Fulgencio N". Lo saludé con torpeza, pues el calor me hacía ver doble. Bustos le hizo una mueca de oculto desprecio. Tras la breve presentación nos llevó en un auto que parecía una carroza oxidada a las oficinas de gobierno de la isla, donde tenía su despacho. En el trayecto Bustos dejó las formalidades, el saco y la corbata finalmente desaparecieron. "Como estarán allá enfrente unos cuatro días, les recomiendo llevar malatión para los moscos". "¿No nos pueden llevar y traer diario?", preguntó Bustos de mala gana. "Nuestras órdenes son ésas. Tienen que pasar la noche allí, mi lic", concluyó el delegado, desbaratando cualquier reproche de Bustos.

Fulgencio nos instaló en el hotel de Lima, un viejo por demás agradable. Había sido diputado en los cuarenta y conocía muy bien la capital. Nuestros ánimos regresaron mientras nos deleitaba con sus anécdotas con el general Cárdenas y tomábamos la cerveza helada con un ceviche de caracol que jamás había probado. Terminamos la noche escuchando salsa cubana de un tocadiscos que el viejo tenía en el lobby.

Fulgencio, madrugador como un gallo, nos esperaba fuera del hotel para llevarnos al muelle. Desperté a Bustos y nos vestimos de mala gana. No vi más al viejo Lima. El sol apenas daba atisbos de salir y la resaca por las cervezas de anoche raspaba mi cerebro. En el muelle aguardaba un hombre moreno como Fulgencio, de manos grandes y vistiendo sólo un pantalón de manta. Sonrió al vernos. "Emilio Maldonado será su guía allá enfrente. Cualquier cosa que necesiten, con él. Se las sabe de todas, todas. Nos vemos el viernes". Fue lo último que dijo el delegado, y se despidió sin más. Bustos no reprimió una mirada de sorpresa como diciendo "¿Sólo éste?". Emilio Maldonado nos miraba con un deje de burla, quizá no malintencionada, pero que dejaba ver que no pertenecíamos a aquel lugar. "Yo les recomendaría quitarse los zapatos y quedarse en camiseta" fue lo único que dijo antes de subir a su lancha llena de redes, cañas rudimentarias y un tipo de cajas de madera hechas con bejucos. Bustos reñía con su propia maleta mientras temblaba, tenso, al subir a la barcaza. Por fin nos pusimos en marcha. El motor, viejísimo, tosía como una motocicleta y así nos fuimos acercando al continente. "Saca la cámara, ¿no?" me recriminó Bustos. La ajusté a tiempo para fotografiar unas tortugas que nadaban a nuestro lado, asomando los morros a la superficie y aspirando el aire en tenues burbujeos. Nos acercamos a una muralla de duna costera, blanca y brillante. Siempre que miraba las fotos de Acapulco y Veracruz, identificaba a la arena como algo terroso y café. Pero, como indicaba el plano, aquello era un arco hecho casi en su totalidad de concha triturada y moldeada al paso de miles de años.

Desembarcamos en una playa kilométrica y brillante, con una fila interminable de cocoteros que, como centinelas verdes, ondulaban sus palmas ante la débil brisa. La arena era finísima y no quemaba, una sensación que mis pies desnudos recibieron de buena gana. Subimos por la duna, y me di cuenta de que Emilio nos había traído a uno de los vértices de aquella isla arenosa y serpenteante. No nos alcanzaba la vista para demarcar la playa turquesa, cristalina. "Adentro hay una lagunita donde se pesca camarón y langosta, pero también hay mucho cocodrilo. Aquí ando pa' lo que necesiten", concluyó Maldonado con la misma sonrisa encubierta.

Bustos sacó de su maletín las herramientas de medición. Continué fotografiando y reconociendo el terreno. Seguía sin creer que aquello fuese México, el de la capital ruidosa, sierras polvorientas y pueblos miserables perdidos en el desierto pedregoso. Cuando el sol pegaba desde lo más alto, nos arrimamos a la sombra de una palmera a descansar. Emilio salió de la maleza con un rifle al hombro, cargando unos cocos verdes, enormes. Cortó la cáscara hábilmente con su machete y nos dio uno a cada uno. "Procuren no tomar mucha", advirtió, "Da pirix ta', cagalera". Reímos de buena gana. Partió los cocos a la mitad y comimos su pulpa con avidez.

Seguimos nuestra caminata por la lengua de arena. Las sombras de las palmeras se inclinaban y el rigor de la tarde se soportaba bien con la brisa, inalterable. "¡Miren, jefes, miren!", nos llamó Emilio, con su sonrisa característica, agitando las manos. Mientras nos acercábamos, vi tras una de las incontables dunas algo que revolvía la arena con frenesí, levantándola en remolinos que el viento dispersaba. Una tortuga gigantesca usaba sus aletas como palas flexibles. Bustos murmuró respetuosamente, como si estuviese en una misa de domingo "Va a poner huevos, qué cabrón, qué cabrón". "Esmeralda me visita todos los años, en el mismo sitio lo hace", dijo Maldonado. "¿Esmeralda?", pregunté, sin entender del todo. "Sí, le marqué el carapacho y así sé que es ella, nunca me falla. Han tenido suerte, jefes", dijo con asombrosa ternura, acariciando al animal con su manaza, susurrándole. Bustos me volteó a ver como diciendo "este indio está loco de remate", pero en efecto, al acercarnos, descubrimos una pequeña "E" grabada en el caparazón. Nuestra nueva amiga continuó, imperturbable, la tarea de hacer un nido para sus futuras crías, sin prestarnos mayor atención. Nos alejamos en completo silencio.

Llegamos al campamento de Emilio, una sencilla palapa hecha de palos con zacate. Llevó tres pescados que destripó en seguida, y nos pidió que juntáramos unas piedras para poder asarlos. Sacó sal y los embadurnó de una mixtura roja con jugo de limón, como condimento. El pescado fue otra sorpresa para mi paladar; no podía creerlo, yo comiendo a la orilla de la playa junto a una fogata. A Bustos inclusive le había cambiado el carácter y se le veía más alegre. Emilio nos convidó un anisado dulzón para el "desempance" y que el ingeniero tomó no sin unas muecas de extrañeza. Al segundo o tercer vaso ya no hubo muecas.

Cuando el sol se ocultó, auténticas nubes de moscos y tábanos salieron de la nada y nos atizaron con una rapidez formidable. Cuando sacábamos el malatión, Emilio señaló el insecticida "Esa madre no sirve, jefes". Entonces, con toda calma, juntó cáscaras de coco seco y les prendió fuego. "Vénganse pa' acá, mientras pasa la hora buena". Sin pensarlo, dejamos que nos envolviera el humo blanco de los cocos. Los ejércitos aéreos zumbaban con furia a nuestro alrededor sin acercarse, era como magia. Al poco rato los insectos desaparecieron tan repentinamente como llegaron y nos apartamos del ahumadero. Sentía los ojos ardientes y la garganta rasposa. Una que otra roncha daba cuenta de la escaramuza.

Fue una de las noches más extrañas de mi vida. Teníamos el polvo galáctico y luminoso esparcido en la bóveda celeste como única luz, además de la pequeña hoguera de Emilio. Me sentí de momento en una isla desierta, en el fin del mundo, si cabía la expresión. México se antojaba un país lejano desde ahí. ¿Cómo esperaba construir el Banco y el gobierno una ciudad de la nada, ahí, lejos de todo? Sonaba a locura. Por más que intentaba visualizar los edificios hoteleros apilados a la orilla de la duna y los campos de golf detrás, no podía. "Esto no puede compararse con ningún otro lugar del país" dijo inopinadamente Bustos, sacándome de mi ensimismamiento. "¿Sabes lo que es el Turismo?". "Viajar, conocer lugares, monumentos", le respondí en automático. "Y venir a pasar días tirado en un paraíso como éste, Anaya. Porque eso es lo que es este lugar, muy en el fondo lo es". Recordé que era un viaje de "primeras perspectivas". Y la primera perspectiva que comentaba Bustos era, en efecto, una postal perfecta. Yo sabía de planos, tuberías y edificios, pero nada de cómo empotrarlos en sitios así de aislados.

Emilio trajo unas hamacas, y me dio un sobresalto al descubrir que dormiríamos a la intemperie. "No pasa nada, jefes, los animales no se acercan, y cuando lo hacen, al menor movimiento tiran pa'l monte". Bustos se encogió de hombros, borracho e insolado, con la cara rojísima: "Pues lo que se vaya a empeñar que se venda de una vez, Anaya".

Entre cabezadas y el cansancio del día me fui desconectando de la realidad. Las olas estrellándose en la playa me arrullaron. Entonces un ruido de maleza me devolvió a la superficie. Abrí los ojos y no atreví a mover un músculo. Todavía estaba oscuro, y entre el ruido de pisadas identifiqué algo como ronquidos. Saqué una pequeña linterna del bolsillo de mi pantalón y apunté a una de las dunas. Fue ahí donde me encontré cara a cara con el felino. Pensé en un leopardo por las manchas negras sobre el pelaje amarillo; era enorme y daba un aspecto respetable. Entonces escuché la voz tranquila de Emilio diciéndome que me estaba conociendo. Tras unos instantes, los más angustiosos de mi vida, el animal perdió el interés en nosotros y se alejó por la costa, campante, dueño absoluto de aquel lugar. Bustos, perdido en el sueño, jamás se enteró de nada.

El amanecer fue una redención, algo casi religioso: el sol emergiendo del Caribe, sus rayos horadando las nubes, la brisa peinando las dunas. Los días restantes nos dedicamos a las mediciones y al reconocimiento del terreno. Vi cocodrilos en la laguna que Emilio llamaba boca de Nichupté. Los manglares, auténticos laberintos naturales, emergían de las cristalinas y mansas aguas de la laguna, reflejando mundos adyacentes debajo de nuestras pisadas. Vi aletas triangulares deslizándose no muy lejos de la costa. "Esos no muerden, a menos que uno se acerque a las crías", decía confiado Emilio, con su sonrisa perpetua. A partir de ese momento, Bustos no volvió a meterse al mar y se centró de mala gana en el trabajo de las mediciones. Parvadas de loros, tucanes y muchísimos más pájaros volaban a toda hora sobre nuestras cabezas y a veces hacían un ruido impresionante. Tomé apuntes en mi libreta y saqué más fotos.

"Acá habrá que rellenar, Anaya, no hay de otra" dijo Bustos, sacándome de una de las tantas visiones que me acometían al ver las lanchas deslizándose sobre la laguna, llevando copra y pescado. "¿Rellenar?", le pregunté, incrédulo. "A huevo, este brazo de arena es muy delgado, apenas cabría un carril de avenida". ¿Avenida? ¿Hablas de asfalto? ¿Concreto, Bustos? Me hallé escandalizado de sólo pensarlo. No podía creer que me preguntara eso como constructor, era más que obvio. Hice los cálculos, y en efecto, tendría que engrosarse una gran parte del brazo de duna. Quizá con pilotes, ya que la laguna tenía cierta profundidad. Le pasé los cálculos a Bustos, revisó los datos, y asintió con un gruñido.

Al tercer día cayó una tromba descomunal, casi de la nada. Viento, lluvia y nubes negras se aporrearon contra las palmeras, doblándolas sin misericordia. Bustos se sobresaltaba como un niño con los rayos cercanos; el viento ululante cimbraba con fuerza la palapa de Emilio. La tormenta duró una media hora, y casi en seguida, el sol salió en todo su esplendor; estábamos desconcertados y empapados hasta los huesos. "Suele pasar, jefes" dijo nuestro guía.

Pasaron los cuatro días y nos despedimos de Emilio Maldonado. Nos regaló "recuerditos": conchas y caracolas del tamaño de sandías. Cuando lo saludé por última vez, una sonrisa torcida asomó por un instante en sus facciones toscas y bronceadas. Me estremecí al descubrir que eran de una triste y demoledora premonición. "Mi papá y yo plantamos casi todos los cocoteros que ves". Fue todo lo que dijo.

Fulgencio nos recibió en el muelle de Isla Mujeres. Le regresó con descaro la mueca que Bustos le había lanzado al recibirnos el primer día, viendo nuestro aspecto de viejos náufragos y las caras quemadas por el sol. "¿Cómo les fue, lic, todo bien?", preguntó a Bustos. "De su puta madre", masculló entre dientes, fulminándolo con la mirada. Comenté por cortesía que teníamos lo que necesitábamos y apuradamente le di las gracias.

Estas notas, como bien supongo, no se publicarán. Si acaso en cincuenta o cien años, cuando ya haya envejecido lo suficiente, o quizá muerto, y no tenga que sufrir burlas y represalias de mis superiores por rojo, romántico, qué sé yo. ¿Se haría el desarrollo? ¿Funcionaría? Y la pregunta que taladra mis sienes: ¿me gustaría verlo funcionando? Mientras regresamos en la avioneta a la capital, pienso en la tortuga Esmeralda haciendo su nido y en los brazos fibrosos y morenos de Emilio acunando a su amante secreta, ayudándole a palear la arena que caía y caía con los siglos en esa misma duna. Me pregunto quién tendría el valor de habitar semejante lugar, quién tendría los arrojos de arrebatarle eso a lo primitivo. ¿Solo el tiempo lo dirá? ¿El gobierno, los banqueros? Bustos anota y anota como poseído en la libreta, bosqueja y dibuja líneas, una suerte de sietes sobre el cuadriculado: un puente aquí, una aeropista más allá, todo con el nombre Kaankun en el margen. Entonces, justo cuando escribo estas últimas líneas siento un estremecimiento en la baja espalda, un escalofrío indicándome que sólo somos unos mensajeros para Emilio, Esmeralda, y todo lo que habíamos visto en Kaankun. Heraldos de un país que progresaba y que caería sobre ellos muy pronto y sin misericordia; como los insectos y la tromba que habían surgido de la nada; como el jaguar cercándome sin decidirse a atacar, dueño por un momento, de mi destino. Y no había más que presenciarlo. Los ojos de Emilio me lo habían dicho todo: en sus pupilas navegaba la premonición de lo inevitable, donde él y sus cocoteros y su tortuga caerían sin remedio en el sueño del olvido, como todo lo que he escrito de este viaje.

  
Mauro Barea (Cancún, 1981). Narrador y ensayista. Fue articulista para la revista Pioneros, publicación historiográfica de Quintana Roo (2011-2015). Ganador del Premio de Narrativa Breve del Certamen Jóvenes Creadores 2017. Fue incluido en Sureste, antología de cuento contemporáneo de la península (Ficticia, 2017). Gaceta del Pensamiento le publicó una antología propia de cuento: El gato sobre el féretro (2018). En 2019 publicó su novela Terra incognita (Tandaia) sobre Gonzalo Guerrero y la conquista de Yucatán. Actualmente colabora en las revistas Bitácora de vuelos y Carátula. Su novela Kolymá (2022) fue distinguida con mención honorífica en el 19 Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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