El poeta es un taxónomo, le escuché decir a Balam Rodrigo hace unos días, porque nombra al mundo de nuevo. La analogía se desprende de su formación de biólogo; de su vocación de poeta se desprende la pasión por el misterio. Para Aristóteles, la única verdad era la realidad misma, no había otra. Para Balam, la única verdad es la palabra, aunque ésta, según Bernard Noël, nunca pueda asir la realidad toda y esté condenada al espejismo y la desmemoria.
Balam Rodrigo es consciente de ello, se regocija en ello y hace entonces del barroquismo una patria para el poema, al tiempo que homenajea la exuberancia de su otra patria, la selva chiapaneca; al tiempo que convierte la sintaxis en un principio libertario, al tiempo que aterriza en nuestra árida meseta y nos sirve, generoso, un léxico que no se avergüenza de su arcaísmo, que se regodea en el hallazgo arqueológico… Porque Balam Rodrigo, como taxónomo, quiere nombrar el mundo de una manera tan singular que se convierte en un poeta peregrino y robusto, como las ceibas de su selva.
En el caso de Libelo de varia necrología, tendríamos que atender, primero, al reclamo inmediato de un vocablo tramposo y escurridizo: el de libelo, núcleo del sujeto, dominante en el título. Si por libelo entiende el poeta libro pequeño, una de sus acepciones, entonces la síntesis lo convierte en un poemario en el que nada, ni el gozo ni el dolor ni el rito ni la muerte ni la vida, sobra; tampoco falta. Si por libelo entiende el poeta el escrito en el que el marido repudia a la esposa, Balam Rodrigo se divorcia del convencionalismo y en cada verso las sugerentes imágenes del poeta repudian la luz, repudian las cosas simples que el sol nos arroja impolutas y se refugian en los misterios de la noche:
[...] Atas a tu corazón la soga del olvido, la roca del ausente, y luego arrojas su latir infame al agua impura de las marginaciones, a la estéril placenta de la noche que bautiza los guijarros de la muerte.
Quien así habla, quien así nos bendice con adjetivo felino, porque escapa a toda caricia adocenada, es Madame La Loca, el personaje que emerge de la primera parte del poemario y se arrastra en cuatro patas con su universo de gatos pardos, sanguinarios, huidizos, pasionales, mortuorios, mortuorios, mortuorios. Una primera parte que hace de la ciudad nocturna una bacanal excitante y rijosa:
Si maullase la ciudad, escucharía los trenos de la usura, los desbocados himnos de la muerte, la palimpséstica ira de sus signos.
El poeta nos dice que la noche ha sido escrita y borrada una y otra vez sobre la piel de sus habitantes, noctívagos como la gatuna Madame, enamorados del plato de lentejas de Esaú. Madame La Loca se convierte así en un personaje de épicas magnitudes, en un panorama poético donde la épica no gusta de los paladares exquisitos, y atraviesa las páginas “desde el ensueño, toma el arma recién salida de entre las sábanas, la coloca sobre su sien izquierda, aprieta el gatillo y abre el cráneo silencio de la noche en dos...”
En la segunda parte del poemario, “En de la lengua del cardo ya más muerto”, Balam Rodrigo nos plantea un desafío, el enigma del signo, dualidad de significantes y significados. Se trata de abordar los versos del poeta con la guía pertinente y gongorina de los clásicos, con la astucia de quien resuelve acertijos, porque Rodrigo, en este segundo apartado especialmente, declara su amor al hipérbaton, le hace el amor al hipérbaton, nos lo lanza lúdico e impertinente para que juguemos los lectores a reconstruir un discurso que se explaya en sí mismo:
Amargos cardillos desataba la palabra, luenga hora de nimbos que si otrora milagrosa fuera, encinta iría derramando bosques, degustando flores fatuas: avispas tenues y un resabio de moluscos bajo el agua [...]
El poeta es en este apartado un perverso niño que ha decidido trastocar los tiempos y darnos, por así decirlo, una intertextualidad de formas, un posmodernismo que renuncia al humor franco y se regodea con la sutil comedia de los equívocos.
Cuando el lector llega a “De los ebrios cazadores de luz”, la poesía de Balam lo ha subyugado; ebrio de palabras, el lector se lanza al último apartado de Libelo de varia necrología para encontrarse con la abstinencia, con la sobriedad de los sentidos que analizan una realidad que ya ha sido antes interpretada por la lente del fotógrafo. El artista visual Josef Koudelka es el pretexto; el poeta ha exprimido la noche, la muerte, el amor, los sueños, el lenguaje mismo, la idea de sí y de los otros; pero no es suficiente, necesita asomarse a una realidad perpetua, fija en el tiempo y en el espacio, una realidad en blanco y negro, un mundo de silencio, la eternidad del instante; nos dice:
Nos sonríe la eternidad detrás del ojo
de la muerte —su justa y exacta lente.
El poeta necesita entender a estos ebrios cazadores de la luz para entenderse a sí mismo, y al definirlos, se define:
Cercenadores del vacío, ebrios cazadores de luz,
son los fotógrafos la quimera, la innominada bestia
que deambula con refulgente y vítreo tercer ojo
por los exiguos páramos de la tierra [...]
Ni siquiera pretendo calificar el poemario en prosa poética, poesía en prosa o como quieran llamarlo. Sería inútil. Balam Rodrigo entiende la poesía como la arquitectura perfecta de la palabra.
Mejor entonces los invito a domar a la bestia hermosa y admonitoria que encontramos en Libelo de varia necrología, o mejor, a dejar que nos posea con sus artes de gata barroca que se perpetúa en el instante.