Salimos de la oficina, caminamos juntos hasta elegir el ángulo perfecto para mirar y no ser vistos. Somos voyeristas. Lo sé. La conversación inició con el recuento de los días inciertos, es decir, la larga agonía de un padre moribundo. El accidente vehicular producto de la alta velocidad y el descuido, quizá también del alcohol. Lo sé. El nuevo affair: una joven que ha dejado de ser su alumna para convertirse en su amante. Yo, en cambio, casi nada que decir: te extrañé en navidad. Mi larga y tortuosa navidad recordando a papá. Leyendo todo el tiempo para evitar el dolor. Él dice que estoy en un periodo espiritual. De reconciliación. Lo sé. Las visitas a casa de mi madre son eso. Me reconcilian. Me acercan a todo lo que ha estado ahí. Y no he querido ver. Mi familia. Luego, le comento que el día anterior casi muero, le relató la escena de mi muerte. Él ríe. Y me pregunta si la casera sabe de mis malestares, de mi vértigo, de mi ansiedad. Mi respuesta es negativa. Mis males son míos. Soy yo quien debe enfrentarlos. Él vuelve a reír. Tienes mi teléfono. Llámame cuando me necesites. Es raro, pero nunca me ha pasado por la mente pedir auxilio. Desde que papá murió, tengo la impresión de sentirme libre de deudas. De estar en paz. De hacer un buen tránsito. Es raro. Lo sé. Es sólo que ahora los mareos constantes, los zumbidos, la falta de equilibrio me han sorprendido. Me resisto a creerlo. Me resisto todavía a ir al médico. Él me entiende. Luego me habla de su dispersión. De la falta de concentración en todo lo que hace: las clases, el teatro, la familia, el sexo. Su sin-deseo. Lo sé. Es normal. Esa falta de centro. Somos adultos. Y desearíamos ser niños. Mon petit, dijo. Desearía que alguien me abrazara y me dijera mon petit. Mi ternura es total. Absoluta. Sin embargo, no lo abrazo. Lo miro observándose a sí mismo, agobiado. Harto. El silencio, primero. El frío, después. La puta vida.
La gente va y viene a nuestro alrededor. En silencio miramos el vaivén. El silencio, primero. El frío, después.
¿En verdad te dejarías morir? ¿En verdad dejarías tu puerta cerrada? Sus ojos pequeños me miran con detenimiento. Dejarse morir no es precisamente a lo que te refieres, le digo. En realidad me preguntas si es cierto que no sé pedir auxilio. Algo así. Y el silencio y el frío congelan nuestros rostros. Una larga línea huérfana. Nadie En la carretera no había ninguna seña de movimiento. Nadie. Sólo una línea borrosa que apuntaba hacia el infinito y la humareda que desdibujaba el rostro amado. La niña corrió tras el autobús. Sus pasos cortos se agigantaron en la desesperación por alcanzarlo. La angustia la dejó sin aire y las piernas se le enroscaron; cayó como una culebra sobre la tolvanera. El golpe brutal en el estómago la enmudeció por segundos, apenas pudo esbozar una palabra: “Mamá”. —¡Ya mujer! ¿Para qué tanto alarido? —dijo Simón mientras servía aguardiente en los vasos de plástico. Traía un cigarro apagado en la boca. —¡Déjala! Sólo ella sabe su dolor —le gritó Elías. —¿Dolor?, ¿cuál? —replicó Simón en tono de burla y encendió el cigarro. —Venir de tan lejos. Dejarlo todo. —Dejar qué. Según ella no tenía nada; sólo a su mocosa. Estar acá tiene sus peligros —bebió de un sorbo todo el licor y luego agregó— la frontera es un buen lugar para vivir. —Y mira la vida que le das. —Esto es mejor que nada. Tiene para tragar. Además, ella andaba huyendo quién sabe de qué. —De la migra. —¿La migra? —Simón dio un manotazo fuerte sobre la mesa—. Sabrá Dios si viene de Guate o de El Salvador. Todas las viejas dicen lo mismo. Lo de su mocosa es puro cuento, para que uno sienta lástima. La habrá vendido en una finca. La regaló. —¿La regaló? —interrogó Elías, titubeante. Ambos miraron con desprecio a la mujer que sollozaba en la oscuridad de la habitación. —Sólo traigo quetzales —dijo la mujer morena y mostró los billetes. —Esos no valen. Te costará más. El doble —arremetió El Marrana. —Los cambiaré en la frontera. —¿En cuál frontera? Aquí no hay frontera. Pagas y ya. El doble. —Es todo lo que tengo —la mujer le ofreció el dinero. —¡Súbete! —El Marrana le arrebató los billetes arrugados. La mujer subió con rapidez al autobús. Atrás de ella, apareció una niña envuelta en un grueso chal, pegada a su costado. El Marrana esperó a que el autobús se pusiera en marcha; luego se acercó a la mujer. —Te dije que era el doble, pero por la mocosa es el triple. —Pero no hace bulto, es pequeña. Sólo tiene cuatro, bueno, cinco años. —No llegarás a ningún lado con ella. ¡Déjala! —¡No! El Marrana forcejeó con la mujer. Nadie intervino. Nadie. El autobús se detuvo. Luego aceleró a toda velocidad. El humo negro trenzó un espeso remolino. Sólo una línea borrosa que apuntaba hacia el infinito. La frontera.
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Ilustraciones: |
Susana Bautista Cruz (Ciudad de México, 1971) estudió Derecho y Letras Modernas en la UNAM. Ha publicado cuento en la antología Romper el hielo: novísimas escrituras al pie del volcán (2007). |