Salí del bar cuando dejó de llover. No estaba bebido, quizá por la falta de costumbre de ir solo. O, quizá, despojado de un punto claro de referencia más que mi propio cuerpo, era difícil definir mi estado. La relación con mi cuerpo no es estrecha, así que no me extrañaría no recordar las cosas tal como sucedieron.
Llegué a casa con los dientes rotos y eso no hay forma de dudarlo.
Recuerdo que caminé hacia el coche, estacionado sobre las líneas peatonales. Soy un cínico y esas cosas no me importan. Escuché el tlic tlac de las últimas gotas de lluvia. Pensé en la dirección que tomaba mi vida después del divorcio. Pensé en China y sus grandes guerras.
Tres individuos me cerraron el paso.
Sin previo aviso, sin la consabida amenaza que antecede desencuentros como éste, me molieron a golpes.
No sólo sentí que en vez de saliva masticaba una cantidad considerable de sangre. También que mis órganos internos sufrían desgarros y empujaban las trizas y los restos de carne hacia arriba.
Por más que uno viva desfasado de su cuerpo, estas cosas duelen.
Me patearon el estómago y la cabeza con unas botas gruesas después de haberme sujetado desde atrás para librarse de mis manotazos y poder deshacerme la cara.
Lo que más recuerdo de esa paliza fue cuando mis dientes se soltaron de las encías y sentí que la quijada se salía de su lugar.
Asumí lo que me estaba ocurriendo después de unos veinte minutos. Tal vez por eso o tal vez porque así eran esos tres hombres, así actuaban, me dieron una explicación de sus actos.
—¿Estabas bebiendo ahí? —dijo uno, barbón, alto, jorobado. Señaló la entrada al bar.
—Sí —contesté. Hablar sin dientes, es bien sabido, le da a la voz y a la entonación un dejo de estupidez.
Decidí no hablar más. Pensé: “no tiene nada de malo que yo beba en un lugar si tal es mi decisión”.
Ellos no me preguntaron otra cosa pero escucharon mis pensamientos.
—Nadie tiene derecho a beber. No como están las cosas ahora.
“Como estás las cosas ahora”, repetí, en mi pensamiento, sin saber a qué se referían. ¿Las cosas en el país, en el mundo, en esta colonia, en esta calle precisamente?
—Las cosas en general —añadió otro, lampiño, con unos bigotitos que sólo le cubrían las comisuras.
—Así que no bebes hasta que las cosas estén mejor, ¿entendido?
No hice nada. Por mi silencio, me gané una última patada —dibujó un perfecto arco antes de romperme la nariz—.
No llamé a la policía. La justicia llega de maneras extrañas, siempre dolorosas.
Manejé sin percatarme de mi aspecto. La sangre seca y la que todavía brotaba de mi nariz y de mi boca me impedían pensar con claridad. Me dediqué a dar tumbos de una idea a otra. Al final, cuando el dolor apareció y terminaron los preámbulos que me permitían ignorar mis verdaderos sentimientos, maldije a mi ex mujer y planeé muchas maneras para entrar en su nuevo apartamento, enterrarle un cuchillo en un ojo a su novio y abusar de ella. Me imaginé sobrio, calculando cada paso, evitando a toda costa sentir placer o dolor. Yo era la orilla de los sentimientos humanos. Al menos esa noche. La frontera desde donde se ve un mar en calma.
Me estacioné en el garaje de mi casa y bajé de mi auto. Mi casa está en un suburbio y mi auto es la versión vagoneta de un auto elegante. Fuera de eso, sólo conservó de mi matrimonio las ganas de fumar.
Me metí en el baño. Atravesé varias veces la casa, fui encendiendo luces, evitando los rincones oscuros, buscando alcohol, gasas, cinta adhesiva.
Mi curación fue torpe. Antes de irme a la cama, emulé una sonrisa en el espejo. No fue difícil. El otro yo, protegido por ese magma plateado, entendió mis intenciones y reflejó con exactitud mi mueca.
Analicé mi rostro y me di cuenta de que la falta de casi todos los dientes delanteros me hacía parecer un anciano.
Al día siguiente me reporté enfermo y no fui a trabajar. No era frecuente que yo inventara pretextos, así que el jefe me creyó.
Me quedé en la cama hasta que no pude resistir el hambre. Comí usando sólo las muelas. La comida me supo mal pero no el silencio que me rodeaba.
En resumen, ese día comí y dormí apaciblemente.
Soñé que mi ex mujer se comía mi cuerpo con una cuchara grande.
Desperté en la madrugada. Un dolor nuevo me punzó en la boca. Fui al baño, encendí la luz, me miré en el espejo.
Sonreí. Emulando, claro.
Mis encías estaban moradas y, como brotes de alguna planta trepadora, vi que sobresalía la punta blanca de unos dientes nuevos.
Los dientes, como bien se sabe, no pueden regenerarse. Los míos sí, lo comprobé esa noche. Este acontecimiento reafirmó algunas de mis creencias infantiles, soterradas y olvidadas bien en el fondo de mi vida.
Tomé dos aspirinas y me dormí otra vez. No soñé. Si acaso una vaga sensación de ebriedad se despertó conmigo la mañana siguiente.
Me preparé el desayuno.
Debo describirlo, para que se entienda lo que ocurrió después. Freí tres huevos, corté dos rebanadas de jamón en trocitos y los añadí. También un jitomate partido en cuatro y dos rodajas de cebolla. Abrí un bote de jugo de naranja y eché a andar la cafetera. Por último, metí al tostador dos rebanadas de pan.
Me senté a comer. Aún sentía dolor en las costillas y me costaba trabajo respirar. Tendría que ir con el médico, porque de otro modo nunca estaría bien otra vez. Pero lo pospuse, al menos por un buen desayuno vale la pena posponer cualquier cosa.
Mis dientes crecieron considerablemente durante la noche, así que pude masticar bien los alimentos. No me vi en el espejo para verificarlo, pero la sensación al masticar era equilibrada y armónica. Los dientes se hundían bien en el huevo y trituraban pronto el pan. En pocos minutos, habían amasado una pasta uniforme en la que se mezclaban eficazmente todos los sabores.
Sólo un detalle enturbió mi desayuno: la comida sabía a otra cosa.
Desde el primer bocado, el pan sabía a pan, por supuesto, pero no a ese pan que yo tenía enfrente, integral, con semillas de linaza y ajonjolí. Sabía al pan ácimo de los judíos o al pan seco y duro de los alemanes. Sabía a polvo y a tierra, sabía a semillas en bruto, como si alguien acabara de sacarlo de su molino. En los demás alimentos, las reminiscencias eran de lo más absurdas: el jugo sabía a un vino ácido, aceitunoso; el huevo y el jamón, a queso de cabra mediterránea, a olivo.
Tragué, sin embargo, atribuyendo lo que pasaba —como es costumbre de todo los hombres libres— a mi imaginación.
El episodio se repitió muchas veces. En la comida, en la cena, al día siguiente, el domingo.
Una semana después, sentado en mi oficina, recuperado a medias de la paliza de los hombres buenos —así los llamé en mi fuero interno para odiarlos con menos intensidad—, me di cuenta de que en mi boca estaba ocurriendo de nuevo una comida muy antigua, un banquete de cientos de años. En mi boca, estaban repitiéndose los sabores que había experimentado algún asistente griego o romano a una de esas comilonas formidables que nos cuentan en los libros.
No es mucho esto que cuento, pero es todo lo que tengo en la vida, todo lo que me queda.
Mis dientes crecieron hasta el punto que tuve que limarlos, aplacarlos.
Luego, mi ex mujer vino a verme cuando supo que me habían molido a golpes, me pasó una mano por la mejilla y yo la mordí. Ella se fue sin despedirse.
Mientras veía que alguien, afuera —su novio, su amante— le abría la puerta del auto y la consolaba, una palabra se formó lentamente en mi boca, sin yo quererlo, sin siquiera saber de dónde provenía.
El dolor de la paliza de los hombres buenos se transformó en una idea obsesiva, mientras yo pronunciaba, en griego antiguo, con una voz ridícula y afeminada:
—No hay modo de que yo permanezca aquí, Alcibíades…