Para María Aurora Urrusti
 
Aurora nunca pudo precisar en qué momento apareció su obsesión. Nunca tuvo la certeza de si databa de aquel lejano día en que, jugando a las brujas, había caído de la terraza cuarteándose como barro el pie izquierdo, o si correspondía a un recuerdo aún más antiguo, el de la borrosa tarde de marzo en que jugaba con su padre minutos antes de que la ponzoña letal de un alacrán penetrara la carne gruesa del pie paterno para llevarlo de la casa al hospital y del hospital a la tumba.

cuento-fetiches-uploaded-.jpgSí recordaba, en cambio, y con perfecta claridad, el horroroso hedor a pies sudados que había enmarcado su primer beso a bordo del camión escolar. Y también la tarde lluviosa cuando, dos años después, abrió su cuerpo por vez primera a aquel galán prohibiéndole categóricamente y sin tregua ni negociación desprenderse de sus calcetines grises.

A los veinte años, tras huir de una casa de déspotas con su segundo novio, había regresado, arrepentidísima, al tercer día, tras descubrir que el tal Germán tenía desde chico la extraña manía de restregar sus pies contra su compañero de cama durante toda la noche.

Y es que así era Aurora, no soportaba bajo ninguna circunstancia la menor insinuación de un pie desnudo. Era una fobia que rozaba la paranoia. Ninguna medida era suficiente para evitar el terrible desastre que la imagen de un pie desencadenaba en su interior. Si cedía a lavarse los suyos era por necesidad: si había algo que la asqueaba más que los pies, eran los pies sucios, sudorosos, hediondos.

Ahora, después de aquellos noviazgos turbulentos (cuyos recuerdos más nítidos trataban de calcetines y calzado), a Aurora le hacía mucha gracia recordar las últimas palabras que Germán profiriera como una maldición —torpe venganza al amparo de su triste orgullo masculino—: “¡Ya verás cómo pagarás tus manías: el hombre que más ames en la vida tendrá pies asquerosos, dedos encimados, uñas amarillas!”

Era irónico porque justo tres semanas antes un hecho impensable cambió su vida. Regina, la loca y arrastrada de Regina, la había invitado a una de sus clases de hippies. Aurora había aceptado por cierta curiosidad hipócrita y porque esperaba deshacerse de su misterioso padecimiento usando la meditación.

cuento-fetiches-senge.jpgAl llegar, Aurora notó el ancho mentón y los ojos profundos de aquel profesor de yoga, pero también la hórrida nariz que arruinaba su rostro. Antes de empezar, calentaron un poco. Movieron circularmente las articulaciones y relajaron los músculos. Entonces ocurrió. Justo antes de la meditación, el profesor pidió que se descalzaran —detalle que olvidó mencionar la estúpida de Regina—. Antes de que Aurora pudiese salir huyendo, ya tenía decenas de pies descalzos a escasos centímetros de su cuerpo. De no ser por una prodigiosa visión, la pobre hubiese caído inmediatamente desmayada. De los calcetines blancos de aquel profesor emergieron lentamente los pies más hermosos que Aurora había visto en su vida: falanges perfectas, eximias uñas delgadas, exquisitas líneas demarcadas por los pequeños músculos del empeine… Y justo en medio, como profundos estigmas, aquellos lunares negros que eran la imperfección idónea en aquel par de miembros portentosos.

El resto de la sesión los miró con tal cinismo que no se percató de que también él la miraba sin pena ni escatimo. Cuando terminó la clase, mediante balbuceos torpes y nerviosos, convinieron verse en la plazoleta al cabo de tres días.

Entonces sí la obsesión se volvió algo enfermo. En el camión no podía evitar ver aquellos dedos carnosos entre las caprichosas nubes. En casa  se pintaba, una y otra vez, un puntito negro a la mitad del empeine. No hacía más que esperar el momento en que tuviera esos pies entre sus manos.

La primera noche soñó con la playa. El agua dibujaba diminutos arabescos en la arena. De pronto, a escasa distancia de ella, las pisadas perfectas de aquellos pies se aparecían. Comenzaba a seguirlas desesperadamente, embebida en la sutil belleza de aquellas huellas delineadas, como si cada uno de los pasos fuese una obra de arte.

Despertó empapada en sudor y en deseo. Quiso volver al sueño, seguir esos pasos hasta el horizonte y encontrar las lunas negras de hermoso marco. Mas no pudo.

En la víspera de la cita soñó cosas aún más perversas. Subía a la azotea de la casa con una canasta de ropa mojada para tender al sol. Abría lentamente la puerta del tendedero y su visión era colmada por una dulce imagen: colgados con pinzas de ropa, decenas de esos pies se extendían ante ella como una incitación demoníaca. Entonces se quedaba estática, contemplando, temiendo despertar en cualquier momento.

Tras gran angustia la espera culminó. Por un instante pensó que él no se presentaría a la cita, pero en cuanto llegó, todo empezó a fluir con rapidez. En realidad ninguno de los dos quería ir a comer ni al parque o a platicar. Tomaron de inmediato un taxi para llegar a casa del profesor de yoga y no esperaron que el conductor parara para empezar a besarse.

Entre besos bajaron del auto, subieron las escaleras y entraron al departamento, directo a la cama. Aurora, devorada por aquellos ansiosos labios, anhelaba el momento en que bajara besando su cuerpo hasta llegar a esos pies y los extrajera, como objetos sagrados, de sus basílicas de algodón.

Tumbada en la cama, semidesnuda, sólo esperaba morder esas carnosas plantas, lamer como una gata las encrucijadas de los dedos, chupar uno a uno esos lunares perfectos, mientras él, mientras él…

Pero él no la dejaba moverse. A pesar de la desesperación con la que Aurora se batía por descender, él no le permitió, ni por un instante, librarse de esas manos vigorosas que la sostenían boca arriba. Sus labios se perdían locamente en aquel estrecho pedazo de piel, mordisqueando y lamiendo con una prisa salvaje el pequeño resquicio de Aurora, aquella prominencia que se abría imperiosa en la mitad de la nada con un pequeño lunar del lado izquierdo…

El profesor la besó, la acarició, la desnudó, le hizo el amor, sin interrumpir ni por un segundo aquella obsesiva adoración de sus clavículas perfectas.

Ilustraciones:
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Diego Cristian Saldaña (Ciudad de México, 1990) ha ganado distintos concursos literarios como: Tinta y Whisky (Dewar's, Ediciones Urano y la FIL de Guadalajara, 2009), Concurso Preuniversitario de Cuento Juan Rulfo (Universidad Iberoamericana, 2008), Me Duele Cuando Me Río (DGACU, 2007). Además, ha publicado en Atemporia, Punto en línea y Tiempo Libre. Actualmente estudia guitarra clásica en la Escuela Nacional de Música y Creación Literaria en la escuela de la SOGEM.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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