Comer como un acto reflejo. Levantar el cubierto en dirección a la boca, no llevar la boca al plato. Eso no es adecuado, hay que revalidar la educación. Didier lo decía al menos una vez por día. Esas cosas se te quedan grabadas aunque no parezcan ser algo de importancia. Didier lo decía para decir algo, así era por lo general, frases que servían para encriptarse en la memoria y salir después, en el momento que menos lo pensabas. A veces creía que la única intención de él era crear una perspectiva subliminal del comportamiento. Así era él: asustarse con lo normal, el día a día, con una reliquia almacenada en la cabeza.

cuento-doppelganger-foto-sp.jpgParecía difícil para nosotros; él, en cambio, solía encontrar esas respuestas que presumíamos no eran importantes, pero escondían todo un proceso que se manifestaba en tardes enteras de pensarlo, sin necesidad de hacerlo. El hombre que pierde dos dedos al cortar un tomate. El movimiento brusco, el filo de la hoja resbalando de la superficie aceitosa hasta que de un solo golpe el índice y parte del pulgar salen disparados. El resto parecía tomado de una película gore. Una gran cantidad de vasos sanguíneos transformando al mesón de la cocina en una cubierta roja. Didier era particularmente frívolo cuando nos decía estas cosas. Lo hacía para llamar la atención, nadie se quedaba con dudas.

—Ayer vi a mi doble —dijo una tarde.

Durante tres días no lo vi. Era otra persona. Se me acercó y me contó la historia del hombre que cortó su pie para no caminar más. Decía que le dolía la mano derecha. Días después se la cortaría. “No quiero estar repetido”, me dijo cuando llegué a visitarlo. Antes me tomó de la mano y me llevó a la terraza del edificio. Iba a morir, debía hacerlo porque lo había visto. Un doble en una ciudad es imposible. Era imposible, la evidencia de que dos iguales no podrían permanecer en el mismo lugar. El doble era él en ausencia. “Son los usurpadores de cuerpos”, me contó con una discreta sonrisa. Me fui, luego se cortaría la mano.

No podía escribir. “Hay algo terrible en todo esto, loco, tan terrible que no lo vas a poder entender.” Y sí que existía algo terrible. Se le hicieron múltiples exámenes, pruebas con varios especialistas, historias de más desmembramientos. Un hombre que no soportó cortarse de más una patilla y decidió degollarse. Historias que inventaba, cosas que decía o que había leído o escuchado en algún lado. Didier perpetró todo con la misma naturalidad que si estuviera llevándose la cuchara a la boca, con la inercia de su lado, con la esquizofrenia en su hoja de vida. Se ríe y me enseña el muñón, el trozo de hueso y carne, sin colgar. “Ahora puedo ser yo.”

—No tienes ni idea, loco— se me acercó y me dijo al oído que no era coincidencia. Que esta ciudad está poblada de gente como ellos. Vienen por nosotros y yo no quiero que me lleven…

Lo visité varias veces en el hospital, hasta que él mismo impidió más contacto. Me dijeron todo con sobriedad, el lenguaje preciso para darle inicio a las tragedias. Un movimiento discreto, sin sonido, sin sorber, simplemente llevar el contenido a uno, a su boca. Todo lo que necesitó fue un lápiz y su mano izquierda. No saben cómo lo hizo, yo lo puedo imaginar: Didier mantiene las manos cruzadas, esconde el lápiz entre el gesto penitente, sonriendo para esfumar esa leve capa de sospecha que engrosa y alza la ceja de la psicóloga que lo observa. Todo un lugar común, una propia y llana miseria. Sueno pesimista, ahora no me queda duda de eso. Alguna vez Didier me dijo que lo peor del suicidio no es la muerte en sí por mano propia, sino lo que se desencadena luego.

—Los muertos son los únicos que tienen la última palabra. Hay que temerle a eso. A sus respuestas. El suicida no deja preguntas, sino soluciones, las más drásticas, la sentencia pura, el arbitraje del mal que hay en el mundo. Un ser que se quita la vida la está entendiendo en su totalidad —me lo explicó una vez en un bar.

cuento-doppelganger-foto-wi.jpg Lo enterramos con el ataúd cerrado. La madre lo pidió. El tío lo llevó a cabo. En esos casos no queda más que la familia. Celine se me acerca y me da un abrazo. Le respondo de la misma manera, no la quiero soltar porque imagino lo que debe estar pensando. Si bien hay una diferencia de siete años entre ellos, un hermano es un hermano. No debe ser fácil verlo en esa condición horizontal, recostándose dentro de la tierra. “Igual que papá”, me susurró. Pensé en la esquizofrenia, en el drama de ellos, en ignorar lo que el primer muerto les había dicho. La historia estaba clara en la memoria de Didier. Su papá entró a su habitación y le dijo, con lágrimas en los ojos, que se debía morir porque las luces eran insoportables, que él debía ser quien cuidara todas las plantas del jardín. “Soy el principito que no sabe cuidar sus plantas, loco.” Al día siguiente amanecía colgado en el baño de su casa. Dos suicidios, ¿no? ¿Dos respuestas? ¿Contradicciones? Dos muertes enfrentadas, una separación de una década y un lustro. Algo hay que se comunican, ¿no, Didier? Pero ahora no hay forma de escuchar su voz atascada entre la gravedad y la simpleza. Bajan el cajón de madera y empiezan a lanzar tierra sobre él. Así se termina una amistad, me digo, mientras me limpio las lágrimas y abrazo con más fuerza a Celine.

La gente se despide. Hay muchos rostros que deciden jugar a la incomprensión, al desgaste, al reproche. Nadie entiende, porque no debemos entender, yo no debía entender. Las palabras, las respuestas no conducen a una idea concreta de ese entendimiento, no hay probabilidades de contacto con algo, una caricia, un gesto que esconda una certeza, un diamante de palabras y de verbos que se guarden entre todos. No existe eso. Celine se detiene al andar de vuelta a su carro. Mira fijamente hacia unos árboles. Su labio inferior tiembla. “¿Qué te pasa?”, le pregunto. Me señala a los árboles y corre hacia ellos. Todos se espantan, no hay un proceso que pueda entenderse como algo sostenido o lógico. La madre grita su nombre, solloza, salimos corriendo detrás de ella. Es muy rápida. Uno de sus primos se adelanta y consigue agarrarla de la cintura, la echa contra el suelo.

—¡No! ¡No! ¡No! ¡Suéltame!
—Celine, tranquila, cálmate.
—¡No! No entiendes.

cuento-doppelganger-foto-ge.jpgLlego donde están. Me mira a los ojos. “¡Tú sabes qué es esto! ¡Me voy a morir también! ¡No quiero!” La madre se le acerca y la abraza. Las dos lloran sin consuelo. El doctor del camposanto se acerca y habla con el tío. Asienten ambos. Saca una jeringuilla de su bolso e inyecta a Celine. “Llévala a la casa, yo voy con Claudette”, me dice el tío. Obedezco.

Celine va dormida a mi lado en el auto. Recién tiene 18 años. Era una niña cuando pasó lo de su padre. Nunca hemos hablado, pero en vista de las circunstancias que nos ha tocado vivir, Celine se ha convertido en una pequeña hermana para mí. ¿Obvio, no? Hay esa especie de condicionante cuando se trata de este asunto de las relaciones. Ella balbucea algo. Debe ser un día difícil. Para mí lo es. Una cuchara que tiembla hasta llegar a la boca. Ésa es la sensación. Didier y Celine han sido criados con todas esas normas de etiqueta, con ser mejores, con no repetir errores de sus padres. Eso pesa, pienso mientras cambio la velocidad y avanzo por una avenida prácticamente abandonada. Estoy a cinco minutos de la casa de Didier, la que era su casa y ahora es la casa de Celine y su madre. ¿Qué me querías decir, loco? ¿Tienes las respuestas? Tú eres ese único libro de consulta que me queda. Pero ya no me queda nada. Giro a la derecha, ya hay otros carros en la casa.

Bajo, cargo a Celine hasta la puerta. En el porche me habló la primera vez sobre esas cosas, la gente sin miembros, con ausencias, su fascinación. “Edipo debió ser el primero de todos, el maestro perfecto, loco. Yo no sé si me quitaría los ojos.” La cerveza descansa sobre su mano, lentamente se levanta hasta descansar sobre su boca. Toco el timbre. El primo me abre y me ayuda a llevar a Celine a su habitación. El tío y la madre están en la sala. “Mijo, llévala arriba, gracias”, me dice ella. Subimos los tres, la acomodamos en su cama. La habitación de al lado es la de Didier, donde algunas veces dormí. Cierta ocasión entré al baño y ella estaba adentro, un grito fue lo que me detuvo. Esta vez me toma de la mano, me dice que me quede un segundo. El primo sale de la habitación.

—Didier me dijo que iba a pasar…
—De qué hablas, Celine.
—Hoy me vi frente a mí. Hay otra como yo.
—¿Otra?
—Sí, una doble, no sé. La última vez que vi a Didier me dijo que iba a pasar esto. Que no podían existir dos iguales en esta ciudad. Que hay otros como él.
—Mejor descansa, ¿si?
—Me dijo que me iba a morir, que no podíamos estar las dos en la misma ciudad.
—¿Te dijo eso Didier?
—No, él no; ella, mi doble.
—Trata de dormir algo, ¿si?

cuento-doppelganger-foto-bj.jpgMe levanto de la cama, le doy la espalda. Celine me observa, siento sus ojos golpeándome hasta que dejo la habitación y cierro la puerta. Prefiero no regresar, camino por ese pasillo que otras veces funcionó como si fuese el de mi casa. La puerta de la habitación de Didier está entreabierta, entro. La cama está tendida, los zapatos en el clóset, mi abrigo entre los suyos. Pienso en la cercanía, en que hay algo que se me escapa pese a ser tan cercanos. Una vez me dijo, al acostarnos a dormir, que el padre también parecía que había perdido algo, desmembrado de alguna sensación, de algún criterio y que no sabe cómo ponerlo en palabras. Es ahora que te pones a pensar en esas cosas que no son más que absurdos que alguien dijo y que se te quedan incrustados en la cabeza para algo que no tiene sentido. Ahora he perdido a Didier, a la segunda familia. Mejor regreso a mi casa, me acuesto a dormir, no sé. En el escritorio están su computadora, sus fotografías, sus papeles. La imagen del papá junto a la mamá y Celine, de niña. Él se ve mayor que la madre, mucho mayor. “El esperma viejo da vida a medias”, solía decir cuando miraba la foto. Celine dice que vio a su doble, sólo espero que se le pase lo mismo, que no se corte nada.

Bajo las escaleras con tranquilidad, despacio, sin hacer ruido. No existe una necesidad para eso, es la forma en que aprendí a hacerlo ahí para no molestar a nadie. La madre y el tío se están despidiendo en la puerta. El primo debe estar en el auto, sospecho. Me detengo antes de bajar completamente. Él posa su mano por la espalda de ella, la baja hasta que se aprisiona en sus nalgas. Se besan hasta que los labios adquieren una viscosidad agresiva. Ella sonríe luego, gracias por todo, le dice. Él se va de la casa, se puede escuchar el carro arrancar.

Ella da la vuelta, la madre. Claudette se sienta sobre el mueble más grande, lleva sus manos al rostro y lo tapa. Me acerco y me siento a su lado. La abrazo. Ella se deja caer sobre mis brazos y empieza a sollozar. Llora quizás lo que no ha llorado en todos estos días, es una niña en mis brazos, me contagia el llanto y hago lo mismo. Ambos lloramos por el hijo, por el amigo que era mi hermano. Echo de menos a Didier, lo sé, lo siento y no puedo más. Algo se desgarra adentro, algo que no está bien, que calma las cosas pero que las intranquiliza. Ella está recostada sobre mí, siento el peso, el movimiento. Mi pantalón ya está por mis rodillas, ella no deja de lamerme todo. Claudette tiene los ojos cerrados, las lágrimas caen sobre mí, se enjuagan con la saliva que sale de su boca. Algo duele y a la vez se gratifica de la acción. Se levanta y me ve a los ojos.

—Didier, mi vida, ama a tu mamá una última vez.

Se sienta sobre mí y se mueve. A pesar de su edad ella es la que tiene el control, el manejo del movimiento. Adentro se siente caliente, la vida debe ser caliente. Debo ser el doble de Didier, el otro, el mismo, el que se parece. Me duele estar así, lo sigo haciendo porque no puedo parar. Ella llora, se queja. Escucho de mi boca un gemido. No pasan ni cinco minutos cuando siento que el control estalla en mí. Ella sonríe, se regocija y me besa, tibiamente, su lengua me acaricia con detenimiento y yo me dejo llevar. Se levanta, sonríe de nuevo y se sienta, desnuda, a un lado. Me quedo unos minutos ahí. Tengo un peso en el pecho, hay algo ahí, Didier culpándome de todo, Didier quedándose ciego, diciéndome qué debo hacer. Me subo el pantalón y voy al baño, me limpio el rostro, me sacudo las lágrimas que caen sin detenerse. Hice una tontería. No debió pasar, no debió pasar.

El grito me distrae. Salgo, en la sala no está Claudette. Corro al cuarto de Celine. La puerta está abierta. Celine cuelga de una cuerda, se mueve un poco por el viento que entra desde la ventana. La madre está a un lado, desnuda, observa todo, el grito ha transformado al rostro en algo que no puedo describir.

—¡Ahí está! ¡Ahí está! —señala hacia una pared desnuda.
—¡Claudette! ¿Qué está viendo? —la tomo de los hombros, me observa y sonríe.
—Estamos ahí todos, Didier, todos…

El cuerpo se desvanece en mis brazos.

Tomo el vaso y lo llevo hasta mi boca, sin mover los hombros, sólo un movimiento limpio que crea la ilusión de motricidad completa. Necesito beber algo, me siento tan mal. Entra el inspector con una carpeta y la coloca frente a mí.

—Hijodeputa, se tiró a la madre de su amigo…
—¿Estoy en problemas por eso?
—No, no, no… estaba bien la vieja.

Abre la carpeta y me muestra la foto del papá de Didier. Me golpea con el índice sobre ese rostro.

—¿Sí lo ve? Ésa es la cara de un verdadero criminal.
—No le entiendo.
—Ese hombre era el papá y el abuelo de sus amigos.
—¿Cómo?
—Que se tiró a su hija y nacieron sus nietos.

Siento que me desvanezco, que la habitación se mueve de forma circular. Me acerco más a la mesa y veo la foto del papá de Didier.

—Nunca lo conocí… ¿cómo se dieron cuenta?
—Con los papeles que encontramos en la casa, las fotos guardadas. Es tan asqueroso. ¿Nunca sospechó?
—No… ella me llamó Didier ayer.
—¿Cuando se la tiraba?
—Ajá
—¡Dios Santo! ¡Qué familia más loca! Lamento que te hayan metido en esa locura, muchacho. Ya te puedes ir… esto era algo que debías saber.
—¿Qué va a pasar ahora?
—A ti nada. Eres mayor de edad y te mandaste a una mujer mayor de edad. No es tu culpa que luego le haya dado un infarto… Vamos a investigar al resto de la familia. El incesto es un delito.
—Sí, sí, lo imagino.

cuento-dopplenganger-foto-w.jpgSalgo y camino por el pasillo de la estación. Me detengo ante un vidrio. Veo mi reflejo, mi doble. Nadie más se detiene a verlo. Nadie más que uno puede verlo en esas circunstancias. Pienso en Didier, en las respuestas. Ahora me quedo con la historia. El hombre que era hijo y hermano de su madre, que se acostaba con ella y que no soportó nada de eso, con un cuchillo de caza entró a su garaje y de un solo tajo se cortó la mano derecha. Luego se cortaría el cuello con un lápiz. Tengo un cuchillo ahora a mi lado, cerca de mi mano. Lo guardo en el abrigo que recuperé de la casa de Didier. Lo llevo conmigo siempre. Si me llego a encontrar con mi doble yo seré quien le diga esas palabras y tomaré el filo hasta acabarlo en él. Sólo uno puede estar en la ciudad, ¿no? Y pienso ser yo.

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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Eduardo Varas (Guayaquil, Ecuador, 1979) es escritor, blogger y periodista. En 2007 publicó su primer libro de cuentos Conjeturas para una tarde. En el 2008 formó parte de la antología on line El futuro no es nuestro, realizada por Diego Trelles para la revista colombiana Pie de Página. Actualmente prepara una novela y administra su weblog Libros, autores y riesgos en http://masalladelibros.blogspot.com.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
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fecha de la última modificación 10 de octubre de 2024.

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