Indiferencia
El profesor Henry Barthes (el Adrien Brody de El pianista, pero con mayor equilibrio) llega a una secundaria en plena decadencia para cubrir un reemplazo. Mientras padece crisis nerviosas por los recuerdos de una madre suicida tiene la responsabilidad de cuidar a un abuelo enfermo. A pesar de que procura ser distante, establece vínculos aparentemente estables con tres mujeres: Meredith (Betty Kaye con sobriedad), una alumna destacada en habilidades artísticas y trastornada por el trato de su padre y sus compañeros; Erica (una exaltada Sami Gayle), una adolescente prostituta con desequilibrio emocional y desbalance de salud; y la señorita Madison (Christina Hendricks exacta), una colega cuyo frágil temperamento resulta nocivo en un entorno escolar donde estudiantes, padres y docentes parecen haber perdido el interés en el compromiso en favor de la pasión por la violencia. Estas imbricaciones humanas nunca definitivas, y en permanente desequilibrio, constituyen el entramado de Indiferencia, tercer largometraje de ficción de Tony Kaye (Reino Unido, 1952). Un anecdotario de rupturas y confrontaciones que da asidero dramático a un entrecruzamiento de dos poéticas (el video y el documental) para crear una inquietante representación de una crisis educativa, que más bien es trance de vínculos humanos, fundada en la experiencia de la incomunicación.
Muy afín con las inquietudes sociológicas de su cinematografía documental y de ficción, el director de la discutida y afamada Historia americana X (1998), recurre nuevamente al drama, esta vez con elaboradísimas caracterizaciones debidas al esfuerzo conjunto de un reparto equilibrado, para dar forma a un relato de flujo continuo cuya riqueza técnica lo sitúa en el lugar del docudrama reflexivo antes que en el del melodrama de síntomas sociales evidentes. De la mano de un guión pensado por el escritor y profesor Carl Lund, el filme rescata algunas convenciones de la novela literaria y del cuento. Compone los personajes como tipos y arquetipos, y despliega temperamentos con variados movimientos y reacciones: un alumno decididamente agresivo que contrasta con una muchacha sumisa y ermitaña; un profesor que siempre responde al caos con humor para distinguirse frente a aquellos que se derrumban literalmente en el suelo o los que humillan con insultos a los pupilos desubicados. Y aun cuando el plan novelístico del filme es muy evidente, Kaye usa de manera significativa varios materiales literarios, como “La caída de la casa de Usher” convertida en atmósfera fílmica, para brindarles una fijación visual que sugiere transformaciones únicamente evidentes por obra de la imagen: el plano inteligente y cuidadoso que avanza al frente para describir las ruinas imaginadas de una escuela que bien pudo ser el Nueva Orleans de Black Water Transit (2010).
La clave en el diseño de Indiferencia radica en que el equipo de producción parte de una premisa (la crisis de los valores educativos), muy al estilo de las poéticas del teatro clásico, que no se conforma con servir de idea subyacente, sino que se imbrica con una técnica dotada de una mezcla continua de los recursos visuales de la cápsula musical, el videoarte y el registro documental para plasmar la incomunicación. Desde los créditos de inicio, un pizarrón sirve como escenario para un conjunto de animaciones que anticipan la retórica de un diseño gráfico que aparecerá después como una atracción expresionista. La experiencia resultante es de una extrañeza simbólica que crea la impresión de que todo lo sucedido no ocurre frente a la cámara. Es una suerte de conciencia narrativa manifiesta desde la primera secuencia cuando el profesor Henry Barthes exige intimidad para poder grabar en una casetera una valoración del problema educativo. Dicha voz da cohesión a los episodios reconstruidos por el filme, pero el efecto del montaje crea una irrealidad que no es sino un expresionismo de la incertidumbre.
La corriente visual de Indiferencia está dada del tal modo que funda un estilo propio, basado en insertos, amplitudes y entrecruzamientos constantes que simulan evocaciones y tensiones. El vértigo de la memoria aparece como imágenes indefinidas (madre en el suelo del baño; madre doblada de intoxicación frente el lavabo; madre que fuma ansiosa). Por aquí y por allá hay destellos de lentes que se niegan a enfocar o encuadrar para entrar en el ánimo del espectador como una entidad extrañamente temblorosa y en desequilibrio. La dinámica evocativa tiene una culminación estéticamente placentera, pero emotivamente dolorosa, en la amplitud de los espacios interiores (el hogar indiferente de la directora del colegio con tapices rojos y muros alejados; los pasillos solitarios; las aulas), o la distanciación entre los unos y los otros, y en algunas exquisitas oblicuidades y deformidades del espacio en exteriores (fachada del colegio, rejilla, jardines, calles, muro rojo y nocturno donde se encuentran el profesor y la vagabunda) que recuerdan la vulnerabilidad de casi todos los personajes. La imagen-evocación libera así una carga de inestabilidades y difumina los peligros del chantaje emocional cuando la mezcla audiovisual rescata, por ejemplo, una discusión durísima entre el sustituto y su colega casi enamorada al desfigurar lo encuadrado para imponerlo sin entregarse a la espectacularidad.
En La imaginación sociológica, una de las obras capitales del pensamiento social, Wright Mills pensó que la indiferencia se manifestaba cada vez que los individuos desestimaban cualquier valor y no percibían las amenazas. Según esta idea la expansión de este tipo de experiencia propicia la apatía, pero cada vez que se trata de una crisis profunda el trance deviene malestar. Una situación así no puede llevar a otra cosa sino a la ansiedad total; a la interrupción. La ejemplaridad de Indiferencia es su capacidad de sintetizar una serie de confesiones en off y de personajes fragmentados (en lo visual y en lo psíquico) que exploran y trascienden un problema cotidiano de la cultura norteamericana, con un acercamiento temático parecido al de La clase (Laurent Cantet, 2008), para simular el decaimiento de una institución cívica como metonimia de una molestia estructural. En la realidad creada por el filme, que padece de redundancia al yuxtaponer habla e imagen para reforzar contenidos, la indiferencia es la ansiedad de la incomunicación y la imposibilidad de comprensión.
En una de las secuencias mejor logradas, Meredith visita el aula del profesor para darle un obsequio. Se trata de un collage fotográfico en que no aparece la cara de Henry, pero sí su silueta en un salón donde sólo hay bancas vacías. Además del guiño al hombre despersonalizado de René Magritte, la escena encuadra una serie de confesiones en planos abiertos que se cierran hasta culminar con un desencuentro definitivo, completamente audiovisual, que recurre a una semi-abstracción expresada como desvanecimiento. Con resoluciones así, el drama de incomunicación documenta con un ojo muy analítico el problema de los vínculos humanos en medio de la docencia sin pensar jamás en ser una mera monografía de las problemáticas vigentes, sino un flujo visual intensificado que simula y que medita el retraimiento hasta dibujar, sin caer en el didactismo, la figura del profesor como uno de los últimos recovecos de la nobleza de espíritu: la sobredimensionada oportunidad final, antes de la ruptura total de los lazos cívicos, de repensar la responsabilidad de educar y comunicar (Dominique Wolton) a partir de la comprensión del otro.
El árbol de la vida
(Terrence Malick, 2010)
Oleaje transparente. Vuelo de una mirada sobre un páramo rocoso. Odisea entre las ramas de un árbol. Pareja enamorada y jardín. Farola en la plenitud de la noche. Velada de dos que danzan en la luz y en la sombra. Vientre henchido. El ascenso de un niño, guiado por muchachas en blanco, hacia un mundo silvestre. Habitación metida en el mar. Infante que nada hacia una puerta en lo alto. Algas removidas por una marea donde una joven luce un vestido de novia mientras flota. Nacimiento. Embeleso de unas manos paternas que palpan el pie de un recién nacido: el imaginario de El árbol de la vida, como esta secuencia de alumbramiento, es un álbum de imágenes-experiencia. El quinto largometraje del ermitaño Terrence Malick (Waco, Texas, 1943), tan aceptado como discutido incluso antes de la Palma de Oro en Cannes (2011), descubre la vida de la cámara para erigir un poema cinematográfico que plasma los procesos de creación del universo a través de la expresividad del movimiento.
El arquitecto Jack O’Brien (Sean Pean) recuerda el luto familiar por la muerte de su hermano mayor. Tras las evocaciones de infancia, una especie de conciencia narrativa absoluta, o del impulso creativo en sí, relata la biografía del universo con todo y la sugerida desaparición de unos dinosaurios compasivos por una colisión terráquea. Tras la odisea milenaria de relieves, colores e incidentes de naturaleza registrados con magistral fotografía en exteriores (Emmanuel Lubezki), el poema arbóreo resume la vida familiar bajo la tutela de un padre algo duro (Brad Pitt) que quiso ser músico y de una madre comprensiva (Jessica Chastain) que cuestiona tímidamente la divinidad. Las estampas genealógicas incluyen la ausencia paterna, los avatares matrimoniales y la tentación del mal de parte del hermano caído. La experiencia visual casi sinfónica ofrece un finale simbólico sobre una incesante marcha entre el mundo urbano híper-moderno y la ensoñación de una infinita soledad rodeada de todos los seres humanos ya desaparecidos según dicta el contundente campo vacío de un puente vehicular que cruza una brecha de mar.
Con un impresionismo audiovisual semejante al de Days in heaven (1978) y La delgada línea roja (1998), El árbol de la vida articula dos desdoblamientos espaciales: el universo y la humanidad. Aquí la elegía combina ritmos y puntos de vista. Dispone de una edición con series de imágenes figurativas, conjuntos de asociaciones semánticas y secuencias semi-narrativas para construir una dialéctica de dos espacios muy abiertos y de expresividad contrastada. La película reproduce el espacio humano por medio de exploraciones y tensiones de variados encuadres típicos e insólitos, e inventa el espacio del universo con una poética del desplazamiento hacia todos lados. La representación de la humanidad como memoria de la infancia dialoga con una biografía del universo como materia. Esta vastedad universal aparece como un concierto de cortes directos con registros fotográficos recabados en directo o elaborados con técnica digital. El uso reproductivo y productivo del espacio va más allá de la escenificación dramática. Se trata de una dialéctica de dos órdenes cósmicos: la experiencia inacabable del universo y la intimidad abnegada de los seres humanos. Exploraciones que evidencian el único momento donde Malick no perfecciona el continumm cinematográfico por la duración excedida de las escenas de la paternidad exigente.
En El árbol de la vida, el minimalismo paisajístico, y sobre todo arbóreo, de Terrence Malick llega casi a la total abstracción. Si en su aún insuperable ópera prima magistral titulada Badlands (1973), la figuración narrativa ya ofrecía visos abstractos en los acompañamientos del paisaje y en la pintura de los árboles, ahora la cámara funge como una conciencia bucólica de expresividad visual inagotable. Ya por la fuerza de las composiciones, pero sobre todo por la vitalidad del movimiento, el impulso de esta película se encuentra en la idea de la cámara como vida. El incesante andar de este poema fílmico recurre a casi todas las posibilidades del registro en movimiento: la inmensidad de los tres reinos del símbolo arbóreo en el flotar hacia arriba a través de ramas; la agitación de la naturaleza en los recorridos de variados ecosistemas; la tensión emocional de un temblor que va y que viene sobre caras compungidas por el luto; la racionalidad desbordada, en arrastres e inclinaciones, del espacio urbano como descomunal desequilibrio mental; el cruce frontal de la cámara a través de todo tipo de puertas (grabadas como rostros en rocas silvestres, erguidas en medio de un desierto, hundidas en el mar, levantadas en una casa que da a la arena de un más allá) como una inmersión en la espiritualidad incierta de los vivos y la perpetuidad intuida de los muertos. La movilidad de la cámara como experiencia de la creación antes que como una evocación de infancia que sólo es el pretexto para mostrar la irreparable insignificancia de la naturaleza humana frente al acontecimiento infinito del universo.
Esta perpetua y magistral locomoción del instrumento vital del cine, apenas interrumpida por contados planos fijos como aquel del estallido volcánico, remite a la fascinación causada por la imagen en movimiento en los orígenes del cinematógrafo. Si bien la exploración de un universo imaginado tiene la verosimilitud necesaria para envolver al espectador en un efecto más que en un relato, El árbol de la vida no tiene alcance filosófico, sino el arrastre de una experiencia contemplativa. La ilusión de esta óptica de los procesos de existencia no funda un cine pensante porque se conforma con retomar y combinar los símbolos de la espiritualidad occidental para vivirlos y cuestionarlos solamente frente a esa categoría mayor que es la materia misma bien expresada por un polvo naranja con voz off en el plano inicial. Y el encanto del movimiento recorre el álbum impresionista creado por un egresado de filosofía en Harvard y Oxford, quien es ya de lleno y ya en serio un poeta audiovisual, o un creador de experiencias, para ofrecer una lírica del fluir donde subyace la idea de que la ausencia de la vida está más presente justo donde se manifiesta todo lo viviente.
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