La Sudáfrica de J.M. Coetzee, premio Nobel 2003, se caracteriza por la desolación. Ciudad del Cabo evoca la civilización de los blancos, cuya deuda racial limita su poder fuera de la urbe: en el campo se está en territorio de los nativos. La factura, incomprensiblemente elevada, apunta a un nuevo significado del apartheid mediante el cual los hijos de los colonizadores heredan el compromiso histórico de sus ancestros en la novela Desgracia, premiada con el Booker en 1999.
John Maxwell Coetzee muestra en esta novela universos que se confrontan. Adaptarse para sobrevivir según las condiciones dominantes es el ejemplo de los contrastes entre el estilo de vida darwiniano en una época en que se suponía que el ser humano había rebasado su animalización.
David Lurie, el personaje central de Desgracia, es un profesor universitario de literatura. En su vida las mujeres han sido seres inasibles que él nunca antes se preocupó por comprender pese a un impulso, difuso, de querer más de ellas. La confusión de deseo y amor, y la entrega incompleta, son factores que detonan su tragedia.
Soraya, una mujer madura de belleza exótica —según se le describe en el catálogo de la agencia en la que trabaja— es la primera en abandonar a David: un cliente enamorado sumaría dificultades a la vida de una madre de quien no se sabe más. Ella elige sabiamente, él acepta sin quejas. Se trata de un especialista en Byron que por esta vez no se ha dejado llevar por el deseo y que en sus clases entrega sesudas reflexiones a alumnos faltos de interés, jóvenes para quienes la vida palpita fuera del aula, para quienes Wordsworth es una obligación sin atractivo.
Así transcurre la vida, perdido el equilibrio sin Soraya, sin erotismo; hasta que Lurie pone los ojos en Melanie Isaacs.
Él acosa a su alumna, ella no lo rechaza, aunque jamás demuestra alegría ni placer durante sus encuentros. En la versión cinematográfica de Steve Jacobs y Anna-Maria Monticelli (Sudáfrica/Australia, 2008), Antoinette Engel personifica a Melanie. Su naturaleza sensual arrastra a la pasión al académico cincuentón quien, extasiado, no frena su conducta adolescente por estar cerca, dentro de ella. David, encarnado por John Malkovich, transmite el vacío a Melanie.
Vale preguntarse si la adaptación cinematográfica de una obra literaria es necesariamente un discurso distinto. No lo considero así, no del todo. Cada lector tiene en mente el rostro del protagonista, su espacio vital, los aromas, las texturas y los sonidos de su historia. A pesar de que un director, un guionista o un productor decidan materializar su propia idea del libro, si la esencia se conserva es posible establecer una comparación entre ambas versiones.
No obstante, gracias la palabra escrita, el autor muestra parte del mundo interno de sus personajes. Así, David Lurie, a últimas obediente ciego de Eros, bajo el argumento de la espontaneidad de la atracción erige una muralla de orgullo y proclama que el amor lo ha elevado por encima de todo, incluida la voluntad de Melanie. Al enfrentar una queja interpuesta por ella ante la escuela, Coetzee deja decidir a sus lectores sobre la culpabilidad de Lurie acerca del abuso sexual sin dar voz a la estudiante. En la versión cinematográfica, la distancia interpuesta por la cámara y la ausencia de narradores incitan al espectador a crearse un juicio carente de elementos. Será al lado de su hija que David hallará sentido a las decisiones tomadas por Melanie.
Lucy es la hija de David y de su ex esposa Rosalind, una muchacha noble que manifestó su homosexualidad a los 17 años y que se fue a vivir a una comuna hippie con Helen. Después de ser expulsado de la universidad, David decide visitarla para encontrar sosiego, no obstante menosprecia el estilo de vida que su hija ha elegido. Su única paridad con Lucy es que ella también fue abandonada.
Sin Helen, Lucy cuenta sólo con Petrus, un nativo que trabaja sus tierras, y algunos amigos afrikáners. Entre ellos está el matrimonio de los Shaw.
La suciedad y el desorden en la casa de Bev Shaw, la mejor amiga de Lucy, repugnan a David. Se trata de una mujer gorda encargada del matadero y la curandería de animales domésticos; no tiene estudios veterinarios, pero es con quien cuentan los campesinos de la localidad. Pese a la primera impresión y tras las dificultades que enfrentan los Lurie, David descubre comprensión en esta mujer: la madurez, despojada de la belleza, otorga otra oportunidad al académico antes seguro de sí, ahora tambaleante.
J.M. Coetzee relató en Juventud (2002), su segundo libro de memorias, cómo la frustración intelectual que le reportaba su vida en Sudáfrica le hizo albergar la creencia de que se desarrollaría mediante la migración. La medianidad y la pérdida de la fe lo persiguieron en su estadía en Inglaterra. Sin embargo, está presente en Desgracia la necesidad de dejar atrás los escenarios hostiles, pues es connatural al ser humano la necesidad de viajar para aprender, y mayor es la experiencia cuanto menos se espera obtener.
Esto le ocurre a David Lurie bajo la premisa que Monticelli recuperó a través del diálogo: “...el que va a enseñar aprende la lección más profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada”. Ironía del profesor, también del padre, que resulta aleccionado por sus mujeres.
En Juventud, Coetzee no profundizó sobre la relación con los nativos, que fueron más importantes en su niñez (Infancia, 1988). No tenemos una imagen muy detallada de la Sudáfrica cruda que retrata en Desgracia, sin embargo, está presente la desolación a través de los límites tan estrechos que el ser humano puede imponer.
Lo mismo que en cualquier región rural del tercer mundo, los campesinos sudafricanos solucionan sus necesidades de forma inmediata. Bev Shaw voluntariamente sacrifica animales enfermos cuando no hay curación posible. Al enterarse de su tarea, David trata de indagar acerca de los sentimientos que le provoca a Bev esta actividad, quien se explica de la siguiente manera: prefiere encargarse de ello antes de que lo haga alguien a quien no le importa. La compasión se convierte entonces en el rasgo clave de Bev.
Es común que la vida desgaste la belleza de las mujeres, en particular en ambientes agrestes y al cabo de vidas esforzadas. El amor por la mujer se asocia a su apariencia; quien pierde la juventud tiene menos oportunidad de ser apasionadamente amada, a menos que demuestre que es valiosa y que es capaz de vivir sin compañía. O aquella que ofrezca la variante de erotismo maternal que Eusebio Ruvalcaba elogiaba en el libro de ensayos Las cuarentonas (Sansores y Aljure, 1998). Ese tipo de consuelo que ofrece la mujer experimentada está presente en Tokio Blues (Norwegian Wood) (1987), por ejemplo, novela en la que Haruki Murakami reúne al protagonista, Toru Watanabe, y a Reiko. Entre ellos se establece la complicidad nacida del miedo a madurar y el deseo sexual reprimido. Cada uno se entrega a la libertad del otro temporalmente sin consecuencias. En este sentido, el refugio que Bev Shaw ofrece a David Lurie en la obra de Coetzee también obedece a la satisfacción erótica y está desprovista de promesas. La belleza ausente sirve para apaciguar las aguas.
La obra escrita muestra el proceso que lleva de la intimidad erótica entre estos personajes a la complicidad y el consuelo sincero.
“Si Bev es pobre, yo estoy en bancarrota”, es la idea de David luego del primer encuentro con la mujer. Poco después el profesor regresa a Ciudad del Cabo de forma breve, y de nuevo en Grahamstown, Bev Shaw lo abraza con cariño de viejos amigos.
En cambio, la fuerza de Lucy está en otro campo, incomprensible para su padre y para los lectores. Esta confrontación es la clave de la novela: Lucy toma decisiones con base en la propia realidad que se ha construido sin descuidar el hecho de que no pertenece al campo ni ha sido todavía aceptada como hija de África. Reconoce su cuota y está dispuesta a pagarla. Lucy no renunciará jamás a ser la mujer que a sí misma se construyó como campesina autónoma, pero dependiente de la autoridad de los nativos.
La lucha de Lucy Lurie en contra del despojo es chocante, antepone la propiedad de su pedazo de tierra en el mundo y el ideal bucólico a su seguridad. Para ella, integridad significa sacrificio, persistencia, sumisión. Convertida de esta forma en mártir, Coetzee pone a prueba la civilidad del padre quien debe resignarse a la elección de su hija de vivir codo a codo con sus agresores, incluso a que opte por bajar la cabeza ante sus imposiciones.
Tres nativos asaltan la casa de Lucy, roban el auto de David y abusan de la joven mientras Petrus se ausenta sin previo aviso. A su regreso, acoge en casa a uno de los plagiarios. Aunque todo apunta a la culpabilidad de Petrus, quien ambiciona la propiedad de Lucy, ella, en crisis financiera y emocional, acepta su “protección” a cambio de las tierras: “No es la historia de Lucy la que se extiende, sino la de ellos: ellos son sus dueños. Así la han puesto en su sitio, así le han enseñado para qué sirve una mujer.”
La vocación de sacrificio irracional es uno de los valores en común que Desgracia podría tener con el cine de Lars Von Trier. El amor y la bondad como valores únicos que se transforman en fines últimos de la mujer llevan a sus protagonistas por el camino de la crucifixión en la conquista de metas que las rebasan. La autoafirmación de Lucy es su motivo. El símil se establece por la impotencia que genera en sus lectores Coetzee, aunque el tratamiento sea distinto.
Desgracia es una obra reflexiva, pese a que no se llegue a la comprensión. Como lectores el único consuelo es creer que se trata de una ficción. La propuesta del Nobel sudafricano ofrece una respuesta civilizada, frustrante pero respetuosa, ésa es la desgracia: la incapacidad de intervenir para preservar de perjuicios al ser querido. Incluso la culpa sobreviene al corazón de David y la única forma de aliviarla es suplicar perdón a la familia de Melanie Isaacs, porque ha entendido que no es ni Dios ni Lucifer.
Silvia Elisa Aguilar Funes (Estado de México, 1984) es comunicóloga por la UNAM. Se ha desempeñado como asistente editorial y labora como profesora adjunta en el área de periodismo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Obtuvo una mención en la categoría de crónica en el Concurso 38 de Punto de partida. Es redactora del sitio de internet Fulgor de palabras, dedicado a la difusión de textos periodísticos y literarios de alumnos de la FCPyS.