El caballo de Turín
Director: Béla Tarr y Ágnes Hranitzky
(Hungría / Francia / Alemania / Suiza / Estados Unidos, 2011)

Topo

Director: Shion Sono
(Japón, 2011)


El caballo de Turín

caballo-cartel.jpgEn el segundo día de una tormenta interminable, el tenaz granjero anciano Ohlsdorfer (Janos Derzsi) inicia su rutina diaria cuando prepara su caballo y una carreta con ayuda de su hija (Erika Bók) ya madura. El equino se niega a machar en medio de la ventisca. Sin destellos de agresividad, relincha y exhala mientras recibe azotes de un viejo cada vez más desesperado. Una vez que la muchacha convence a su padre de la inutilidad de su esfuerzo, la reducida genealogía resguarda al animal en la caballeriza para volver a casa y cumplir tareas que semejan un ritual: recoger agua de un pozo, hervir papas, comerlas con las manos y aguardar la jornada siguiente. En los seis días venideros, el hombre del brazo inutilizado y la hija sosegada advertirá que el jamelgo no sólo se niega a trabajar, sino que ha dejado de comer y de beber agua. En El caballo de Turín, la cinematografía de atmósferas en blanco y negro de Béla Tarr (Pécs, 1955) explora el ocaso del alazán hasta confundirlo con la absurdidad de los quehaceres diarios. El noveno filme del reconocido formalista húngaro compone una agobiante y letárgica reiteración paisajística de actos cotidianos para constituir un fresco sobre la obstinación humana frente al desfallecimiento rutinario de lo viviente.

Con base en una treintena de planos secuencia, a veces fijos y a veces móviles, con fotografía de alto contraste del también cineasta Fred Kelemen, El caballo de Turín concede prioridad a una atmósfera ensamblada con toda clase de motivos altamente plásticos: el exterior estéril con hierbajos apenas; la prédica acústica y factual de la tempestad siempre manifiesta incluso al interior de la casa; el hogar casi desnudo donde la caldera, la mesa, la puerta y la ventana ofrecen trazos y texturas siempre reconocibles por los volúmenes de las sombras expresionistas; y el horizonte muy a menudo visto a través de una ventana que liga, inevitable y simbólicamente, el paisaje desolado por la tempestad imbatible y el temperamento de estos seres humanos obstinados con seguir a pesar del entorno de extrañeza. El pasmo minimalista de este modelo cinematográfico de puesta en escena, iluminación y manejo temporal, con todo y su agotador ritmo más emotivo que metafísico, no es solamente una película contemplativa, sino una suerte de imagen-conmoción. Este estilo constructor de un universo tan realista como onírico busca intrigar a través de un entorno incierto, como es la existencia misma de los protagonistas, que está dado sobre todo a través de la inexplicable repetición de una misma serie de acciones donde lo que importa es la sensación de asfixia y la certeza de lo absurdo sugeridos por la omnipresencia del paisaje-personaje.

caballo-1.jpgSegún el equipo de trabajo de base del director de El hombre Londres (2007), conformado por la editora Agnes Hraniztky (quien aparece como codirectora), el escritor Lázló Krasznahorkai, el  músico Mihály Vig y el ya mencionado Fred Kelemen, la película última de Tarr se inspiró en la muy conocida anécdota de que Friedrich Nietzche, en el momento de mayor desquiciamiento, habría abrazado a un caballo para pedirle perdón mientras el dueño lo golpeaba. En el resultado cinematográfico, el leitmotiv inspirador será un elemento no tan reiterado como las faenas diarias o como el paisaje y sus vientos materializados dentro y fuera del espacio. Los protocolos de vida del padre tullido y la hija-compañera inexpresiva nunca se transforman. Ni los temores de la muchacha que se inquieta con la visita de un grupo amenazador de gitanos (casi fellinianos) que hurtan agua del pozo, ni la necedad del padre frente a lo definitivamente extraño transforman el hábito diario. Sísifos casi de lleno, la pareja protagónica será una constante superada solamente por la presencia ambiental. En cambio, el alazán aparecerá en los planos más idílicos con el fin de convencer al espectador de que se trata de una criatura más consciente que sus explotadores humanos de la dureza que implica sobrevivir, así como de la certeza de que la finitud es ineludible. Con un sistema ejemplar de planos secuencia muy semejante al de siete horas de la legendaria Santantangó (1994), la elegía equina no se interesa en brindar consistencia visual a epigramas o aforismos. No es un cine para especular o meditar. Más bien es la recreación de esa pesadez absurda de la obligación diaria. Un afán de reproducir la conmoción de la vida y, también, aunque en un segundo nivel apenas perceptible, la impresión de la muerte.

Lo más significativo de El caballo de Turín es la pureza de su forma absolutamente cinematográfica. En contraste con otras propuestas contemplativas poseedoras de variedad semántica y un estilo minimalista reconocible, pero que aún no ofrecen una obra de total plenitud, como ocurre con las inquietantes atmósferas de los imaginarios nunca visibles de Bruno Dumont (Hadewijch, 2009; Fuera de Satán, 2011), Tarr consigue una limpieza definitivamente magistral en el uso expresivo y metonímico de los recursos fílmicos. Los planos duraderos y repetitivos remiten a la soberanía de los hábitos. La choza y el paisaje exteriorizan las visiones de los personajes. Los travellings laterales, como en Almanaque de otoño (1984), revelan espacios y delimitan horizontes para simplificar el agobio. La puesta en escena proclama un imperio de lo estéril alimentado por un cuidadísimo decorado. La música funge como evocación cognitiva del leitmotiv de conjunto. El fade out al término de cada secuencia anticipa la negritud última, o el fin del tiempo, en ese momento revelador de la hora de la comida ya visto por el público varias veces, pero donde ocurre algo diferente por imprevisto en lo ya tan conocido. Si la resignación del caballo ofrece un sentido cósmico a la inexistente trama, el ensamblaje de la cinta revela una intención expresiva pensada como una conmoción.

La poética de atmósferas de esta película, cuya viveza reside en la irradiación fotográfica de texturas y apariencias, no es un jugueteo ontológico ni un regodeo fílmico (Luz silenciosa, Carlos Reyganadas, 2007; Aquel querido mes de agosto, Miguel Gomes, 2008). Es una pintura descriptiva y emotiva que da sentido a los travellings serenísimos, la placidez de planos secuencia y la monotonía porque trata la vida diaria y nada más que eso. Hasta en los encuadres más tentadoramente simbólicos, la unidad final se niega a convertirlos en connotaciones desatadas. Tras el monólogo intuitivo del borracho Bernhard en el domicilio del viejo Ohlsdorfer, el visitante se aleja por el sendero mientras la mujer lo mira sentada. Un plano ofrece la ventana como un sobrencuadre que divide el exterior: a la derecha aparece un árbol en el horizonte más el andar torpe del hombre; del otro lado, un contundente campo vacío. Aun como símbolo, esta imagen es sobre todo una impresión. El plano dura tiempo suficiente para revelarse como una mera conexión entre el exterior y el interior.

caballo-2.jpgEn la última secuencia de Gente prefabricada (1982), una de las películas por las que Béla Tarr ha sido comparado con John Cassevetes, un matrimonio recorre el Budapest de la era soviética en el compartimento de una camioneta de carga. Acaban de comprar una lavadora. Van a casa, meditabundos, tras varias riñas e intentos mutuos de abandono. La señal de este plano cerrado es que revela un entorno que aparece con menos profusión que el vehículo y que los personajes: el panorama interminable de edificios multifamiliares de raigambre socialista. Toda la fuerza de esta imagen final, la más silenciosa e meditativa del filme, remite a los malestares tensísimos de sus protagonistas. En la apertura (o poema total) de El caballo de Turín, Tarr busca un motivo similar en términos de viveza plástica y significación para perfeccionarlo. El alazán simbólico, portador del instinto de naturaleza, arrastra la carreta donde viaja Ohlsdorfer. La ventisca atípica vuelve sinuoso el camino. La cámara seguirá al caballo durante varios minutos para anticipar la inquietud de seis días. Además de revelar un encanto por el movimiento, esta secuencia también es una estampa de una cinematografía que siente fascinación por los valores de la imagen en silencio. Una suerte de remembranza por el cine silente y su riqueza plástica. Más allá de lo extenuante que puede resultar, Caballo de Turín debe su condición de filigrana superior al embrujo visual de sus viñetas esculpidas en el tiempo. Y es tal la presencia de esta clase de composiciones que la conmoción paisajística y doméstica logra recordar esa necedad del ser humano, Sísifo de verdad, de aferrarse a lo irracional incluso frente a la total incertidumbre.

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Topo 

topo-cartel.jpgIgnorado por una madre fumadora enajenante, Sumida (Shôta Sometani) deja la secundaria para atender un negocio de renta de lanchas que puede sacarlo adelante. Tras el abandono de la figura materna, que huye con un amante, el adolescente recibe visitas paternas que siempre derivan en palizas y humillaciones verbales. Apenas acompañado por un extravagante (aunque nunca deshumanizado) grupo de desamparados que perdieron su hogar tras las inundaciones telúricas del Japón, rehúye del enamoramiento obsesivo de su compañera de clase, la optimista Keiki (Fumi Nikaidô), quien también padece el hiriente atosigamiento de unos padres desesperadamente inconstantes. A pesar del potencial afectivo de su entorno, el muchacho valeroso renuncia a sí mismo pues añora arraigarse en algo. La rasgadura juvenil prevalece hasta que una visita más, ahora a cargo de un yakuza que pretende cobrar una deuda, incita a un anciano (Tetsu Watanabe) de la tropa de indefensos a reunir dinero de manera ilegal y al joven abandonado a participar en un crimen que lo obligará a tomar la decisión más relevante de su vida. El relato fluvial titulado Topo, decimoctava producción del japonés ya de culto Shion Sono (Toyokawa, 1961), es un desgarramiento que va del interior al exterior de los personajes para plasmar, por primera vez en la trayectoria del cineasta, una elegía dolorosa y extenuante que, a pesar de los flujos de violencia y del terruño devastado, ofrece un imagen de anhelo y resucitación.

Según declaraciones del también poeta desertor de la Universidad Hôsei, el terremoto de Japón ocurrió antes de que comenzara una producción inspirada en un manga homónimo del humorista Furuya Minoru. Cuando aún no se asimilaba el desastre humano, y en medio de la revelación de las corrupciones fatales relativas a las plantas atómicas de Fukushima, Sono registró ciudades arrasadas con encuadres abiertos. Captó espacios extensos repletos de destrozos. Hizo recorridos laterales al estilo de Cenizas y diamantes (Andrzej Wajda, 1958) para teñir las composiciones de sentimientos y evocaciones. En Topo, la caminata visual por el desastre telúrica y nuclear sirve de prólogo anunciante, ya desde la sintética y plástica secuencia inicial con el Réquiem de Mozart y un poema de François Villon, de una lógica de imágenes-emoción. Desde allí aparecen personajes cercanos al manierismo del manga y atmósferas captadoras de toda clase de sensibilidades, violencias y desgarramientos. La elegía construye así un entorno de adversidades, con un agua que es laguna, lodo, lluvia, llanto o recuerdo destructor, como aquellas vividas por los protagonistas de la historieta original, pero ahora materializadas en la tragedia real, multitudinaria y todavía vigente del temblor.

topo-1.jpgMás allá de las innegables virtudes visuales de la captación documental y poética de las ruinas reales del sismo, la peculiaridad de Topo se encuentra en una estética unificadora de las tonalidades del manga, la mesura en el estilo directo del realizador, la elaboración simbólica de los motivos (Réquiem, poema, casa hundida, agua y piedras) y el trabajo permanente con una cámara siempre atribulada por instantáneas de ansiedad y violencia. Sin llegar a las estridencias gore de Pez mortal (2011), la cinta acumula actos de violencia de todo tipo: palizas, cachetadas, jalones de cabello, insultos, gritos, indiferencias, derribamientos y hemorragias. Es un edificio de tensiones que parece aspirar a un estallido emocional, pero sobre todo visual que es interiorizado cada vez que el encuadre se cierra para intimar en espacios interiores, y exteriorizado siempre que el plano ofrece zonas amplias del paisaje fluvial y del paisaje devastado. La carga de temblores, aperturas y cerrazones de una fotografía natural sobre los hombros a cargo de Sohei Tanikawa deviene un estado permanente de ansiedad desgarradora. Antes que desentrañar el misterio narrativo de esta suerte de thriller psicológico, el director parece interesado en llevar al espectador a una desembocadura emotiva, más bien simbólica y anhelante que sorpresiva o rotunda.

En una entrevista con Offscreen (septiembre 30, 2006), Sono dijo que el cine tenía la capacidad de revelar al público la certeza de que hay que pasar por situaciones dolorosas, pero también que la experiencia ante una película puede derivar en una suerte de desahogo que ocurre cada vez que un asunto terrible es tratado con balance. Topo parece erguirse sobre esta poética. Los jóvenes enlazados inevitablemente por la calamidad, en un andar que recuerda a la también nipona Muñecas (Takeshi Kitano, 2002), tienen que sortear el abandono y el extravío. La pareja alusiva de toda una juventud aparece como el derivado de una violenta ruptura de lazos familiares. Es la consecuencia de un entorno inmediato, plagado de corrupciones y violencias, donde se encuentra siempre la idea de que todo ser humano tiene afinidad con el mal (Rüdiger Safranski). El extrañamiento agresivo llega al punto de instalarse en el quehacer cotidiano de los jóvenes. Convencido de que debe hacer valer su vida, Sumida recorre calles como un literal zombie de rostro pintarrajeado y ojos de coronel Kurtz (Apocalipsis ahora, Francis Ford Coppola, 1979), con una navaja oculta en una bolsa de papel, para asesinar a la gente malvada. Keiki guarda una piedra cada vez que su enamorado comete un agravio: dice que las arrojará sobre él cuando su bolsillo esté lleno. La experiencia de orfandad y de desmotivación despierta estados de ánimo sólo equiparables con el montaje aletargado y retrospectivo, pero altamente concentrado, donde el grito de la pareja protagónica anhela ser el grito del espectador. La elegía es aquí estado de violenta tensión al tiempo que mímesis de una posibilidad de restablecimiento.

topo-2.jpgSi bien hay en Topo una serie sobrecargada de micro-episodios que puede resultar desgastante, este largometraje representa un signo de transformación en la trayectoria de Shion Sono. La estilística heterogénea de la película, con su dote de herencias (manga, gore y video), no repercute en los atributos expresivos de su minimalismo fundado en motivos simbólicos. Entre numerosas secuencias de sordidez casi infanticida, un concierto de cortes anuncia la entrada de una imagen altamente sugestiva: una casita de madera medio hundida que está justo en la mitad de la laguna. Este objeto recurrente aparece acompañado de las visiones amargas de uno de los desposeídos cuando, al verla, se pregunta desesperado por qué está allí. La atención constante y consistente a esta entidad insinúa que se trata de un personaje, pero sobre todo de una materialización, en medio de la nada, del estado anímico del protagonista y quizás de todos sus acompañantes. “Lo conozco todo, excepto a mí mismo”, dice Keiki mientras lee en voz alta a Villon en aquel prólogo sintético que ofrece, desde allí, un leimotiv que será trasfigurado en toda clase de imágenes a lo largo de la película. Y en esta elegía anhelante, la idea del hundimiento inacabado se proyectará como la desesperación de una juventud que, quizás como el Japón mismo, esconde aún poderosas voluntades a las que les hace falta únicamente un lugar dónde enraizar.

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Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Es comunicólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Viento en vela, La revista y Periódico de poesía, y en espacios culturales de los periódicos El Financiero y El Universal. En 2004 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Universitario Agustín Yáñez convocado por la revista Tierra adentro y el Conaculta. Ganó el premio único de cuento del Concurso 35 de Punto de partida(2004). Un año después, recibió el primer lugar en crónica en la siguiente edición del mismo certamen. Es maestrante en comunicación, profesor de asignatura en la FCPyS y corresponsal de la fuente cinematográfica para la emisora Radio Cosmos de la ciudad de Chicago (This email address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it.).

 
 
 

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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fecha de la última modificación 10 de octubre de 2024.

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