Estos eran tres reyes —y también un trío curioso—. El primero tenía la nariz rota, el segundo tenía un brazo roto y el tercero estaba en la quiebra. “¡La fe es la respuesta!”, dijo el primer rey. “No, la frivolidad es la clave”, dijo el segundo. “Los dos están equivocados”, dijo el tercero, “¡La llave es Frank!”. Era tarde por la noche y Frank estaba barriendo, preparando la carne y sirviéndosela cuando sobrevino un toquido en la puerta. “¿Quién es?”, se preguntó. “¡Somos nosotros, Frank!”, dijeron los tres reyes al unísono, “¡y nos gustaría tener una charla contigo!”, Frank abrió la puerta y los reyes se arrastraron hacia adentro.  Terry Shute estaba en medio de un interrogatorio con un estilista cuando la esposa de Frank llegó y lo sorprendió. “¡Ellos están aquí!”, murmuró ella. Terry abrió su gaveta y se talló un ojo. “¿Cuál era su aspecto?”, “Uno trae un vaso roto y es la verdad, de los otros dos no estoy segura”. “Bien, gracias, eso será todo”, “Bien”. Ella se dio la vuelta y resolló. Terry se apretó el cinturón y, quieto, pensó de pronto: “¡Espera!”, “¿Sí?”, “¿Cuántos dices que eran?”. Vera sonrió ella golpeó con su pie tres veces en el suelo. Terry vio su pie de cerca. “¿Tres?” preguntó y aguardó. Vera asintió. “¡Levántense de mi piso!”, gritó Frank. El segundo rey, que fue el primero en levantarse, murmuró: “¿Dónde está la mejor mitad, Frank?”. Frank, que no estaba de humor para bromas, tomó esto a la ligera al responderle: “Ella está en la parte de atrás de la casa, discutiendo con un sujeto arrogante; ahora, vamos, dejen eso. ¿Qué hay en sus pequeñas mentes hoy?”. Nadie contestó. Terry Shute entonces entró con un portazo, mirando a los tres reyes por encima de sus cabezas y acariciando su melena. Hablando seriamente, yendo al meollo del asunto, él presumió orgulloso: “Aquí hay un consumo gradual en la tierra. Comienza con estos tres amigos y así sigue hacia las afueras. Nunca en mi vida he visto un grupo tan pintoresco. No piden nada y nada reciben. El perdón no está en ellos. El desierto se pudre enfrente de ellos. Desprecian a la viuda y abusan del niño pero me temo que no prevalecerán sobre el destino de los jóvenes, o siquiera sobre el suyo”. Frank volteó de golpe: “¡Largo de aquí, hombre rabioso! ¡No vuelvas más!”. Terry abandonó el cuarto con decisión. “Al parecer ¿cuál es el problema?”, Frank volteó hacia los tres reyes, quienes estaban asombrados. El primer rey aclaró la garganta, sus zapatos eran muy grandes y su corona estaba humedecida y mal colocada, pero, a pesar de eso, comenzó a hablar de la manera más grave y significativa: “Frank”, comenzó, “el señor Dylan ha salido con un nuevo álbum. Este disco presenta por supuesto no otra cosa que sus propias canciones y nosotros entendemos que tú eres la llave”. “Es cierto”, dijo Frank, “soy yo”. “Bien”, dijo el rey un poco exaltado, “¿puedes entonces abrirlo para nosotros?”. Frank, quien todo este tiempo había estado recargado, con los ojos cerrados, de pronto los abrió tanto como un tigre. “¿Y, qué tan lejos les gustaría ir?”, les preguntó y los tres se quedaron viendo entre ellos. “No muy lejos, sólo lo suficientemente lejos para decir que estuvimos ahí”, dijo el primer jefe. “Está bien”, dijo Frank, “veré qué puedo hacer”, y comenzó a hacerlo. Primero que nada, se sentó y cruzó las piernas, luego se incorporó, se arrancó la camisa y empezó a agitarla en el aire. Una bombilla cayó de sus bolsillos y la lanzó fuera con su pie. Entonces él respiró profundamente, lanzó un quejido y de un puñetazo atravesó el cristal recubierto de la ventana. Reclinado en su silla, sacó un cuchillo, “¿suficientemente lejos?” preguntó. “Sí, claro, Frank” dijo el segundo rey. El tercer rey sólo agitó la cabeza y dijo que no sabía. El primer rey permaneció en silencio. La puerta se abrió y Vera entró: “Terry Shute nos dejará pronto y desea saber si uno de ustedes, reyes, tiene algún regalo que quiera dejarle”. Nadie respondió.

Era justo antes del amanecer y los tres reyes iban a trompicones por el camino. La nariz del primero había sido misteriosamente reparada, el brazo del segundo había sanado y el tercero era rico. Los tres estaban rebosantes de alegría. “¡Nunca he sido tan feliz en toda mi vida!”, cantaba el que tenía todo el dinero. “¡Oh, qué cosa!”, dijo Vera a Frank, “¿Por qué no les dijiste que eras una persona ordinaria y que lo olvidaran en lugar de estar doliéndote por toda la habitación?”. “Paciencia, Vera”, dijo Frank. Terry Shute, quien se encontraba sentado cerca de la cortina, limpiando un hacha, se levantó, caminó hacia el esposo de Vera y puso su mano en su hombro, “No te lastimaste la mano ¿verdad, Frank?”, Frank sólo estaba sentado ahí, viendo a los trabajadores repara la ventana: “No me lo parece”, dijo.
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