Elogio de la semilla Sumergida en la bolsa de agua con la membrana del tímpano todavía formándose ya distinguía el filo agudo de las voces, dilatado después de la salida, continuado hasta la infancia: el hombre y la mujer son uno a la medida de la procreación; en su centro palpita la semilla. El lugar de tu cuerpo es una casa para sentarte y esperar a que se abra la simiente todas las veces posibles y que tu rostro y tu voz se multipliquen y te prolonguen. Pule tu reflejo en esa casa de murmullos; cultiva lo blanco en la ropa y tu mesura debajo de las sábanas. El timbre de las voces construyó el laberinto: dos cuerpos iguales deben repelerse; el magnetismo no soporta la unión de cargas símiles, verdad física. El abrazo de una mujer y una mujer abre un tiempo estéril, su cercanía tensa el equilibrio de lo vivo. Tu piel anómala junto a otra piel anómala, aleja la semilla, su germinación, el fin último. La torcedura de las ramas se anunciaba en las líneas de tu mano, en la ordenación de los astros el día que naciste. Estirpe enferma, invisible en el mapa de las criaturas. Aprieta con fuerza las piernas, encierra tu lengua, cose los labios, inhibe el tacto. El deseo yerra cuando anega un campo fértil; encuentra el camino para darte a un hombre y recibirlo, o busca máscaras que ahoguen el sudor, levanta muros que nos salven del contagio. El exterior de las voces quiso un ser desmembrado, tronco sin extremidades y sin sexo, con la espina rota. Pero mi cuerpo lentamente se hizo sordo, mi vientre se hizo sordo al timbre agudo para no secarse, para no conservar las vísceras ceñidas y limpiar de prédicas el tacto, para borrar el ruido de los gusanos gestando debajo de las piedras. Evolución Se trata de crecer, pero los músculos son atraídos a la infancia, al territorio en que mirar la muerte no era derrumbarse. Se trata de crecer, lejos del barranco, del hueco donde caer y rasgar la tierra, romperse un poco cada día, eran parte de un juego repetido. Alcanzar altura, salir, con cada célula, de aquel desorden del cuerpo. Pero la respiración conserva el mismo ritmo; antes de las palabras convertidas en un filtro, hubo un grito de pájaros convulsos, aún quedan rendijas, hendiduras al intento de ser otro. En las venas del árbol La raíz es la ruta para quien teme su voz. Las palabras se alimentan de la tierra, se encadenan a la fibra endurecida, sorda osamenta que se agita en este árbol de ciudad. La voz del árbol solo empuja el pavimento. sube, grita sus salida a cada una de las ramas. No la sostienen, baja, las astillas como cimientos de su lenguaje fósil, expulsado de la superficie.
En el momento de la muerte, cuando los músculos se distensan del todo y la mirada se dirige vertical al techo, el rostro de cualquier muerto cercano es el de un desconocido. Se borran las líneas y con ellas los lazos. En esa figura de cera modelada no está el paso de los años. Ningún gesto en la envoltura, en la cáscara seca. No es posible encontrar la resonancia de los rasgos propios en un muerto. Miro una foto de mi padre cuando tenía treinta años. No conocí a aquel hombre joven, pero así es como aparece algunas noches, desprendido de la imagen gris de la fotografía. Lo recuerdo inexacto, a veces diluido. Uno a ese rostro una voz, alejada de las células comiéndose una a otra, de las mutaciones, del temblor. Alejada del rostro de cera de un desconocido. En un tiempo con fisuras, mi memoria decide el rostro de mis muertos.
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