Melancolía
Director: Lars Von Trier
(
Denmark | Sweden | France | Germany, 2011)


melancolia-cartel.jpgRostro femenino. Áspero cabello de raíces. Pájaros muertos arrojados por el cielo. Templanza de reloj solar. Sombras y fuego en una pintura. Madre e hijo empapados. Caminata rabiosa por un campo empantanado. Derrumbe de un caballo sobre agujas de trigo. Escarcha de hojas secas. Niño y mujeres iluminados por astros en vigilia. Danza afectuosa de dos planetas. Pesadilla. Novia apresada por cepas que rasgan su vestido de bodas. Muchacha nupcial que flota sobre agua y lirios. Ilusión infantil en la hora final. Colisión de los danzantes en la negritud del espacio. Tristán e Isolda purificados al infinito. Figuras de un falso Apocalipsis. Experiencia cinematográfica de un malestar: Melancolía o la metáfora inconexa de un mundo de vida.

Durante su fiesta matrimonial, Justine (Kirsten Dunst) no logra contener una pesada tristeza que nada explica. En el banquete millonario sobresale el lastimoso anecdotario de su familia: la madre huraña (Charlotte Rampling) que detesta el matrimonio; el padre huidizo (John Hurt) que se comporta como adolescente; la hermana frágil y ansiosa (Charlote Gainsbourg); el cuñado, ególatra entusiasta de la astronomía (Kiefer Sutherland). La propia novia padece arranques de abatimiento: mira la extraña presencia de una estrella; se ducha en la tina en la plenitud de la fiesta; seduce a un muchacho; renuncia para increpar a su jefe publicista (Stellan Skarsgård); obliga a su esposo a dejarla sola. Otro día cae en depresión y se instala en la residencia de sus parientes. Allí atestigua el prodigio visual de un planeta que se aproxima a la Tierra. Ve cómo se desvanece su propia angustia ante el creciente temor de su hermana Claire.

A semejanza de Anticristo (2009), el onceavo largometraje de Lars von Trier (Copenhague, 1956) brinda un prólogo con forma de fresco audiovisual. Sin la intensidad del prefacio del filme antecesor, esta nueva entrada en slow-motion enlista motivos y hechos significativos con una estética que bordea el romanticismo pictórico. Con un continuum a veces inconsistente, el sonido orquestal del Wagner más encendido (el preludio de Tristán e Isolda) recubre con drama y ritmo una introducción plagada de indicios (pájaros, caballo, hojas, luces, raíces y pantano) donde el filme define su ontología a través del leitmotiv orquestal: antes que la anécdota de lo desfalleciente, Melancolía es un viaje hacia la lírica oscuridad de un malestar.

melancola-02.jpgVertida en dos fases, la película muestra el ahogo y sus tensiones. Plasma la tristeza de Justine; explora la incertidumbre de Claire. El contrapunto de las hermanas es galope de atmósferas: la templanza de un ser enfermizo ante el pánico de un ser íntegro. El desdoble expresionista es lo significativo. No importa del todo el tratamiento narrativo, sino la experiencia emotiva de esa visual condición enfermiza del espíritu romántico. En esta doble circunstancia se encuentra la virtud del filme, pero también la contracción de sus transiciones. Por un lado la sensación visible de un mundo de vida apagado por la tristeza; por el otro, una personalidad dependiente y amedrentada por el destino de los suyos. Dos universos obligadamente autónomos, pero hilados con cierto desconcierto por falta de condensación en el relato y por el concierto de indicios y detalles en las escenas.

No es Melancolía un relato común. Su condición es la del descenso profundo a un infierno particular ahora universalizado: mirada inseparable de la cámara; letanías de encuadres temblorosos; elipsis brevísimas con saltos; primeros planos nunca en la inmovlidad; panorámicas oscurecidas en alto contraste. La puesta en cuadro como seguimiento o intimidad. Desolación sucesiva que anida en el expresionismo de los escenarios: la sonoridad de los árboles; la dureza de los caballos y sus relinchos por la noche; el viento y la lluvia; la presencia visual del incómodo visitante; el redoble de una extranjera luz nocturna que deja los días en sombra. Una estética de exteriorizaciones emocionales; una pulcra intensificación de las extensiones sonoras y visuales en un juego de espacios que fungen como detonadores de emotividades.

Lejos de ser la mejor pieza de Lars von Trier, Melancolía posee una puesta en escena diversificada. Antifaz de ciencia ficción; jugueteo con la fantasía, el filme concreta una experiencia de incertidumbre. Cautiva con sugestiones genéricas. Exacerba con ambigüedades. Hace pensar en símbolos donde no los hay. En un momento, el cuerpo desnudo de Justine recibe un baño de luz del planeta viajante. Otro episodio contiene una confesión suya; dice a su hermana que tiene certezas, aunque no descubre cómo explicarlas. Sabe cosas. Así es como el cineasta corteja las propiedades de la fantasía y del horror sin dejar de plasmar ese presunto fin de los tiempos. Los contenidos híbridos despistan, pero la estructura jamás abandona el minimalismo musical de su prólogo. Ofrece, una y otra vez, la metáfora epilogal de la colisión purificadora.

melancolia-01.jpgEste catálogo de provocaciones retoma como tema parcial uno de los aspectos de Anticristo: el desengaño de la racionalidad científica. Si en aquella película muestra el fracaso de la terapia sicológica de una pareja enlutada, ahora revientan los cálculos matemáticos de la odisea planetaria. Trance gravitacional; irrupción de atmósferas: ningún ilustrado pensó que los astros recelosos podían seguirse caprichosamente como dos predestinados. No es en vano que el plano que enuncia el título de Melancolía tenga un diseño tipográfico similar al de la película predecesora. Lars von Trier confesó que aquel trabajo era un filme posterior a una depresión. Entonces plasmó un asfixiante paternalismo racional y sus víctimas femeninas. Ahora trata los ambientes con un estilo más cercano al de películas como El caballo de Turín (Bela Tárr, 2011) o Había una vez en Anatolia (Nuri Bilge Ceylan, 2011) donde importa la experiencia cinematográfica que emerge de la conmoción íntima tratada como ambiente.

Horror ante la muerte y fiesta de la vida. Fue Novalis quien pensó el espíritu romántico como el viaje hacia la oscuridad de la naturaleza. Fue quien inspiró al propio Wagner cuando expresó la condición en contrapuntos: el dolor y el placer; la alegría y la congoja; el balance y el desequilibrio. Melancolía quiere ser justamente un tránsito por dicho universo. No un relato de depresión, sino la plástica del desfallecimiento y la recreación de sus manifestaciones. Allí queda ese plano en que Justine flota en un estanque, ataviada como novia, y con las manos enraizadas en un ramo de lirios. Mira al frente como si buscara el firmamento. Escudriña a Melancolía buscándose a sí misma. Es este un filme que no se conforma con el puro melodrama. Es un recuento de estremecimientos; una película de atmósfera que anhela conducir al espectador a las entrañas. Devenir que es siempre una danza entre dos planetas; Tristán e Isolda ahora cósmicos: dos que se persiguen mutuamente hasta el cataclismo porque sólo así pueden llegar a ser (Rudiger Safranski); porque sólo desde el dejar de ser pueden volver a ser.

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Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Es comunicólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Viento en vela, La revista y Periódico de poesía, y en espacios culturales de los periódicos El Financiero y El Universal. En 2004 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Universitario Agustín Yáñez convocado por la revista Tierra adentro y el Conaculta. Ganó el premio único de cuento del Concurso 35 de Punto de partida (2004). Un año después, recibió el primer lugar en crónica en la siguiente edición del mismo certamen. Es maestrante en comunicación, profesor de asignatura en la FCPyS y corresponsal de la fuente cinematográfica para la emisora Radio Cosmos de la ciudad de Chicago y de la revista electrónica F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx).

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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