—¡Él me quitó mi San Judas! —repitió cuatro veces, en medio del llanto, un hombre escoltado por tres policías dentro del metro Indios Verdes, en una tarde de calor bochornoso. Forcejeaba mientas permanecía sujeto de pies y manos por los uniformados. Veinte segundos antes, bajaban de los andenes por las primeras escaleras contiguas a los torniquetes de entrada. La resistencia de aquel tipo ante la autoridad daba como resultado un descenso a tropezones y jaloneos, pues no cedía ante la fuerza del trío vestido de azul marino. —Ella se me murió, ella se me murió... —gemía en un tono de dolor. En esa ocasión, él llevaba puesto un pantalón de mezclilla oscuro y una playera desgastada por el sol de varios años. Su cabellera asemejaba una cascada detenida por el tiempo, donde se formaban triángulos de mechones tiesos. —¡No le pegues, no lo trates como animal! —ordenaba una anciana de babero floreado y bolsa de mandado a la autoridad. La gente que introducía su boleto y caminaba unos pasos, se paraba para ver la bronca. Un adolescente alto, rodeado por una multitud de casi treinta individuos, sacó su celular para filmar aquellas escenas de acción policíaca que tenía enfrente. —¡Él me quitó mi San Judas! —soltó la primera acusación el detenido, señalando a uno de los gendarmes que lo trataba de dominar, doblándole los brazos hacia lo más alto de la espalda. Los otros dos levantaban sus piernas para cargarlo y conducirlo fuera de las instalaciones. —¡Suéltenlo! —los gritos de las personas que pasaban empezaron a exigir en coro— ¡No lo maltraten! ¡Ya déjenlo, pinches policías culeros! —¡Él me quitó mi San Judas! —sentenció al caer sobre el piso recién pulido y su dedo índice apuntó a uno de sus captores, aquel de complexión robusta, que le ganaba con diez o más centímetros de estatura y no tenía la barriga con la que él contaba. —¡Ya, no mamen! ¿No que aquí no discriminan a los pobres? ¡Déjenlo ir! —le reviró un sujeto que había presenciado lo ocurrido allá arriba, en los andenes, a los encargados de la seguridad, que en ese momento se levantaban y ponían en pie al capturado. —¡Miren, él también me está jalando! —se justificaba el policía acusado, sujeto del cuello de su playera blanca por el supuesto delincuente. Enardecido, con la cara roja de coraje, el guardia se tiró sobre el detenido y le puso la rodilla sobre el cogote. Los gritos de injuria de los testigos aumentaron, pero nadie hacía nada por separarlos. —¡No la chinguen, cabrones! —¡Déjenlo, montoneros! —¡Él me quitó mi San Judas! —volvió a reclamar el hombre cuando tuvo fuerzas para hacerlo. Su mochila, donde tenía la preciada figura religiosa, le fue entregada para calmar su pesar y rebeldía. Mas continuó con la revuelta para quitarse las manos que lo aprisionaban. Una pareja de muchachos vestidos de civiles llegó a separarlos, parecían usuarios que trataban de ayudar, conduciendo al detenido hacia una de las salidas. Los de uniforme azul se quedaron confundidos. “¿Dónde quedó mi gorra?”, preguntaba preocupado uno de ellos. —¡Él me quitó mi San Judas! —resonó por última vez en el pasillo. —Tranquilo, ya te van a echar la mano —le decían los testigos al dispersarse. Una joven que no se había atrevido a entrar al metro, al recordar las palabras que escuchó: “Me dio mucho miedo, creo que se quería matar”, dijo mientras aquel hombre se alejaba, protegiendo a su San Judas y apretando su mochila entre los brazos.
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