Hay muchas flores en el jardín. No las conozco pero son bonitas. Si no fuera por la lluvia, el jardín estaría totalmente muerto. Nadie las riega. Ni las regarán. Las paredes están podridas y, sin duda, no es lo único podrido dentro de la casa. Pero qué quieren que haga. Estoy enamorado de ella y no lo puedo evitar. Uno podría pensar que el amor es sólo un sentimiento, pero parece que no. Parece que perdura ante todo. Ante las paredes, ante las plantas.
A través de las ventanas observo pasar los carros. Hace cien años los automóviles no existían. No como los de ahora. Pero existía la gente, existía "el pueblo", existía el aire. Ni siquiera sé ya cómo se llama esta calle. Me parece que... No lo recuerdo. Serapio Rendón. Sí. Hace cien años tal vez no fuera así. Revolución. La famosa Revolución mexicana, el famoso porfiriato, y el famoso estilo afrancesado. Para qué mentirme, siempre he estado aquí. Aunque no sepa nada. Pero sé, y sin embargo no sé cómo sé, quién fue Serapio Rendón. Yucateco, él. Hoy, aquí, él respira. En la calle, en su calle. ¿Estará Serapio cerca de mí? ¿Podrá observarme? ¿Sabrá que le pusieron su nombre a esta calle?
La ventana está llena de polvo. Apenas se distingue la imagen que está detrás. Pero hay un vidrio roto. Roto como todo lo que hay aquí. A través del cristal, puedo verla. La calle, ésta. Ahora, un perro orina en un árbol. Desearía que viniera a orinar mis plantas. Pasan más perros. Dos perros salchicha. Les llamo así porque eso parecen. Dos salchichas con patas. Y con hocico. Pero estos perros vienen con correa. Y con cuero. Bueno, el cuero viene sujetando la correa. Morena, ella. Mujeres. Tocar una mujer. ¿Realmente sabré yo lo que es estar bajo el calor de una dama? ¿Realmente alguna vez lo sentí? ¿Por qué estoy hablando de amor y calor si ni siquiera puedo constatar mi existencia bajo ningún parámetro? Todos mis recuerdos son imágenes que flotan en el aire. En el aire que se pega a las paredes podridas, a los cristales rotos; la madera chirriante, las moscas, las plantas, el vacío.
Ésta es mi habitación favorita, la del tercer piso. El piso, como todo en la casa, rechina. Mucho polvo. Mi oxígeno es el polvo. Si no fuera por el polvo, no sé qué sería de mí. Hay un escritorio. Hay una silla forrada de terciopelo. Hay fotografías que también son mi…, cómo decirlo..., ¿mi pasión? Mi abuela, mis tías, los perros, la ropa, los bigotes, los sombreros. ¿Y todos esos bebés? Mis hermanos. Y la horripilante decepción de no encontrarme ahí. Hay un libro carcomido por la vejez. Imprenta extraña. Diría que es del siglo XIX. Fue escrito por mi abuelo, y el papel también está podrido. Si la casa es en sí pura humedad, en el libro se concentra, por razones que desconozco, a la máxima potencia. Todavía la huelo. Mi abuelo y sus cuentos.
Esta habitación tiene una especie de balcón que da a Serapio, pero fácilmente puede apreciarse Caso. Casi no volteo para allá. Me cuesta trabajo. Pero de frente puedo ver la tiendita, el hotel, a los jóvenes. Hay muchos jóvenes que pasan. Me imagino que hay una escuela cerca. Bicicletas, muchas bicicletas. Y, por supuesto, los carros. Se respiran vecindades, se respiran los cien años, se respira el porfiriato, no el de hace cien años sino el de hoy. Porque las cosas están, siempre están. Si la materia se queda, imagínense los hechos. Los hechos siempre se quedan; cuando las cosas cambian, unos hechos son sustituidos por otros; pero, ¿a dónde van los hechos anteriores? ¿A dónde fue el porfiriato que influyó en la construcción de esta colonia? ¿A dónde fue lo moderno? ¿A dónde fue el pueblo, la vecindad? A ningún lado. Todo está aquí. Por supuesto, no intacto, pero aquí está la memoria. La memoria arquitectónica. Algo tiene que cambiar. Algunas paredes se tienen que podrir. ¿Y mi casa? ¡Se está cayendo a pedazos! Y sin embargo, aquí estoy, en mi habitación favorita con el libro de mi abuelo y toda la humedad abrazándome. Pudriéndome.
Una vez, entraron unos niños. Eran tres. Supuse que se les había volado una pelota pero no entraron por la casa de al lado. Entraron por el frente. Nadie juega a la pelota sobre Serapio. Los pude oler. Los pude escuchar. Los puedo recordar. Creo que estaba en esta habitación. Pero salí al pasillo. Vi una rata que salió corriendo en cuanto abrí la puerta. Me pareció bastante extraño, pues nunca había visto un roedor en mi casa. Escuché los murmullos. ¿Quién anda ahí?, grité. No me escucharon. Subieron las escaleras y los observé. Uno dijo que tenía miedo. Otro dijo que tenía mucho frío. El otro dijo vámonos. El del miedo se armó de valor y les dijo a los demás, que no rajaran, que subieran, que faltaba todavía otro piso. El del frío dijo que sentía que alguien los observaba. Era cierto. Creyeron que la casa estaba abandonada por lo viejo de los muebles. Subieron al tercer piso y me escondí en una habitación. Recorrieron el lugar y entraron a la habitación donde yo estaba. Los vi. Estoy seguro de que el del frío me vio. Lo sé porque no dijo nada. Los otros dos sólo recorrieron la habitación. Estaba vacía. Entonces me moví hacia ellos, el del frío trago saliva; ni yo pude evitar el rechinido del suelo, ellos salieron corriendo y gritando. Fui tras ellos, pero al llegar al segundo piso, algo me detuvo, no quise seguir bajando.
De ahí en fuera, jamás nadie me ha visitado. No que yo recuerde. A veces un gato entra por el balcón y me hace compañía. Es mi único amigo. Es rosado. Así lo veo yo. Así lo huelo yo. Al menos quiero creer que lo hago, estar seguro de que lo hago. Alguna vez, me dio por leer un cuento de mi abuelo, decía, que cuando uno muere sigue existiendo, sigue pensando, y esos pensamientos se impregnan como palabras en las hojas de un libro. Siempre me pareció hermosa esa idea, pero ridícula. Jamás he creído en nada. El abuelo siempre fue pura poesía. Hoy me siento muy cansado.