¡Pum!, ¡pum!, ¡pum! Tres disparos, desde que sonó el primero nos aventamos bajo la cama y comenzamos a rezar. Parece que es lo único que podemos hacer, rezar. Rezar para que no entren, para que no nos toque un balazo, para que se acabe pronto; pero nunca se acaba. Si termina esta balacera, en una hora o dos habrá otra. Y otra después de ésa. Y así hasta que se pase el día y otra vez sea la una de la mañana. Tenemos sueño, nos quedaríamos dormidos en el piso si no fuera porque estamos temblando, agarrados de quien podemos y esperando por si la puerta se abre. Algunos tratamos de vernos valientes y no lloramos por más que queremos hacerlo. Cómo me gustaría mandar todo a la chingada y largarme de aquí.

Se suponía que veníamos a pasar una semana en la playita. Una amiga dijo que podíamos quedarnos en la casa de sus padrinos sin broncas. Subimos las mochilas y nos aventamos bien contentos porque ya todo estaba planeado, así tuviéramos que comer Maruchan a diario, la playa es la playa. Y sin jefes, ni quien nos amargara el viaje. Llegando al pueblo como que nos sentimos raros, no vimos gente en la calle, ni puestos, ni perros había y eso que en los pueblos siempre hay perros que van de acá para allá buscando comida o a otros perros, pero aquí no había nada.

niperros-01.jpg¡Madres! Le dieron a la ventana, por eso te tienes que aventar al piso. Don Al nos contó que así se murió el hijo de una señora que conoce su comadre y que vive a unas cuadras de esta casa, donde antes era una pulquería y no sé qué más. Nos contó que encontraron el cuerpo del chavo en su cama, que tenía un agujero en el pecho y que hasta el colchón había atravesado la pinche bala. Por eso apenas oyes un ruidito y te botas al suelo, chance y así no te den. ¿Por qué carajos no leí al Juan Rulfo? A lo mejor ahí venían consejos o alguna manera para sobrevivir a cosas así. No pido un manual, pero por lo menos saber si alguno de los personajes se escondió o cómo le hizo para salvarse. Lo que quiero es salvarme.

Cuando llegamos a casa de don Al empezó el peor día de mi vida. El señor sale todo preocupado, nos abre el portón, estamos metiendo la camioneta y que empiezan los tiros en la esquina. No sabíamos si echarnos a correr o quedarnos trepados, todos gritamos y Eve se bajó sin cerrar la puerta. Yo alcancé a ver cómo le daban en la pierna a un wey que iba corriendo y luego lo balacearon ahí, en la esquina. Eran las tres de la tarde y lo balacearon. Todavía no entraba toda la camioneta y ya estaban poniendo las trancas. Nos hicieron hincarnos para rezar por que no fueran a la casa. Yo no alcanzaba a rezar nada, nada más oía a Fer llamando a su mamá y me dieron ganas de llamar a la mía. Yo creí que estaba soñando, pedí estar soñando y no pude evitar llorar.

Ya no supe cómo llegamos a la cocina. Nos dieron a comer bolillos para el susto y cerveza; yo no hubiera comido, comí por imitar a los otros y ellos comieron imitándome a mí. Todavía no terminábamos de remoler y nos quisimos subir a la camioneta, pero nos dijeron que no podíamos irnos, que primero se tenía que pedir permiso a la gente del Guango. La historia es que primero todo el pueblo se había organizado porque las cosas ahí ya estaban muy feas, los narcos ya ni tocaban en las puertas para entrar a las casas y tenían que pagarles todo: que derecho de piso, que por tener carro, que por proteger la casa… Entonces la gente se hartó, a punta de pistola los acabaron y les demostraron que unos cuantos con cuerno de chivo no eran nada contra tanta voluntad. “No fueron las escopetas las que acabaron a los narcos, ésas no se disparan solas”, como dice don Al.

Pero no acabó ahí. El pueblo quedó escamado, como esperando que en cualquier ratito llegaran otros narcos y ya no soltaron ni las escopetas, ni las carabinas ni el machete. Empezaron a acusarse unos a otros de tener que ver con los narcos y no se evitaban los tiros. Porque si alguien dañaba al hijo de tal señor, toda su familia se iba contra quien podía, y la familia de ese otro se desquitaba y balaceaba a la familia del primero. Y nunca falta un cabrón que se aproveche.
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Como ya no había orden, el Guango, que según la esposa de don Al siempre fue un matón, se propuso como mediador, para que ya no hubiera tantos disturbios. Y aunque la gente no lo quería, no veían qué otra cosa podían hacer y ya no querían hacer otra cosa. Se quedó como jefe del lugar y sus gentes se las daban de policía. El pueblo pasó de estar jodido por los narcos a estar jodido por el Guango. Y si querías hacer algo, tenías que pedirle permiso al desgraciado, que dependiendo de si estaba de humor te lo daba o no te lo daba. Nosotros queríamos irnos pero no podíamos sin que él nos dejara ir.

Don Al fue a verlo y sus “ayudantes” le dijeron que no estaba, que llegaba en tres días, que entonces sí podía hablar con él para que nos dejara ir; que si nos íbamos a la mala, no se hacían responsables de que una bala perdida nos diera. Pero, en consideración, podíamos andar por el pueblo para conocerlo. Ni madres. No quisimos salir y tres días nos la pasamos temblando, mirándonos a los ojos, aburriéndonos a ratos y maldiciendo a otros. Pensamos en llamar a nuestros papás para que fueran por nosotros, pero lo pensamos mejor y nadie quería exponerlos. Se nos ocurrió llamar a la policía para que se los pusieran quietos y hasta nos escoltaran a la salida del pueblo como héroes. Ni madres. Nos dijeron que hacía un buen que los policías ya ni se asomaban por ahí. Chido por los celulares que no nos servían más que para mentir diciendo que nos iba bien.
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¡Hijos de puta! Abrieron una casa de junto. Se oye a la señora gritar, se oye cómo le rompen las cosas y te da rabia saber que no puedes hacer nada. Quisieras levantarte y el miedo te obliga a seguir en el piso. Te justificas diciendo que ellos tienen armas y tú no, pero muy en el fondo sabes que eres un pinche cobarde. Porque cuando nos mandó llamar el Guango, todos fuimos. Ninguno dijo no, nos tronó los dedos y fuimos. Nos llevaron por la playa y ahí se me terminaron las esperanzas de salir ileso.

Había un montón de cuerpos por todos lados, las gaviotas y los cuervos comían carne entre moscas y demás animalejos y me pareció entender que así está todo México; muerto, inerte, a la merced de una plaga de infelices que no hace otra cosa que pensar en llenarse ellos y no les importa acabarnos a nosotros. Y nosotros sin hacer nada, los que podemos porque no queremos y los que quieren, ya no pueden. Y vemos que las cosas pasan y no hacemos nada porque tenemos esa pendeja idea de que no me afecta, de que si le pasa al otro ya chingué porque me salvé. Y eso demuestra que estamos pendejos. Me dolió en el alma ver algo tan grotesco y entender que yo también tenía la culpa. Entendí que la imagen que tenía de mi país no era más que mierda inventada por esos cabrones que nos quieren inertes y sentí que era mi corazón lo que esos carroñeros se comían.

Y el hijo de la chingada nos dijo que no nos íbamos, que por el momento no se podía y que él nos avisaba cuándo. Y ya van seis días y no nos vamos. Llevamos seis días viviendo en el verdadero México y ya no queremos vivir aquí.

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Ilustración:
PsycoPink: www.sxc.hu

Carlos Manuel Rodríguez Gasca (Puebla, 1990). Estudia en la Facultad de Ciencias de la Comunicación en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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