Un día antes
El crimen debía ser perfecto. Sin sangre, sin huellas, sin complicaciones. Nada más fácil que matar a un viejo, pensé.
Rolando me había advertido: —No se te ocurra acuchillarlo o dispararle con el revólver, mucho menos darle de golpes con un martillo. Recuerda: necesitamos aparentar una muerte natural. No quiero ni una gota de sangre.
Obedecí.
Planeé ahogarlo en el estanque, llevarlo hasta allí con cualquier excusa infantil. Al cabo, los viejos, cuando llegan a una edad incomprensible y absurda, se vuelven niños otra vez. No tendría problema con entusiasmarlo. Ese mismo día tracé mi plan.
Al siguiente día, temprano
Cité a don Mario a las once de la mañana. El viejo tenía fama de puntual, así que madrugué para preparar su muerte. No era necesaria ningún arma, sólo un piso resbaloso. Unté una mezcla de varios aceites en el suelo. Según yo, el viejo caminaría despistado por el pavimento, en seguida resbalaría y, atontado por el golpe, no me sería complicado enviarlo dentro del estanque. Horas después, otra persona lo encontraría muerto, flotando en las aguas verdosas del gran charco.
Horas después
15 minutos antes de la hora convenida, don Mario llegó al lugar. Con ese humor de anciano que sólo entienden los viejos como él. De inmediato le conté la falsa sorpresa que inventé para ilusionarlo: —Los peces se tornaron color dorado, don, como usted soñó una vez, un fenómeno extrañísimo y ocurrió en su estanque. Entusiasmado, el viejo aceleró el paso para corroborar la noticia que le había dado y, casi al llegar al borde del estanque, tal y como lo supuse, resbaló y cayó irremediablemente de nalgas contra el suelo. Sin esperar jalé a don Mario de las dos piernas. Lo levanté de prisa para arrojarlo al depósito de agua como si fuera un perro. El impacto salpicó de gotitas todo alrededor. No me quedé a ver cómo se ahogaba. Salí de ahí satisfecho por el perfecto crimen.
Dos días después
Leí en el periódico sobre la desaparición de don Mario Gallardo. Ofrecen una recompensa millonaria por el viejo, esté vivo o muerto. Rolando me dijo que a su familia sólo le interesa cobrar la herencia del abuelo, pero la condición es encontrar el cadáver, (aunque sea un ojo, una mano, un dedo). Lo que sea sirve, pero algo que compruebe que don Mario está muerto.
Al día siguiente
Por más que intentó convencerme, Rolando no pudo obligarme a que me sumergiera en el agua del estanque: —A poco tienes miedo maricón.
Aunque no se lo dije, sí tenía mucho miedo. Esa agua verdosa tiene aspecto de pantano. Me dio pavor que el lodazal o alguna planta extraña me impidieran salir vivo. Por lo demás no tendría problema. El criadero de peces es inofensivo.
Ese día, tarde
En la desesperación, Rolando amenazó con pagarme menos de lo acordado por el asesinato de su abuelo. Llevamos medio día tratando de encontrar el cuerpo, primero, con la ayuda de una red que sirve para atrapar grandes cantidades de peces, luego, con una caña de pescar de anzuelo filoso para recoger el bulto. Rolando está convencido de que el cuerpo debe estar entero. Duda que los peces quieran tragarse algo tan viejo y tan podrido. Pero por más que intentamos no encontramos a don Mario.
Una hora después
No sé cómo le hizo, pero Rolando consiguió una balsa inflable para buscar al abuelo por todo el lugar. El estanque no es muy grande. Pero el agua verdosa se tornó espesa. Inaccesible. Metí la mano al agua por curiosidad y mis dedos salieron viscosos, manchados. Él ha recorrido el estrecho sitio en lancha. Malhumorado y amenazante maldice a su abuelo por no dejarse atrapar.
De noche
A punto de tirar la toalla, ya muy tarde, el anzuelo atrapó algo pesado, como un cuerpo muerto. Por fin, me anunció a gritos Rolando. De pronto, la balsa en la que él estaba parado, comenzó a levantarse, a moverse frenéticamente hasta reventarse lento, con una ligera pedorrera. Rolando gritaba peor que una mujer en parto. Le pedía auxilio a su madrecita. No tardó nada en salir del agua eso tan espeluznante que no logro olvidar: el gran pez de color dorado y brillante, de aspecto extraño, indescriptible, de un tamaño descomunal y desproporcionado. No pasó ni un minuto antes de que el pez saltara para devorar de un solo bocado a Rolando con todo y su balsita desinflada. Por unos segundos, más o menos, el pez, increíblemente gordo, se quedó flotando, para después eructar como sólo puede eructar una persona que comió de más. No me quedé a ver, salí corriendo del estanque, para no volver nunca jamás a reclamar al muerto.