El silencio me hacía falta, aunque no lo sabía. El día anterior, apenas, después de despedir a la pequeña Linda en la puerta de su casa, me había sumergido en una honda ausencia de sonido. Ahora, en medio de la multitud que llenaba la tribuna, sentía que en mi interior faltaba algo; no era Linda, sino el silencio que me había cobijado desde algún punto incierto en el tiempo. El pensar en Ana inevitablemente aportaba una imagen de claridad a mi recuerdo. No es que ya no estuviera con ella, sino que una carencia caracterizaba nuestra relación. Ya no vivíamos juntos, sino en el mismo lugar, partiéndolo; en realidad, cada día era una especie de repercusión del pasado. En ese espacio desprovisto de sonoridad propia, Pedro y Linda habían entrado en mi vida. —Cuando yo tenga un hijo —le había dicho a Ana—, le voy a dar, ante todo, la libertad de ser quien quiera ser. Ella me miró con gravedad, pero con una sonrisa profusa. La conjunción de los gestos materializaba mi idea de felicidad. Estábamos en un hospital tradicional de la ciudad. En los salones de espera, mucha gente se acurrucaba en ademanes de vulnerabilidad, rodeados por los sonidos maquinales de las instalaciones. Pero nada nos importaba. Ana y yo seríamos tíos unas pocas horas más tarde. —Lo único que pienso imponerle —continué, saboreando mi lugar común de cabeza de hogar— es el fútbol: iremos siempre al estadio. Ahora estaba en el estadio, viendo el partido, y recordaba ese día: el nacimiento de Pedro. Le conté la anécdota varias veces. No sé si llegó a aburrirle. Cuando nació Linda, su hermana, tres años más tarde, no inventé ninguna historia. Por entonces, Ana y yo teníamos ciertos problemas y nos habíamos alejado de su hermana, Clara, a quien yo profesaba sincero afecto. Un día, en una gran reunión de fin de año, acepté para mí que Clara me atraía tanto como Ana, pero, ante todo, me agradaba la idea de saber que nunca sucedería nada entre nosotros. Poco después del nacimiento de Pedro, Ana y yo empezamos a intentar procrear. Fracasamos en ciclos de esperanza y resignada esperanza, hasta que todo desembocó en realismo. Glacial. Probablemente entonces empecé a acunar un sentimiento acerca de la culpabilidad de Ana en nuestra familia frustrada. No fue sino hasta años después que comprendí que en Ana se corporizaba nuestra imposibilidad: la infertilidad venía no solamente de nuestros cuerpos, sino de algo oculto, incrustado allí donde pensamos haber fundado nuestra unión. Unas gradas más abajo, una pareja mayor se destacaba ante mi vista. Usualmente, los asistentes al estadio ofrecen una imagen más bien descuidada; pero el hombre y la mujer que habían llamado mi atención lucían pulcros en extremo, brillantes: en el apretado espacio que ocupaban gravitaba un silencio calmo, una atmósfera de tranquilidad en medio de las multiformes tribunas. Imaginé el olor de la pareja a perfumes caros, delicados pero con carácter. La mirada no podía producirse de otra manera: la mujer volteó y, como si yo la hubiera llamado y ella lo hubiese sabido con exactitud, se fijó en mis ojos, asombrados. Sin siquiera mirarnos, Ana me había dejado en las cercanías del estadio unas horas antes del partido. Antes, al separarnos, me hubiera besado y mirado vertiéndose en mis ojos; ahora, no sabía desde cuándo, sólo silencio y palabras mutantes en el aire: «chao», «nos vemos», «cuídate», o «suerte», sin apelaciones posteriores, sin nombrarme. Ocasionalmente, yo mencionaba a Linda o a Pedro para proponer una tregua que me reuniese con Ana: —Ayer, en el centro, Linda me dijo que me ve como a un buen padre. —¿De verdad? —replicaría entonces Ana, sin mayor interés. Después de la mirada de la mujer, me sentí llamado. El acto resultaba halagüeño: aunque fuera mayor que yo, se podía ver que había sido despampanante poco tiempo atrás. Su delgadez evidenciaba cuidado, acaso vanidad, la de quien atesora su belleza hábilmente frente al deseo de los otros. Supe enseguida que se trataba de una extranjera: su cabello rubio —corto, lacio— se sostenía en unos ojos verdes sinceros, ajenos a su medio. Noté que tomaba el brazo del hombre a su lado. Él, vestido con ropa deportiva de exclusiva marca, no resultaba menos impactante, pese a ser aun mayor que su acompañante. Me pareció que la diferencia de edades los pudiera hacer parientes de generaciones diferentes; pero también pude imaginármelos en una boda en la Costa Azul: ella hermosa, arrebatada, él maduro, amante. Sin embargo, todo quedaba en la conjetura, pues el hombre nunca me dirigió la mirada (estaba muy centrado en el partido) y no pude caracterizarlo con detalle. —¿Y por qué vienes al fútbol? —me preguntó un día Pedro, justamente, en el estadio. Pensé un rato; siempre tomaba las palabras de mi sobrino político muy en serio, creo que porque en alguna medida conservaba una imagen de mí mismo muy cercana a mi niñez. —Porque aquí puedo imaginar que juego. —¿Prefieres no jugar? —replicó lleno de curiosidad. —A veces —dije, peregrinamente—: menos riesgo. Arriesgándome, precisamente, y descuidando el resultado del juego —¿para qué iba, realmente?— me concentré en la pareja e imaginé que habrían venido porque estaban implicados, de alguna manera, directamente en el partido. Serían, seguramente, de la región del Río de la Plata y tendrían algún familiar en el campo: el director técnico del equipo era bonaerense y el goleador de ese año había nacido en una pequeña población cercana a Montevideo. El nuevo hallazgo me presentaba algunas variantes: la mujer sería la esposa del entrenador y el hombre, su padre (del entrenador o de ella), y toda la familia estaría en el país unida por el equipo al que yo había ido a ver; o la mujer era la madre del joven atacante uruguayo y el hombre, su padre (del jugador o de ella, nuevamente); o quizás ella sería la esposa —bella y madura— del futbolista, y el hombre, el representante, el amante (de cualquiera de los dos, o de ambos), el signo de una oscura paternidad. —Puedo soportar no ser padre —le había dicho una mañana reciente a Ana, recostados entre las sábanas arrebujadas— pero odio sentir que he fracasado. Esperé a continuación un inicio de confidencia por parte de mi mujer. Esperé que se abriese y experimentáramos nuestro fracaso juntos. Esperé, en vano. —Pedro y Linda —continué, enterrando mis palabras, mi propuesta—… realmente es una suerte que estén ahí.
Mi voz quedó pendiendo de un silencio provocado por Ana, a quien yo aún podía considerar bella. Sentí que a mi lado no estaba recostada una persona, sino una respuesta obvia, callada. Ana se había convertido en silencio. Ese silencio con que ahora vivía y que extrañaba mientras me encontraba en la tribuna del estadio. Esa hermética inmovilidad en que se encontraba la pareja de extranjeros, en las gradas del estadio, era para mí como un signo, como una llamada personal, acaso un guiño de mi destino. Quizás, pensé con cinismo, todo es una maquinación mía para creerme que la mujer corresponde a mi deseo y, ante una señal de mi parte, nos aislaremos para fornicar, salvajemente, apurados por la emoción, emocionados por los gritos de las tribunas, por el juego que sostenía a toda esa multitud, parapetados en los corredores mugrosos del estadio, entre columnas visibles, donde nos apoyaríamos desnudos para amarnos como perros, entre olores ácidos y mordicantes, dibujos en las paredes y ojos de roedores movedizos. La mujer, de cuando en cuando, volvía la mirada directamente hacia mí. Era innegable: yo había tenido experiencia en ello, y en el pasado me había jactado de mi suerte con las mujeres. Ana misma había sido la más atractiva del grupo de amigos al que pertenecimos, y con el que ya no manteníamos sino eventual correspondencia. Yo amaba a Linda, mi sobrinita, desde que nació —nunca había dudado de ello. Pero el hallazgo de la naturaleza de tal amor me arrojaba ahora, en el estadio, a un mutismo obligado, a un silencio en el que nadie debía penetrar. Cuando caminé obstaculizado en los graderíos y encontré un lugar anodino para ubicarme, entendí que había necesitado un mundo de bullicio y ruidos irreconciliables para insertar en medio de la muchedumbre el silencio al que debía ser condenado. ¿Qué quería decir que, en plena condena, hubiera encontrado la mirada de la mujer, de la extranjera, de la jugadora? Un día antes, en un cumpleaños más de uno de mis sobrinos, habíamos sido invitados a la casa de Clara. Antes de ir, en nuestro tranquilo departamento, yo había pensado proponer mi sexo en medio de la ducha de Ana, pero el temblor del aire vacío —en donde sólo hablaban, con gravedad, sus ojos— me reprimió de cualquier valentía. En la reunión, hice gala de varias anécdotas sobre el nacimiento que festejábamos. Al final, cuando mencioné «si nosotros hubiéramos tenido hijos», comprendí que la posibilidad había quedado en el pasado. Las emociones del partido son disímiles: tan pronto nos exaltamos ante las posibilidades, como tememos ser vulnerados por el ataque contrario; en un momento saltamos de impotencia y enseguida aplaudimos en conjunto. El juego es una disputa de territorio pero también es una demostración de ilusión: cualquier control termina siendo momentáneo, cualquier provecho o quebranto acaba de un instante a otro. En aquel cumpleaños, una mirada, había significado la disolución de mi anhelo. Mientras Linda jugaba, sobre un césped parecido al de la cancha del estadio, cayó involuntariamente, distraída por algún movimiento de un insecto o por la coloración de una flor especial. El azar de un ligero viento removió la tela de su faldita infantil, de los encajes volubles y vaporosos pensados con esmero por la madre coqueta. Alcancé a ver sus pequeños y perfectos muslos llenos de vida, de futuro, y tan sólo percibí por un segundo el colorado tono de su ropa interior, hasta que mi sobrina se puso rápidamente en pie. Con emoción inexplicable, a metros de la niña, mientras ella seguramente lo ignoraba, dudé por un momento en cuál sería mi siguiente acción. Si continuaría sentado, tomando un refresco en la mesa de los adultos, o me levantaría hacia el jardín de los niños —esas criaturas inalcanzables para mí— y me acercaría a la tersura de Linda, para obtener la gracia de ese futuro que se avizoraba en su lozanía. Lleno de una súbita vergüenza, llegué hasta el baño y vomité, desbocado sobre el inodoro. Horas más tarde, cuando toda la familia nos despidió en la puerta de la casa, miré a Clara y me espeluznó que aquella porción que encontraba maravillosa en mi cuñada era correspondiente con lo que ella le había legado a su hija en el físico. Sin mirar a Linda, me despedí secamente, con algún comentario torpe. Evité la pregunta de Pedro sobre el día siguiente, si iríamos según lo ofrecido al estadio, donde ahora me encontraba. Y me sumí en una hondura hecha de silencio, al entrar al auto con Ana. Imaginé que la mujer del estadio se desnudaba para mí y me exponía su piel clara. Vislumbré los movimientos de sus manos al despojarme de la ropa, poco a poco, y develarme imperfecto y desnudo. Pero ante todo imaginé que me besaría el sexo, como en mi juventud había pedido que hicieran las pocas prostitutas que pude pagar; y me decidí. En medio de la multitud, que gritaba, que anhelaba gritar y alimentaba la ilusión con cada movimiento de los jugadores en la cancha, me sentí partido por todo lo que no había logrado en la vida, por todo lo que quedaba a medias o por lo que solamente ocurría en mi mente o en mis secretos. Así que esperé el primer movimiento de la otra, la vuelta de la mirada de la bella mujer, para efectuar la seña, la inconfundible invitación, en un aéreo golpecito con la cabeza.
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