Después de veinte años, Emilio salió de su encierro. Ya no era un adolescente con sueños de fiesta, dinero y mujeres; era un viejo desgastado con deseos de venganza, sin vida. El rencor cultivado durante los años agónicos, en los ratos de llanto, para él sólo tenía una solución.
Al salir de la cárcel regresó a casa. Los vecinos se preocuparon por la llegada del intruso; el asesino traicionero; aquel descarriado que a los dieciocho años había matado con saña a uno de sus amigos. Lo juzgaban y le temían, era una leyenda oscura.
Emilio era inocente, la idea del asesinato nunca había pasado por su cabeza. Pero las investigaciones dictaminaron lo contrario: él había estado junto al cuerpo, cerca del arma homicida. No eran necesarias más explicaciones. La sentencia: 20 años, dos décadas de hastío sin perdón.
Su familia lo miraba con extrañeza. Las cicatrices en la cara y en el esquelético cuerpo contrastaban con su imagen anterior, de joven entero. Sabían que era él, pero parecía otro cuerpo, como si lo aprisionara un empaque viejo. Él se mostraba contento por fuera, pero era diferente; sabía que pronto estaría de vuelta en el encierro. No había otra solución: tenía que matar al culpable para deshacerse de la frustración que lo carcomía.
Disfrutó unos días con su familia. Nunca habló de lo vivido en los años de prisión, ni siquiera tocó el tema del homicidio, y su familia tampoco hizo nada por recordarlo, sólo trataron de recuperar el tiempo perdido.
Todos los días, Emilio soñaba con su venganza. Una madrugada se despertó ansioso. Aún era de madrugada; rápidamente se vistió y puso en la bolsa trasera de su pantalón un revolver 38 que guardaba desde el primer día que salió del penal. Antes de salir se miró en el espejo: era él, veinte años atrás.
Salió con determinación, pero estaba frustrado. Antes de tomar rumbo, leyó la nota escrita en un papel: Alberto Rojas, Calle Misterios No. 22. Eran el nombre y la dirección del verdadero asesino; su boleto de regreso a la celda.
Llegó al sitio. La oscuridad era densa y a Emilio le fallaba la vista. La casa era blanca, de un piso, estaba dividida por una terraza de madera oscura y tenía grandes ventanales. Desde la banqueta, un jardín con flores blancas llevaba hasta la puerta de entrada.
Emilio tocó el timbre. Nadie salió. Luego de un rato volvió a tocar y esperó ansioso apuntando hacia la puerta. Un niño en pijama abrió la puerta y, sin pensarlo, Emilio le disparó a la cabeza.
La detonación alertó al vecino de junto, quien llamó a la policía:
―¡Se oyó un disparo! En casa del vecino, en el siguiente número. Es la calle Misterios. Por favor vengan.
La grotesca escena no conmovió a Emilio. El coraje lo dominaba. Apretó los dientes y entró a la casa, revisó cuartos en busca del culpable de su pesadilla, Alberto Rojas, pero no halló nada. La casa estaba vacía.
Desesperado, decidió escapar. El sol ya entraba por los ventanales y afuera la policía lo esperaba. Al salir, Emilio vio el número de la casa y advirtió que se había equivocado. Hundido en la pesadez del error, de la vida misma, miró incrédulo la placa de metal empotrada en la fachada: Calle Misterios No. 23 y volvió sus ojos al papel arrugado que empuñaba: Calle Misterios No. 22.
―¡Puta madre! ―dijo Emilio, arrancándose repetidamente puños de cabello.
No pudo más. Sus entrañas se estremecieron en un espasmo de miedo. Otra vez solo, chamaqueado por el destino injusto, el que no da venganza.
Los oficiales de policía lo rodearon con las armas listas. Cansado, caminó a hacia los policías con el arma en mano.
―¡Deténgase! ―le gritaron.
―Cuánto, ¿veinte años más?
―¡Deténgase ahí! Es la última advertencia.
―Sí, la última.