La Marrana Gaitán olvida quién es quién
Había aparecido gente extraña merodeando por los alrededores. Alguien dijo que tal vez se trataba de los hombres del Macabro pero nadie lo escuchó. Los desconocidos examinaban las placas de los automóviles estacionados a lo largo de la casa. Ante la intromisión, los huéspedes dejaron sus botellas de mezcal sobre la mesa y se reunieron junto a las ventanas. Martha buscó tranquilizarlos asegurándoles que se trataba de una operación de rutina. Los extraños desaparecieron. La conferencia continuó y nadie volvió a verlos. La Marrana Gaitán, que no se sentía tranquilo, le dio un sorbo largo a su trago y subió al estudio de la casa.
A eso de las doce del día, un carnicero llamado Guadalupe Badariel entró en la cocina a entregar una barbacoa de mezquite. De regreso, al bajar la colina, se encontró con uno de los automóviles azules de la policía bloqueando la carretera y a cuatro agentes en traje de civil montando guardia. Lupe, que no había ido a la primaria y había sido matón en sus buenos tiempos, se quedó horrorizado. Sabía lo que aquello significaba. No obstante, la policía lo dejó pasar en su camioncito sin poner objeción. Lupe, pensando en Martha y en la Marrana, consideró pertinente regresar a la casa y dar aviso de lo sucedido.
—¡La policía del estado! —gritó levantando un rifle negro—. ¡Están deteniendo a todo el mundo! ¡Están en todas partes!
Los concurrentes que en torno a la estufa campestre habían comenzado a almorzar, presas del pánico, se desbandaron; los criminales salieron en busca de sus coches, otros a esconderse en el rancho. Martha, pistola en mano, buscaba desesperada a la Marrana por toda la casa. El cártel corría peligro y su mentor no aparecía por ninguna parte.
—¡Marrana! ¡Marrana! —gritaba subiendo los escalones.
El narco se encontraba en el estudio, sentado en silencio frente a un piano de pared. La Marrana Gaitán escuchó el desorden en la casa y un tiroteo en la lejanía pero prefirió no darles importancia. A lo largo de la habitación había varias maletas abiertas y ropa de mujer en todas partes. La Marrana se había pintado los labios y lloraba sin atreverse a abrir los seguros del piano negro. Las sirenas de las patrullas extendían su demencia por toda la colina.
Martha abría y cerraba puertas. La Marrana Gaitán no habría escapado sin ella. Atravesó un pasillo vigilado por una estatua de la virgen de Guadalupe. Abriendo y cerrando todas las puertas a su paso. Finalmente entró al estudio y miró a la Marrana Gaitán, sentado de espaldas frente al piano, interpretando, sin emoción alguna, una pieza triste y estúpida.
—¡Marrana! —exclamó con dramatismo—. ¿Qué haces aquí? ¡Nos han descubierto!
—Sí —le respondió sin dejar de tocar la pieza.
—Marrana, levántate amor mío, sé de un lugar en el rancho donde podemos escondernos ―exclamó tratando de cerrar el piano.
—No —le contestó golpeando las teclas.
Martha, al ver a su marido con los labios pintados, sintió un dolor en el pecho. Se echó a llorar e intentó levantarlo del piano. Tratando de levantarlo pensó en él y no pudo explicarse qué había ocurrido con el michoacano valiente que le había regalado una Suburban pintada de oro el día de su boda. Martha no iba a poder levantarlo. La Marrana pesaba como oro.
—Sí, sí, no, no —le dijo la Marrana intentando consolarla.
—¡Sálvame, Pedro! —le dijo llorando.
—Sí —le respondió la Marrana y siguió tocando el piano.
Martha le dio una bofetada, luego un beso y salió corriendo del estudio.
—Pedro, ¡sígueme si me amas! —le gritó bajando las escaleras, esperando que su marido la siguiera.
Cuando Pedro Gaitán terminó de tocar la pieza triste y estúpida era demasiado tarde. El hampón se sentó en el suelo y llegó gateando hasta el marco de la ventana. Las cortinas se agitaban de forma exagerada. Desde la ventana veía a su mujer corriendo como liebre por el campo, enlodando su vestido y mirando de vez en cuando la colina soleada donde estaba la casa. Mientras la mujer corría tropezó con su vestido, lo que le causó bastante risa a la Marrana.
—Sí, sí —le gritó el temible gánster con ternura.
La Marrana Gaitán arrancó las cortinas, rompió una ventana gritando a veces sí y a veces no.
—Sí, sí no, no.
La Marrana, sin saber qué ocurría, intentó arrancarse los bigotes. Incómodo consigo mismo, encontró terriblemente molesta la consistencia de sus dientes. Para resolver su incomodidad trató de morder la alfombra del estudio. Como esta sensación no fue suficiente, trató de tirarse un diente con un bastón que encontró en el suelo. La Marrana no pudo.
El sargento Pegaso Zorokin entró junto con un equipo de asalto del ejército y doce militares del departamento de la unidad especial al rancho de Pedro Gaitán. Entraron por la cocina, siguiendo al sargento, quien después del terrible episodio en Maravatío, no podía esperar a encontrarse con su enemigo.
—¡Nunca pensé que llegaría este día! —le dijo emocionado Pegaso Zorokin a un soldado.
—La Marrana debe seguir aquí, señor —le respondió el soldado—. Sólo vimos salir a su esposa.
Pegaso Zorokin y sus hombres subieron por las escaleras y después de revisar varias habitaciones dieron con el estudio. La Marrana, más macabro que nunca, veía al techo desesperanzado.
—¡Marrana, tlacuache infeliz, quién diría que volveríamos a vernos! —le gritó apuntándole al pecho con el revólver.
—Sí, sí, no, no —le respondió la Marrana babeando hilos de sangre.
—Se iniciarán innumerables juicios en tu contra, tú y tus malditos cacomiztles por fin encontrarán la muerte —gritó desconcertado el sargento por ver a su enemigo con los labios pintados.
—No, no o ¿sí?
—Los vamos a matar. Te vamos a matar. Nos vas a chupar la verga y luego los vamos a matar ―le gritó viéndolo directamente a los ojos.
—Sí, sí —contestó la Marrana metiéndose un dedo a la boca.
Todos se quedaron en silencio y contemplaron con profunda extrañeza cómo el peligroso delincuente trataba de meterse el puño completo a la boca
—¡Eso es todo lo que tienes que decir, asesino! —gritó el sargento y pegó un tiro en el techo.
—Sí.
El sargento tenía ganas de conversar con su enemigo y éste se comportaba como un verdadero imbécil.
—Te voy a volar la verga a tiros, hijo de perra ―le gritó Pegaso Zorokin. Una vena azul le atravesaba el cuello.
—¡Esposen de una vez por todas a esa puta cerda! ―gritó colérico el sargento.
—Sí, sí —les respondió Pedro Gaitán aplaudiendo.
Una vez en el carro militar la Marrana Gaitán, muy contento, se orinó encima y comenzó a gimotear con una dulzura insoportable. El sargento Zorokin, viéndolo por el retrovisor, se preguntó si realmente se trataba de la Marrana Gaitán. Uno de los jefes más buscados de la familia michoacana. No podía ser, ¿toda su carrera persiguiendo a un retrasado mental? Tenía que haber un problema en su historia.
Pedro Gaitán, la Marrana Negra, chupaba el aluminio de sus esposas.
***
The Warp Zone
―¿Cuántas vidas te quedan?
―Tres, todavía.
Pegaso Zorokin entra a un castillo hechizado. Abstraído, busca una llave en un estanque de magma. Hay murciélagos y plantas carnívoras.
Ocho horas diarias frente a un videojuego. A Pegaso Zorokin no le gusta mucho la vida. Prefiere las pistas del Mario Kart a la avenida arbolada que da con su escuela. Le resulta molesto ponerse un suéter los días que hace frío, insoportable tener que tender la cama, asqueroso limpiarse el culo y extremadamente aburrido soplar sobre su comida caliente. Es incómodo que las cosas del mundo pesen y que los dientes se pudran. Que alguien te moleste todo, todo, todo el día. Pero sobre todo es duro ver cómo todos se van muriendo sin que nadie los asesine.
―Tu abuelo murió —le dijo un día la mamá.
―¿Quién lo mató?
―Ya estaba viejito, Zorokin.
―¿Quién lo mató?
Nunca le dijeron quién mató a su abuelo. Pobre Pegaso, con lo que le gusta matar gente en el Nintendo. Gente y patos y murciélagos y plantas carnívoras. Si su abuelo se le hubiera atravesado mientras buscaba la llave maestra tal vez le hubiera disparado.
Pobre Pegaso, ya la historia te dará la razón. Así como los niños atormentados del XIX leían a Verne con desesperación, así nuestros niños evaden su realidad en escenarios virtuales. Tú no te preocupes, Pegaso, los videojuegos son los nuevos textos literarios. Ahí tú eres el personaje. Tú tomas las decisiones. Así como Borges pasó a la historia como un gran lector, ya escucharemos de ti, Pegaso Zorokin, ¡gran videojugador!
El control del Gamecube deformó sus manitas a los cinco años. No hay de qué preocuparse, joven Pegaso, estas transformaciones también las sufren los pianistas y los novelistas que aún mandan a sus editores las novelas redactadas en máquinas de escribir. Pegaso, te hubieran fascinado esas máquinas, tenían más botones que dos controles de Xbox juntos.
―El hombre puede ser modificado por sus instrumentos. Leyó una vez Pegaso Zorokin (sin saber que estaba leyendo) en Wikipedia mientras preparaba una exposición para la escuela.
Pegaso Zorokin, tiene que andarse con cuidado.
Un barón montañés lanza barriles desde las copas de los árboles. Cuidado, Pegaso, un acantilado. Mira a tu izquierda hay tortuguitas con rifles. Cómete ese hongo, con el hongo tienes más poder. La vida en un grifo. Las monedas. Las superdrogas. Los cadáveres que desaparecen al instante. La AK47 del Golden Eye. Las orejitas de Zelda. Los malos de la Final Fantasy. Los coches escondidos del Need for Speed. Los túneles subterráneos. Las peleas y los calaveras. Los jóvenes calavera de Combate mortal cuatro. ¡Rápido!, mata a Chunly (a+b+arriba+abajo+b+b). Qué rico se muere, Pegaso. Qué rico se muere. Qué rico se muere. Matar es súper padre.
Después de matarlos a todos, cómete un gansito. Ve a la escuela y cuando regreses, vuélvelos a matar a todos. A las tortugas, a los nazis, a los patos. Tu abuelo murió, que todos se mueran. Muerte píxel. Atari, Nintendo, Xbox, Playstation. Wii. Hiperrealismo. Yo soy real. Yo mato. A mi abuelo lo mataron y yo voy a vengarme. El gran sueño de basuco de Shigeru Miyamoto. Press A.
A
THE WARP ZONE1
3 6 5
5. En el Myspace de la banda Vlad Tapes aparece una convocatoria:
“Si quieres conocer a los integrantes de la agrupación Vlad Tapes envíanos un video donde se muestre la forma más creativa para suicidarte. El cadáver de los ganadores tendrá la oportunidad de aparecer en el último concierto de la gira internacional.”
JAT 5000 Pts.
3. Una corte de juristas se reúne en Londres para ver un video. Seis jovencitos aparecen en la pantalla. Un clima triste obra en sus mentes. Peinando y despeinando sus melenas como si fueran las cuerdas de un arpa. Delineador árabe, tatuajes en el pecho, un par de perforaciones. Se escucha un suspiro de fatiga. Uno de ellos muerde una navaja de afeitar. Esperan un instrumento de cola aguzada. El ruido de un aspa vacila en la escena. Una guillotina de péndulo flota por la recámara. Los seis son decapitados. Al final aparecen sus padres. Lloran y dan explicaciones.
GRK 500000 Pts.
6. Ante las demandas, la agrupación Vlad Tapes argumenta un atentado electrónico. Ellos no subieron el promocional. Días después, Pegaso Zorokin es encontrado como responsable de haber hackeado la página. Pegaso tiene trece años.
GDA 5000000000000 Pts.
Recuerda, Pegaso: apaga el Nintendo y empieza tu libro.
***
Pegaso y la Bruja del Este
—Ya duérmete, Pegaso ―le dijo la bruja y le dio la espalda.
Después de ronronearle toda la noche, ahora lo sentenciaba a desvanecer su conciencia. Esa noche, su cama, tibia y enmudecida, tenía aire de teatro a punto de ser abandonado. A esas camas, como a esos teatros, mejor incendiarlos. Pegaso apretó los dientes y se quedó jugando con la etiqueta de la playera de Nirvana que le había prestado para dormir. Era una de las noches más calurosas del verano y Pegaso se sentía profundamente intranquilo. No era para menos. Su biología experimentaba la estación y el clima que más estimulaban su sexualidad. Es en verano cuando las formas de vida alcanzan su punto de desarrollo más alto, posición orgánica que las hace sentir ansiosas por reproducirse. Intuyendo en la naturaleza de ese entusiasmo la muerte y soledad que proporcionalmente le corresponden, los organismos sexuados tratan de encontrar todos los medios para continuar con su existencia. Así, respondiendo a los designios del mundo, nuestro caluroso protagonista se sentía obligado a incorporarse a los movimientos naturales que sugiere todo verano. Aclamar el propósito de sus órganos, hacer estallar la punta de sus espigas, buscar una pera y regalársela a alguien, cogerse a su cita en cuatro, buscar la vagina que él por desgracia no tenía. Buscar una vagina y participar con su delirio de las temperaturas y climas de la tierra. El problema era que aquella espalda implume y otoñal, más allá de proponer un acto creativo, invitaba a meditar sobre la seriedad y sobre las estatuas. Sobre la seriedad de la mujeres que se portan en la cama como estatuas, sobre las mujeres que tienen el corazón tan vacío como el interior de una estatua. Pegaso, estimando el estado fósil de su compañera, se llevó las manos al pecho y tratando de pensar en otra cosa se puso a estudiar el desorden de su dormitorio. De forma inmediata un intruso declaró su presencia entre sus torres de libros con banderas de ropa sucia. Un simple sostén negro y sin vida, como murciélago derribado a tiros reanimó la tensión de su cruzada. El sostén negro le recordó que era pleno verano, que su compañera tenía tetas y que él tenía manos. Que obligar a alguien a quedarse dormido era obligarlo a experimentar una muerte voluntaria. Pegaso, admirando la pieza y sintiendo un entusiasmo oceánico en los huevos, apretó los dientes y doblando su brazo de forma decidida trató de hacerse lugar entre los pechos de su compañera. La mujer, delatando su posición defensiva, detuvo el movimiento de su mano apresando su muñeca de forma cruel y definitiva. —No —dijo la bruja apresando su brazo. La mujer siguió apretando su muñeca y no la soltó hasta que se aseguró de que ésta había perdido su sensibilidad. Pegaso, obligado a detener su ocupación, replegó sus manos como puentes levadizos sobre el pecho. Pegaso no quería hacerle daño, la verdad es que Pegaso no hubiera intentado meterle el índice por el ano, Pegaso ni siquiera había pensado en aquel obscuro escondite. Pegaso sólo quería sorberle los pechos y decirle que era muy bonita. Pegaso se sabía poemas y tal vez incluso se los hubiera recitado. Pero a esas alturas, ante tal sometimiento creativo le entraron más bien ganas de pintarle un bigote y empujarla de la cama. Desesperado, miró una vez más sus músculos posteriores. La muchacha en ese momento se estiraba con lentitud somnolienta. Pegaso se negaba a aceptar que esa mujer lo limitara a admirar su vida vertebral. Ese cuerpo no le correspondía a la jovencita que respirando luciferina le había preguntado si podía dormir en su casa. A la muchachita a la que le había contado sobre su primer libro. A la bruja que viéndose con seguridad en el espejo le había apretado los muslos a lo largo de todo el Paseo de Insurgentes. A la fierecilla que le había mordido los labios antes de que él fuera al baño a revisar sus encías. Pegaso, con las manos cruzadas en el pecho, lentamente fue quedándose dormido. Resignado a la transición involuntaria escuchó a su compañera silbar débilmente dos o tres notas, ni siquiera una melodía completa, solamente para decirle: estoy despierta y tengo una vagina. Pegaso suspiró con enfado y prefirió no decir nada, miró sus pies con cierto desaliento, se acarició los genitales y se quedó completamente dormido. Pegaso, con los pelos de punta, despertó a medianoche en una contorsión parecida al espanto. Aún con los brazos cruzados sus dedos se habían inmovilizado. Congestionado y tiritando expiró un vaho azulino. Jamás en su vida había sentido tanto frío. Así, en posición de campista esperando la muerte se llevó las manos a los muslos tratando calentarse. La cama se había vuelto una pista de viento y torbellinos, un hielo de para dos personas y sus almohadas.
Un invierno súbito transformaba la atmosfera veraniega de su dormitorio en una triste y macabra ensenada. Los cristales se habían empañado y no le hubiera extrañado que hubiera témpanos con forma de colmillos colgando bajo la cama. Lo terrible de sentir frío es saber que uno está lentamente volviéndose parte de él. Que hay una fuerza buscando incorporarnos a su temple, una fuerza que estableciendo su temperatura se demuestra dispuesta a devorar a cualquier organismo. De imponer su naturaleza hasta lograr que el cuerpo o la materia se vuelvan parte de él. Que de ahora en adelante el frío se reproduce a través de ti. El frío, el mal y el amor se parecen en eso. Pegaso, sintiéndose frío, trató de calentar sus piernas frotándose con las manos y volteó a ver a la mujer que dormía a su lado. La Bruja del Este dormía de forma plena y feliz. Extendida en sus dominios, con los pezones abotonados en la playera como dos pequeños puertos de aire acondicionado. Un organismo en estado criogénico espirando corrientes que disminuían la temperatura de todo lo que estuviese a su alcance. Claro, se dijo Pegaso castañeando los dientes, ella no tiene frío, ella es el frío. Hacía tanto frío en esa cama, hacía tanto frío en esa mujer. Pegaso no iba a permitir que esa mujer lo igualara a su terrible temperatura. No en ese momento de su vida, no en ese verano. Pegaso, quien despertaba todos los días con ganas de hacer buenas obras, iba a clases de teatro y corría todos los días una hora, iba negar con todas sus fuerzas la aparición de ese invierno tan repentino en su vida.
Pegaso, en un impulso de sobrevivencia, con las manos aún en los muslos, encontró su pene extrañamente escarchado. Negándose al frío que todo lo devoraba, después de una serie de pases desesperados, con la voluntad y persistencia de esos prisioneros rusos que se masturbaban viendo renos en el Gulag, logró dar vida suficiente a su extensión invertebrada.
La temperatura siguió descendiendo, sus manos se adhirieron a su miembro, pero el muchacho no se detuvo. Castañeando los dientes y temblando como si fuera a perder una pierna en cualquier momento, continuó con voluntad férrea su quehacer genital. Buscando fuerzas mentales que esperanzaran aquel desesperado acto volteó a verla con rencor, cómo le hubieran dado ganas de hacerse paso con un termómetro por las paredes muertas de su vagina refrigerada, comprobar que los exploradores estaban equivocados, que el polo norte está escondido en las piernas de una calientahuevos del Distrito Federal.
Demasiado tarde, la helada derivada del cuerpo de la mujer había llegado a su máxima expresión. El cuarto y todo lo que lo componía, libros, ropa sucia y cuadros, tenían ahora una sola temperatura. A la eyaculación le siguió un grito de dolor que Pegaso silenció mordiéndose los labios, una masa helada se había detenido en los túneles de su pene congelado. Pegaso, sintiendo náuseas y angustia, miró cómo su miembro se estremecía en un estornudo de astillas congeladas.
El frío, sin abrir los ojos, con los dedos repentinamente animados, como si estuviera cazando copos de nieve, detuvo al instante las partículas de vida pulverizada. Se las llevó a los labios y le dijo: Ahora sí pendejo, empieza tu libro.
|