I
Desde el 23 de abril, el secretario de Salud, Córdoba Villalobos, ocupó un lugar central en la escena pública y, tras la reunión con el gabinete federal, hizo algunas recomendaciones higiénicas en cadena nacional, anunció la suspensión de clases y afirmó que “El virus de la influeza constituye una epidemia respiratoria hasta ahora controlada...” En su mensaje, Córdoba Villalobos no decía nada sobre los enfermos, ni una palabra sobre los muertos. Lo cierto es que, a partir de ese momento, los medios y el gobierno hicieron bluff con su baraja de cifras y, luego de la incertidumbre, el ocultamiento de la información, la ciudad aceptó con tranquilidad y resignación el plan de emergencia sanitaria. Los primeros días pasaron sin mayores sucesos, concentrados como estábamos en la detección de la mutación del virus y sus brotes. El miedo jugó su parte, y a los pocos días, muchos urbanícolas abandonaron la ciudad o se recluyeron, temerosos de contraer la enfermedad. Los funcionarios montaron su farsa y usaron el tan recomendado como inútil tapabocas. Las incoherencias del discurso oficial se hicieron patentes desde el inicio: para evitar el contagio de la epidemia controlada, se tomaron medidas de seguridad radicales.
II
Los mexicanos somos conservadores, y los chilangos, con todo y tener un gobierno que algunos llaman de izquierda, no escapamos a la regla. No sólo aceptamos con la misma facilidad símbolos religiosos que regímenes y llamados al orden, sino que, entre otras cosas, vivimos en nuestros cuerpos de manera incómoda y nuestra vida pública carece de seducción, de libertad sexual. El asqueroso calor de abril no basta para que, por ejemplo, uno se quite la camisa en un parque y pueda orearse a gusto sin que las miradas conservadoras reprueben el gesto. Algunas mujeres se cubren de los tobillos al cuello, incluso a más de 30˚ C. Claro, no puede haber seducción donde no hay igualdad, y por eso abundan los imbéciles que, haciendo gala de su miserable dominio fálico, se comen con la mirada, sabrosean, piropean y manosean a quien pueden. Las medidas del gobierno capitalino, promovidas por el Instituto de la Mujer con el programa Atenea para destinar vagones y autobuses exclusivos a las mujeres, son un remedio que subraya nuestra escasa cultura corporal. La homosexualidad se reserva a algunas zonas y locales, casi bajo la noción de tolerancia, y aunque a veces se ven caricias y acercamientos entre personas del mismo sexo, falta mucho para que aquélla pueda vivirse libremente. La gripa no hizo más que añadir otra constricción al cuerpo, la de agente infeccioso. No fueron pocos quienes, a los pocos días de declarada la epidemia, titubearon para saludar de beso o mano. Para algunos, en los espacios públicos, los acercamientos se volvieron alarmantes. En la tarde del 27 de abril caminaba por una calle desierta. En sentido contrario, una pareja se acercaba, tomada de la mano. En cuanto nos cruzamos, se alzaron el tapabocas —que, por supuesto, yo no llevaba. Días después, en el supermercado, que pocas veces había visto tan lleno de gente, las clases medias garantizaban sus provisiones. Por lo menos fue una oportunidad para ver rostros nuevos —cubiertos. En aquella ocasión, iba con un amigo. Hablábamos de lo seria que parecía la gente, de cómo se detenía ante los productos, indecisa frente a lo que necesitaba, para al final decidirse por atascar el carrito lo más que pudieran. En los anaqueles, al escoger la verdura, se evitan los roces. Inútilmente intentamos recordar un poema de Ginsberg sobre un supermercado en California. Mientras pasaba una muchacha, nos preguntamos si sería guapa tras el cubrebocas. Los dos bromeamos: que me pase su teléfono aunque me pase su virus. Por supuesto, éramos los únicos que reían en el supermercado.
III
Conforme pasaban los días, me dediqué a recorrer algunos territorios de la ciudad. No podría decir que había una distribución social de las formas de enfrentar la epidemia, y, sin embargo, había diferencias evidentes. En algunos barrios donde los restaurantes y los comercios son fundamentales para la vida del lugar, las cosas se apagaron en los primeros días de la alerta. Quienes pudieron aprovechar sus residencias alternas, no dudaron en abandonar la ciudad. En algunas zonas pobres, sin embargo, la vida callejera apenas si se alteró. Los subempleados y los prestadores de servicios salieron a las mismas horas, sólo que con mayores problemas: no tenían con quién dejar a sus hijos, así que los sacaban envueltos y los paseaban por la ciudad “infectada”. Los vagos, los grandes huevones, siguieron en sus esquinas. Los teporochos se rolaban las caguamas y se alzaban el tapabocas para beber y decir: —!Salud!
IV
El sistema de salud en México, una miseria. Más del 40% de la población no tiene acceso a él. Como a la educación y a la justicia. Nada nuevo. Y podría venir a cuenta la vieja historia de la mala distribución de la riqueza, de toda esa gente que vive con menos de dos dólares por día. Y sin embargo, por medio de un proyecto propagandístico que ha saturado los medios, los espacios, el tránsito cotidiano en la vida, el gobierno de Felipe Calderón ha construido una imagen de bienestar. Qué curioso, cuando Córdoba Villalobos finalmente destapó un informe detallado sobre los muertos por la influenza, se vio que, con una lectura detallada, la epidemia no atacó al azar.1 Nada impredecible. Ocultar, maquillar, posponer, encajonar. Algunas de las prácticas cotidianas del régimen actual. Las deficiencias en el sistema de salud son evidentes, como tantas otras. La educación, por ejemplo. Nuestra dependencia tecnológica y científica, garantizada por el bajo presupuesto que nuestros gobernantes le designan, está íntimamente ligada a ello. Y recuerdo que en una ocasión, Carlos Slim, sólo uno de nuestros empresarios-ideólogos, parecía afirmar que no había que desarrollar tecnología —y por lo tanto ciencia—, sino que había que absorberla.2 Habría que preguntarle nuevamente su opinión.
V
La ciudad retoma sus actividades. Las incomodidades que genera el brote de la influenza aún están presentes. Entre las charlas cotidianas, el problema ocupa algunos momentos y luego la vida sigue. Espantados, resignados, inconformes, escépticos, hay de todo. Y frente a las deficiencias del régimen, sigue el sosiego.
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