En cierta forma he vislumbrado una nueva ontología aterradora. La tecnología sumada a la posmodernidad genera una gran cantidad de posibilidades que no se han explorado con demasiada atención, asuntos que competen a la cotidianidad, surgidos de la necesidad de nuevos productos de consumo o modificaciones a productos ya existentes pero adaptados a compradores enamorados de lo novedoso. Los resultados, en muchos casos, son fránkensteins sobre todo gastronómicos, si es que se puede llamar gastronómico al mercado de chicles, chocolates, papas y más porquerillita monchisquera. Entre algunos productos que llaman la atención por esta tendencia relacionada con la “multiculturalidad” “gastronómica” (a este paso terminaré poniéndole comillas a todo) se encuentra por ejemplo el Carlos V con chamoy, un híbrido curioso, aunque no muy interesante. Otros casos obvios son los productos que, llevados a otros países, adquieren características propias de las costumbres regionales. Todo tipo de producto botanero ha de llevar picante o posibilidad de llevarlo (bolsita de plástico con salsa). Está también la necesidad inapelable de la tortilla en todo alimento que se precie; el chamorro del restaurante alemán trae tortillas o los cortes argentinos del Taco Gaucho, que hacen posible el taco de bife de chorizo con salsa y chimichurri. Ni qué decir del sushi, cuyas adaptaciones transforman radicalmente a su lejano pariente japonés con sus rollos de chiles toreados con queso fundido y aguacate. Sabemos que los orientales también comen picante pero estoy seguro de que el sushi mexicano es gastronomía aparte. Ese sincretismo particular me parece uno de los aciertos de la globalización, y le da además un cierto piso (de por sí líquido) a las teorías de la multiculturalidad posmoderna.
Pero lo que en realidad me intriga es el sabor de los chicles que han generado una especie de “ser de los sabores” a partir de gustos compuestos de multitud de elementos de sensación disímil. Me impactó grandemente al salir de un metro el novedosísimo sabor a “Pay de limón”, que en realidad es sabor a pay helado de limón (lo que se confirma con la foto de un pay helado en el empaque de los chicles). Si se piensa en el proceso mental necesario para sintetizar los sabores que forman un pay helado de limón, sabremos que éste se compone de gran cantidad de elementos, desde su textura y temperatura, hasta la acidez de la fruta o la dulzura de su pan, pero sin usar sus ingredientes. El “chicle”1 hace algo aún más impresionante al tratar al pay helado de limón ya no como un postre cuyas múltiples recetas y subjetividades lo hacen saber de una u otra manera; no, el Pay Helado de Limón se ha transformado en un concepto sintetizado en un sabor cuyos elementos se han fundido en una especie de Ser del Payheladodelimón. Convertir en un solo elemento todos los componentes de un pay helado resulta simplemente impensable; pero no en un concepto puro. Es clarísimo que el chicle sabor Payheladodelimón no sabe a pay helado de limón, pero lo intrigante es que sí logra generar el sabor de un concepto que incluye una especie de abstracción emanada de su postre original. ¿Cómo es esto posible? La ontología ha ido hacia el ser de la cosa (un pastel frío de elementos unificados y de artificial “perfección”) y de regreso (lo ha convertido en elemento masticable); en un primer momento, ha hecho abstracción del contenido hilemórfico de un pay, unificando su sabor en un concepto cuya abstracción permite un manejo universal o por lo menos estándar; después el concepto se ha reproducido en un laboratorio sólo para satisfacción de uno de nuestros sentidos (el gusto, por supuesto) introduciéndolo en un elemento de viscosidad parecida a la de la resina del árbol del chicle (cuyo uso en la producción de chicles a gran escala ha sido descontinuado), el producto final de cavilaciones que esconden cierta filosofía. Se trata de una dialéctica absolutamente hegeliana; un objeto múltiple se transforma en concepto unitario que, a su vez, vuelve al mundo convertido en objeto masticable; este último dista del primero, de hecho ninguno de sus elementos se encuentra contenido físicamente en el tercer elemento; sin embargo uno participa del otro y, al final, el chicle es síntesis de los primeros dos elementos (uno abstracto, otro objetivo). Es lo más parecido al Ser inteligido y procesado; trasciende las palabras del filósofo para constituirse en tableta viscosa. Al revés existe también el movimiento de desustanciación de los alimentos, generalmente los más básicos, como cereales y leche. Tal vez me equivoque pero me parece un movimiento más bien tercermundista el de los agregados vitamínicos que transforman los alimentos más cotidianos en complejos alimenticios. Presumen unos de vitamina E o A, también de calcio, hierro o zinc. Entre las leches, están las de público adulto mayor de cuarenta años (sí, público, excede mucho el término consumidor); leches que presumen de proteger al individuo contra enfermedades típicas de su edad, como la clásica y aterradora osteoporosis femenina o las infinitamente más temibles arrugas. Está también la leche destinada a los niños, que los protege de enfermedades y los ayuda a crecer. El asunto es que los alimentos parecieran dejar de ser ellos mismos para ser más de lo que en un origen se busca en ellos. Cuando uno elige leche lo puede hacer con base en las cualidades nutrimentales que, de hecho, le son ajenas a ella en cuanto tal. Pronto podremos elegir entre un T-bone de cualidades zanahóricas o una lechuga con propiedades dentífricas. Y subrayaba yo hace un momento la geografía de este consumo porque parecieran ventajas ofrecidas a pueblos desnutridos que encuentran benéfico consumir, dentro de sus hojuelas matinales, vitaminas que probablemente no podrán hallar en otro sitio. Incluso porque no saben qué sitio es ese. Es además increíble que la posibilidad de conseguir simplemente leche o un desayuno basado en elementos sin adiciones de ningún tipo se reduzca cada vez más; los cereales de caja que no contienen “vitaminas y minerales” son más caros que los que sí los contienen, basándose en el público al que están destinados. Todo esto sin mencionar las sospechas de que el tal producto ni siquiera tenga las vitaminas de las que presume. E independientemente de eso, ¿no debería ser más común el consumidor que quiere simplemente Leche o simplemente Cereal? Filosóficamente, parece más curioso el fenómeno de desustanciación del alimento o de transustanciación del objeto compuesto en concepto simple y de ahí a objeto simple. Esto es la constante frankeinsteinización gastronómica de la posmodernidad. Por otro lado: gúacala. |
1 Recuérdese además que los chicles ya no están hechos de chicle sino a base de acetato de polivinilo, que es el mismo polímero con el que se hace el Resistol 850, sacado, claro, del petróleo. |
Ilustraciones: icekitty37 www.sxc.hu saboremaq www.sxc.hu |
Víctor Manuel Mantilla González (Ciudad de México, 1982). Estudia Filosofía en la UNAM. Ha participado en los talleres de creación literaria de Alicia Reyes, Enrique González Rojo y Beatriz Espejo. Ha publicado en revistas como Molino de Letras, Alternativa de Baja California Sur, Literal, y en el periódico El Financiero. Participó como investigador en la Hora Nacional, en la Guía literaria del Centro Histórico (INBA) y en el proyecto Los poetas en México del siglo veinte. Antología histórica, cuyo primer volumen se publicará en el Fondo de Cultura Económica y ha sido apoyado por la Fundación para las Letras Mexicanas. Trabaja como editor en el Museo Nacional de Arte. |