I
Vivía por casa de mi abuela en la calle Espigones de la colonia Las Águilas, así que con frecuencia lo veía pasar: el mayor filólogo mexicano era delgado, alto, de semblante quijotesco y demasiado plácido. Yo no fui su alumno en la célebre cátedra de los Siglos de Oro que por años impartió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, pero sí conocía buena parte de su obra y asistí a muchas de sus conferencias. Además, tuve la oportunidad de incluirlo en un proyecto sobre la leyenda de los jaliscienses que supuestamente ayudaron a Juan Rulfo a armar la gran novela de la literatura mexicana (entre los cuales se encontraba el propio Alatorre), Pedro Páramo, lo que dio pie a un par de charlas en la puerta de su casa (por alguna razón no me permitió entrar jamás). La mañana de la cita lo primero que le dije fue: “Maestro, muchas gracias por haberme recibido”, a lo que él contestó: “Déjate de protocolarios exordios, si no soy el sumo pontífice.” Antonio Alatorre imponía: su erudición y su memoria eran portentosas; podía recordar una conversación con Alfonso Reyes en los años cuarenta sobre el mito del Minotauro, un verso de Ovidio en latín, o uno de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique en español antiguo. Ahí, en el umbral de su puerta, el traductor de Marcel Bataillon, Paulo Freire y Jaques Laccan me contó cómo fue amigo de Juan José Arreola en Guadalajara, y cómo en 1945 juntos dirigieron la revista Pan, donde un joven Juan Rulfo que entonces trabajaba en una fría oficina de migración, publicó sus primeros cuentos. Me contó también cómo al año siguiente, él y Arreola vinieron a la capital para formar parte del Departamento Técnico del Fondo de Cultura Económica, entonces la editorial más prestigiosa de América: “Éramos cinco técnicos, Arreola y yo los únicos mexicanos (los demás españoles), y nos ocupábamos de todo el proceso de cuidado del libro.” Este dato era muy importante porque venía al traste con el tema de Rulfo: si Alatorre había trabajado en el Fondo de Cultura desde 1946, entonces era probable que hubiera tenido algo que ver con la edición de Pedro Páramo publicada en 1955. Como vi que el sol pegaba duro y que el erudito comenzaba a fatigarse (entonces tenía 84 años), le solté la pregunta: “Oiga maestro, ¿podría dar usted una entrevista sobre sus recuerdos de Rulfo y en específico sobre su probable intervención en la elaboración de Pedro Páramo?” Alatorre me observó con mucha desconfianza, seguramente no era la única ocasión en que le habían preguntado lo mismo. Sin embargo contestó: “Yo no he hablado mucho de eso, pero si te interesa saber lo que pasó, ven la próxima semana porque te voy a contestar por escrito.” Yo le agradecí y antes de despedirnos me advirtió: “Mira, a lo mejor digo alguna cosa que no le gustará a los devotos de Rulfo, pero eso no es mi culpa, ¿de acuerdo?” Asentí y me marché con una fuerte ansiedad sobre lo que diría el gran filólogo acerca de la más importante novela escrita en México y su autor. No tenía idea de lo que revelaría dicho texto. II Esa tarde regresé a casa con una imagen muy distinta del sabio de Autlán, Jalisco: contrariamente a lo que la mayoría pensaba (su aspecto serio, su temible trayectoria así lo presumían) a Alatorre le gustaba platicar, y tenía en gran estima lo que la gente común pensaba “informalmente” de los grandes libros y sus autores. Esto era en suma significativo, pues a pesar de ser uno de los más eminentes académicos, editores y filólogos, era un hombre sencillo que pensaba que la gran literatura era patrimonio del público en general, y no de ese “academicismo ramplón” (así lo llamaba) y ese “árido cientificismo” que tanto daño causaba a la emoción y la sensibilidad de los jóvenes que llegaban a la universidad queriendo disfrutar las obras literarias y encontrar en ellas sus propias lecturas, cosa que Alatorre juzgaba lo más importante. Estas ideas pude confirmarlas más tarde en un ensayo del propio Alatorre titulado “Crítica literaria tradicional y crítica neo-académica”, en donde, partiendo de un fragmento de la monumental novela Paradiso de José Lezama Lima, se burla bonitamente de los frígidos críticos literarios y los malos profesores de literatura que ven en las obras literarias una extensión de teorías, métodos y engorrosos sistemas linguísticos. Alatorre recuerda el fragmento lezameano, donde un inquieto e imaginativo Frónesis en el patio de la Universidad de la Habana se queja con sus compañeros de sus lecciones de literatura, las que califica de “tediosas y banales”, “tontas”, “de un vulgacho profesoral” entre los compañeros inconformes está José Cemí, quien concluye: “La crítica ha sido muy burda en nuestro idioma.” Pensé que la cita de Lezama Lima no era gratuita (uno de los autores más arriesgados, personales y sublimes del idioma), pues pretendía reivindicar las ideas, emociones, sensaciones, imágenes y relaciones varias que un libro pudiera legítimamente suscitar en un lector cualquiera; tampoco era gratuito que la definición de “filología” que más le interesaba a Antonio Alatorre fuera su misma etimología: “amor por las palabras”, y no la que enseñaban los duros profesores de la universidad: “estudio del origen y evolución histórica de la lengua”. Una noción concentra más la idea de placer, y la otra la de ciencia, y la literatura es más un arte que una ciencia, un territorio para la imaginación y la posibilidad fecunda, más que para el dogma y la mera descripción. No puedo dejar de citar un párrafo de dicho ensayo, que ilustra mucho mejor todo esto: “Y me preocupa que ciertos profesores transmitan a los inocentes alumnos esa actitud de apocamiento y desconfianza frente a las reacciones personales de lectura so pretexto de implantar lo que llaman posturas científicas y eliminar lo que llaman impresionismo […] prefiero las simples conversaciones en que se habla de lo bonito de unos versos, de lo emocionante de una novela, de lo decepcionante del desenlace de un cuento, etcétera, a los productos de cerebros robotizados en que la impresión producida por una obra literaria, su resonancia íntima, ha sido escrupulosamente raspada.” Nunca imaginé que la más férrea defensa de las impresiones personales del lector proviniera del más estricto de los estudiosos. III Y llegó el día de recibir el esperado trabajo. Toqué la puerta infranqueable y ahí estaba, con su suéter de cuello en V y su camisa a cuadros, de muy buen humor y con un puño de hojas en la mano: “Pues ahí está, apenas lo he terminado”, me dijo, mientras se limpiaba la boca, ya que al parecer había interrumpido su comida. Con las manos sudorosas recibí aquel material y le di un rápido vistazo: cuatro cuartillas mecanografiadas y al final su firma en tinta negra. “¿Quieres un sobre?”, me preguntó, pero yo sentí mucha vergüenza y le dije que no, que yo iría de inmediato a comprar uno. “Bueno, pues ya me avisarás qué sucedió con el proyecto-Rulfo, ¿no?” Claro, respondí y salí huyendo. Por supuesto no fui por el sobre sino al café más cercano, donde comencé a leer el testimonio de una de las figuras centrales de la Literatura Mexicana, llamado “Dos apostillas rulfeanas”. Absorto, me encontré con dos sorpresas; la primera de ellas era el minucioso deslinde de la supuesta participación de Alatorre en la elaboración de Pedro Páramo por razones cronológicas: hacia 1955 en que se publica el libro, él ya no trabajaba en el Fondo de Cultura Económica y se dedicaba de lleno a la reputada Nueva Revista de Filología Hispánica del Colegio de México. Además, ilustra este equívoco con una anécdota muy divertida: hace algunos años el crítico Roberto García Bonilla fue a la casa de Alatorre (él sí pudo entrar) para llevarle su libro Un tiempo suspendido: Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo para que lo revisara, por si había alguna incorrección. En ese trabajo se hacían referencia a la leyenda sobre la participación del filólogo en la construcción de Pedro Páramo y no sólo eso: le achacaban responsabilidades específicas. Cito el párrafo completo por su valor documental y su belleza: Pero el libro de García Bonilla no sólo me hace saber que la leyenda sigue viviendo, sino que me revela algo que yo ignoraba. Allí se lee (hoja 138) que en 1979 “Rulfo pidió a José Luis Martínez, director del Fondo de Cultura Económica, la revisión de El llano en llamas y de Pedro Páramo” porque no estaba “plenamente satisfecho [con] los cambios que se habían hecho por sugerencia de los editores Antonio Alatorre y Alí Chumacero” y en seguida estas palabras de Felipe Garrido, que en 1979 era gerente de producción del Fondo: “Un par de días por semana iba a sentarme con Rulfo..., y durante unas tres horas leíamos juntos los textos y él iba haciendo cambios. Al comparar la edición corregida —publicada en 1980— con las anteriores, se advierten fácilmente las diferencias. Por ejemplo, Rulfo volvió a poner hidrante donde Alatorre había puesto vertedera” y, siempre según Garrido, al tachar la palabra dijo Rulfo: “No se porqué me dejé convencer por Antonio; en su pueblo dirán vertedera, en el mío decimos hidrante.” Como es obvio, tal leyenda era mentira, pues un filólogo de la estatura de Alatorre no iba a recomendar palabras erradas a Juan Rulfo. De esta forma y con un emplazamiento a tribunales a Felipe Garrido para que demostrara la “caligrafía de Alatorre” en el original de Rulfo, quedaba concluido el tema de la famosa novela. Pero la verdadera sorpresa vendría unas páginas después, cuando leí un apartado del ensayo titulado “La última vez que hablé con Rulfo”, donde hace un relato que seguramente quedará en la memoria de los lectores. En él describe cómo, en plena campaña de Miguel de la Madrid Hurtado, recibió una invitación del entonces candidato presidencial que deseaba tener un “coloqio” sobre temas culturales con “los más destacados intelectuales y artistas jalisciences, residentes en Jalisco y también en el D.F”. Alatorre, que nunca asistió a ningún evento presidencial, aceptó la convocatoria de don Miguel, movido por la curiosidad y pensando que haría una visita a su madre y sus hermanas en Guadalajara. Después, recuerda cómo los recibieron en el hotel Camino Real y cómo, “un individuo calvo y chaparro, con facha de politiquillo” les conminó a decir lo siguiente: “Exprésenle ustedes al señor licenciado sus deseos de que a la cultura del país se le aplique una dosis extrafuerte de nacionalismo.” Recuerda Alatorre cómo se ofendió con tal recomendación: “¿Qué idea tenía de los intelectuales ese calvito que creía que nos podía “adoctrinar” como a niños de kínder? Tuve que decirle que ésos no me parecían buenos modos, y que cada quien podía decir lo que se le antojara, pero él capoteó la embestida como buen diestro, y yo me callé la boca.” Más adelante hace mención de la ostentosa cena de gala a la que el candidato llegó con dos horas de retraso, y de la numerosa comitiva de “guaruras y achichincles”, entre la cual venía Juan Rulfo. Alatorre recuerda la cara de cansancio y sufrimiento que tenía el más grande prosista mexicano, y la penosa subordinación de los demás artistas: “La cena fue rápida; aún no acababa de servirse el café y el coñac, cuando —¡tilín, tilín!— empezó el `coloquio´. Habló primero un pintor, que hizo exactamente lo que había pedido el `adoctrinador´ (cuyo nombre, por cierto, supe más tarde: Carlos Salinas de Gortari).” El desenlace de la anécdota no podía ser más penoso: Terminé el ensayo con un mal sabor de boca, con la incómoda certeza de que hasta los más grandes creadores son tentados por el sistema. Pensé que aquellos métodos de cooptación del antiguo Partido Revolucionario Institucional eran casi ineludibles. En México, las limosnas (ya no digamos el dinero) compraban las conciencias, el talento y hasta la grandeza. Pagué la cuenta, guardé con mucha cautela las hojas mecanografiadas en el forro de un cuaderno y salí de aquel lugar. Ya en la calle pensé que por suerte en México esos tiempos oscuros están sepultados en el indigno y trágico cementerio de la patria. ¡Qué alivio! |
Ilustraciones:
Foto de Antonio Alatorre www.colegionacional.org.mx Foto de Juan Rulfo www.commons.wikimedia.org |
Leopoldo Lezama (Ciudad de México, 1980). Estudió la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha colaborado en diversos medios como la Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Tierra Adentro, Punto de partida, Alforja, Círculo de poesía, Revista mexicana de literatura, Excélsior, entre otros. Es coordinador del libro Perduración de la palabra, Antología de poetas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, (UNAM, 2008). Ha impartido talleres de creación literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y en la Asociación de Escritores de México (AEMAC). Ha trabajado en el Fondo de Cultura Económica y en Random House Mondadori. |