Un óleo aficionado reposa sobre un muro color de hueso: mansión naranja en una isla; follaje y verdor; seco cielo violeta; mar inquieto; playa soledad ocupada por oleaje. Al indicio pictórico del primerísimo plano de Moonrise Kingdom, octavo largometraje de Wes Anderson (Houston, 1969), le sigue un banquete (musical y visual) de movimiento: un recorrido autorreferencial (Vida acuática, 2004) por la geométrica casa de la familia Bishop como si se tratara de una historieta de viñetas palpitantes. Recámaras y ventanas. Objetos y colores. Personas y hábitos. En esta aparente serenidad, una adolescente observa el exterior con binoculares. Su mirar es interioridad desbocada. La odisea emprendida de una ilusión juvenil. En la víspera de una tormenta que atravesaría “seis mareas altas”, Sam (Jared Gilman) y Suzy (Kara Hayward) se encuentran en un campo para culminar con un año de intercambios epistolares. Él, huérfano desde siempre, era un destacado scout del campamento Ivanhoe; ella, ignorada hija de disfuncional familia pudiente, ejercía como incansable lectora doméstica de aventuras librescas. Supieron el uno del otro el día en que ella hizo el papel de un cuervo en una obra quizás presenciada por todos los habitantes de la isla de Black Beacon. Ahora emprenden una fuga. Quieren alcanzar una reserva indígena antes de que líderes exploradores (Edward Norton), familias (Bill Murray; Frances McDormand), "servicios sociales" (Tilda Swinton) y policías (inexplicable Bruce Willis) puedan encontrarlos para separarlos. Peripecias de familias disfuncionales. Aventura extravagante cuyo reparto adulto constituye un tema por sí mismo. Profusión plástica de color. Comedia de asuntos tristes. Al igual que en películas como Los excéntricos Tenenbaum (2001) y Viaje a Darjeeling (2007), Moonrise Kingdom posee los motivos esenciales de la filmografía de Wes Anderson. No hay ninguna novedad, sino un recalentado que, si bien explora lo conocido, brinda una poética fundada en un principio quizás renovador: plasmar como experiencia, y no como sucesión, el ambiente de ese instante nunca ordinario del primer amor. Antes que el proceso amoroso, brota un universo sensorial de mil detalles apenas visibles, pero siempre significativos, donde todo está regido por la singularidad de una secuencia-conmoción. Esta idea domina la estructura demasiado convencional del filme. Más allá de que la narración está subordinada a las fases inconfundibles del modelo mitológico, el montaje ofrece un artificio de mayor valor: viaja in crescendo hacia el instante significativo, se aleja de él y regresa para renovarlo. El ir y venir del relato es su razón de ser. Importa la experiencia y su emoción. Por ello acude al espacio como un símbolo en que una playa es la plenitud de un instante o donde una cosecha inédita implica un renacer tras la fantasía. También profundiza con habilidad metafórica, a menudo muy audaz para un filme nostálgico, donde dos aretes de escarabajo representan el encuentro con la primera intimidad en una época de prohibiciones. Cuando confirmamos la sospecha de que la reclusión de los enamorados tras su primera evasión será sólo el inicio de una nueva fuga, el filme confiesa que su argumento siempre será predecible, pero su ir y venir nunca será inexpresivo. Desde su prólogo minimalista musical, donde la Variaciones y fuga sobre un tema de Purcell (Benjamin Britten) son el indicio de una formación sentimental, el mundo sensorial del filme resulta muy activo. Incluso en la mansión Bishop de extensiones incomunicadas, la cámara crea múltiples formas de movimiento de lo animado y de lo inanimado como si se tratara de la música misma. Esta viveza plástica también resulta de una semántica de objetos-acción creadores de asociaciones sucesivas. Y el ritmo, que está dado como las variaciones de la orquesta inicial, consiste en un discurso intensificado de insertos visuales con funciones retrospectivas (el encuentro en el camerino), informativas (la cédula de Sam), paródicas (Bastardos sin gloria en versión infantil), satíricas (mapaches), referenciales (homenajes a Norman Rockwell), lúdicas (dibujo animado del mapa) y brechtianas (el narrador en escena ocularizado-focalizado) que vinculan todo tipo de referentes exteriores y de momentos interiores del filme con los ambientes. Además de la riqueza de paisajes exteriores (pastos, trigales, ríos, colinas, rocas, lagos, bahías y diluvios), el espacio se regodea en planos que cierran o abren para tensar y sorprender al espectador como en ese boicot de La última cena (aquí último desayuno) en el campamento Ivanhoe una vez que la tropa de scouts decidió aliarse con los suyos, casi adolescentes todos, para mostrar, como dijo el propio cineasta en entrevista con Movieline (Brian Brook; mayo 25, 2012), a esos niños que no toman decisiones determinantes, pero que saben a tal grado lo que quieren que no representan sabiduría, sino pureza. Esa propiedad de la primera edad que debe desparecer para siempre en un momento: un tema que, en manos de Wes Anderson, recuerda a ese prodigioso filme de infancia titulado Kes (Ken Loach, 1969). Fue Hugo Munsterberg quien pensó que el cine era un arte de la mente. Su capacidad consistía en crear objetos de experiencia donde una parte era también totalidad. La idea del filósofo implicaba que los hechos mentales, que no eran más que estados emocionales, representaban la forma superior de la cinemática. Moonrise kigndom ofrece una visión similar cuando convoca la incertidumbre. Más alla de la claridad de la trama, el espectador no sabe bien a bien si la pantalla ofrece un hecho o una fantasía, pero percibe todos los objetos y las acciones como un continuum evocativo que parece emerger de una mente que hace de lo sensible una experiencia para los otros. El resultado es como un andar alrededor de un instante significativo donde el baile a solas de dos enamorados puede representar la plenitud entera de una etapa donde se dejó de ser alguien para siempre. Y esta experiencia del instante, como educación sentimental, propone incluso que la anécdota vital (quizás imaginaria) de esos dos muchachos era también una parte de su entorno. Tal es el caso sugerido por ese pueblo entero que dio lugar a un heroísmo diluviano en que un primer amor, aun si fue sólo una fantasía, anticipó la inocencia perdida de una sociedad que experimentó la víspera (1965) de un trance que pondría en crisis a varios de sus fundamentos.
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