Los hombres verdaderamente grandes son meteroros destinados
a brillar para alumbrar las tinieblas de su época
Napoleón Bonaparte
En la historia hay ideas que desbordan épocas. Como un dique contiene agua de un río, la acumula y la desvía por otro cauce, así en el movimiento histórico las ideas pueden precipitarlo todo por una cascada turbulenta. Y al tiempo de calma y construcción de un ideario, sigue la turbulencia de la acción social. Y mientras la idea se hace carne, mientras el agua revienta en las rocas de la hondonada, vemos a unos hombres caer y ser guillotinados, los viejos estamentos sociales deben adaptarse o perecer. Simultáneamente otros hombres suben de puesto en la escala social. La sangre y el origen dejan de ser lo más importante. No obstante, el pobre queda pobre, lo único que cambia es su ambición, ahora por lo menos es “libre” de ser rico aunque nunca pueda llegar a serlo. Esto es algo de lo que ya Heráclito se había percatado cuando dijo que, “La guerra es la madre de todo, […] a los unos los ha hecho esclavos, a los otros libres”.
Pase lo que pase lo cierto es que de repente nos damos cuenta de que las cosas no volverán a ser como antes. Y sin embargo, la historia no se configura como una unidad que se mueve hacia un punto de forma constante y necesaria. El movimiento histórico como movimiento humano está lleno de contradicciones. A poco de haber alcanzado progresos notables en el terreno de la ciencia y la legislación, nos percatamos de que dichos progresos no son garantía de nada. ¿Napoleón mostró escrúpulos al disparar contra el pueblo francés cuando el gobierno del Directorio corrió en su ayuda? El pueblo despierta intermitentemente para volverse a dormir dominado por un tirano que por más ilustrado, puede justificar las más grandes crueldades bajo el regazo de los más altos ideales. El espíritu de los tiempos parece encarnarse en un hombre. Y la historia, por ser un gigante inestable que no perdona egos majestuosos, tiene que encontrar en los campos de batalla los goznes de una nueva estabilidad. Los hombres no se cansan de la sangre sino hasta que el espíritu redentor, exhausto, perece. El progreso devora a sus hijos y no hay madre que soporte tal injuria largo tiempo.
Así fueron la época y las contrariedades que caracterizaron la vida de Stendhal, hechos que él supo expresar en sus obras con todos sus acentos. Quizás la vida de toda una generación de franceses y, tal vez, la vida de una generación de hombres de todo el mundo se vio condicionada por los afanes de una nación. Napoleón, tan inspirado por Julio y Alejandro, hizo retumbar montañas y desiertos. A su derrota Europa no era la misma ni lo eran sus hombres.
Stendhal fue parte de esta generación. Su vida puede dividirse en dos grandes periodos. El primero desde su nacimiento en 1783 hasta 1815, la época de la revolución, triunfos y ascenso de Napoleón hasta su caída en Waterloo. El segundo periodo, para Stendhal caracterizado por la soledad y el aburrimiento entre París y Milán, se desarrolló de 1815 hasta su muerte en 1842. Esta segunda parte estuvo enmarcada en un inicio por el gobierno de la restauración. La reacción contra la revolución, cuya representación militar fue la Santa Alianza, intentó consolidar un nuevo poder que renunció al liberalismo revolucionario.
A este respecto Lukács dice: “Sobre este terreno, surge, pues, bajo la bandera del historicismo, de la lucha contra el espíritu `abstracto´, `ahistórico´ de la Ilustración, un pseudohistoricismo, una ideología de la inmovilidad, del regreso a la Edad Media” La contradicción de dicha ideología se produjo por el hecho de que la reacción tuvo que aliarse e, incluso, tomar como base económica al capitalismo en ascenso que ideológicamente era su opuesto. A final de cuentas, dios, su representante en la tierra, la aristocracia europea y el imperio Inglés contribuyeron a colapsar los afanes de la revolución burguesa. El conservadurismo aristocrático derrocó al liberalismo económico burgués e intentó sumir el potencial productivo de éste a su propio interés, que por conservador se oponía sin darse cuenta a la ideología del mercado. Esta segunda época fue la que vio transformarse a Henri Beyle, nombre de nacimiento de Stendhal, del diletantismo a la altivez de un escritor consolidado.
En este contexto de desconsuelo para el espíritu ilustrado y de apogeo para la reacción expresada en todos los ámbitos de la cultura, nace Rojo y negro: Crónica de 1830. El protagonista de la novela es Julien Sorel. El joven es la contradicción histórica metida toda en un cuerpo. Es un cruce de caminos. Es conociendo el sendero de este joven que Stendhal nos abre las ventanas de la historia a través de una crítica de su presente. Julien es la encrucijada de los ires y venires de los hombres. Movido por las pasiones, se debate entre el amor y la ambición; excitado por la voluntad, sus ganas de heroísmo entran en pugna con su hipocresía. Julien incluso hace de bisagra para que el autor pueda sintetizar dos corrientes estéticas nacientes de su época: romanticismo y realismo. Planteado así el asunto, podemos arremolinarnos en torno a la aventura de Rojo y negro y su protagonista en sus distintos matices.
No se puede amar sin igualdad
Para Julien no hay misión más importante de vida que su ascenso social en un mundo adverso. Él, hijo del pueblo, humilde y débil, aspira a través de su astucia y conocimientos a poseer lo que por origen no puede corresponderle. Una de estas cosas que no puede darse el lujo de poseer es una amante de alto rango: ¿Cómo permitirse enamorarse de la señora de Rênal o juguetear con Mathilde de la Mole si no es su igual? No es marqués o duque ni recibe una gran cantidad de francos de renta. Estas mujeres, a su parecer, no pueden sino humillarlo brindándole un amor que no merece. A pesar de ello, a cada paso lo vemos trastabillar. Julien es un joven de gran energía y se entrega por completo al impulso del amor que lo lleva a arriesgar hasta el pellejo. Pedazo de carne que tampoco dudará en apostar en sus momentos de mayor lucidez, en sus momentos de ambición.
Qué inmensa dificultad añadía esta hipocresía a cada momento
Es imposible no afirmar que el joven posee un gran talento. La sociedad aristócrata y burguesa que lo rodea, a pesar de considerarlo un lacayo insignificante, no deja de reconocer que en este joven hay algo de altivez y un noble ímpetu, incluso hay algo en él que puede atemorizar y avasallar a jóvenes de su misma edad por más que éstos presuman de gran alcurnia. Julien es un secreto admirador de Napoleón y de los ilustrados franceses, tan odiados y olvidados en la restauración. Lee con emoción y en celosa soledad El memorial de Santa Helena y La Nueva Eloísa. Ante la sociedad debe disfrazarse si es que pretende conseguir lo que se ha propuesto: riquezas y poder. Julien debe callar lo que verdaderamente cree.
Pero, señor, una novela no es más que un espejo que se pasea a lo largo de un camino
Las páginas en que Stendhal introduce una argumentación sobre el carácter de su obra como crítica de su época, y da unas mínimas pautas de lo que para él es la novela, son de suma relevancia. En la argumentación de Stendhal hay una ambivalencia. Parece sencillo comprender que si él afirma que su novela es como un espejo que refleja el camino, podemos fácilmente deducir que el camino es la realidad concreta. Y si el camino es un lodazal no es culpa del espejo. Si la sociedad es hipócrita y decadente, el escritor que quiere criticarla no tiene más que hablar de ella tal cual ella es.
Por ello Stendhal recurre a un minucioso tratamiento psicológico de los personajes a través de sus acciones, diálogos y sobre todo reflexiones, subordina los demás elementos a la construcción mental de los personajes, cuyos pensamientos y pasiones son el hilo conductor de la novela. Stendhal tenía una intuición psicológica que, en palabras de Jaime Torres Bodet, lo llevó a convertirse en psicólogo de la hipocresía por ambición. Él no tiene la culpa del lodazal de los tiempos, se limita a fotografiarlo lo más auténticamente posible. Tal cariz convirtió al francés en un "recompositor de la realidad". El hecho de la realidad "sale transfigurado, explicado y justificado merced a una comprobación interior [psíquica] y a una renovación de todas sus partes", nos explica Torres Bodet. El primer razonamiento de este fragmento de carácter ensayístico es que los personajes son tratados y construidos en la novela, pero a pesar de ello, lo cierto es que todos son tomados de la realidad, por ello la novela es un fiel espejo del camino.
Sin embargo, hay una segunda razón por la que Stendhal comienza estas famosas líneas sobre la naturaleza de la novela. Su intención es justificarse sobre el comportamiento inverosímil, no apegado a la realidad, de uno de sus personajes. Este segundo argumento contrasta con el primero y parece contradecirlo abiertamente. El espejo que la novela pretende ser no es tan fiel a la realidad. Es bien conocida la anécdota en la que se basó Stendhal para producir su obra. Tomó La Gaceta de los tribunales y leyó sobre un caso de intento de homicidio que es el que conforma el esqueleto de la novela. Es decir, toda la situación y sus personajes le vienen de la realidad, él toma hechos y los convierte en procesos susceptibles de ser detallados, observa personas y las transforma en personajes. Pero, ¿qué ocurre cuando de Mathilde dice que es un "personaje totalmente imaginario" y en suma, afirma que ella es anacrónica? En efecto, Mathilde actúa y piensa más como una doncella del siglo XVI, como Margarita de Navarra en la víspera de la matanza de San Bartolomé.
Por lo tanto, vemos que por más que el espejo insista en ser espejo, no lo es totalmente. El artificio del artista queda revelado. Uno lee la novela y, de pronto, sale la mano de Stendhal para saludar al lector y charlar cómodamente sobre un asunto estético. En ese momento una barrera puesta entre la prosa del autor y el lector queda escindida. La pretendida objetividad de la narración con la que el escritor cuenta como recurso para la verosimilitud de su obra es cortada de un tajo. La tercera persona es olvidada por unos instantes y, al menos en el transcurso de su pequeña disquisición, Stendhal se vuelve el protagonista de su novela por cuanto se presenta con sus opiniones acerca de la sociedad y la novela en toda su subjetividad tajante, no enmascarada y mesurada detrás del argumento de la novela.
Esto no quiere decir que la subjetividad en la escritura se presente en la argumentación ensayística y no en la narración y la descripción novelística. La construcción de la novela, sus diálogos, sus paisajes, sus personajes, sus acciones, son productos de la subjetividad del artista. Ni siquiera es lo más apropiado afirmar que una forma discursiva como la argumentación, por ejemplo, es propia de un género literario como el ensayo. El autor puede aprovechar el carácter de un personaje para hacerlo entonar cierto diálogo mordaz en contra de la sociedad, diálogo que por otro lado también es argumentación implícita. El autor puede transferir características propias, pasajes autobiográficos y visiones del mundo personales a uno de sus personajes. ¿Cuántas veces no vemos a Julien Sorel decir y actuar tal como Henri Beyle? Es más, quizás Sorel va siempre más allá que el propio Beyle en vida y hace todo lo que él hubiera querido hacer. En fin, la cuestión aquí es que Rojo y negro es una aguda queja en la cara cacariza de la restauración. Una revolución burguesa había pasado y la aristocracia débil y cansada, sumisa y contradictoria, aún se erigía en la cima del poder. Eso y no otra cosa es la expresión de la subjetividad de Stendhal en la estructura de su novela. En síntesis, la subjetividad del artista es la experiencia siempre personal que desea objetivarse en una obra como unidad total.
Pero para lograr esa unidad total el autor emplea distintos recursos que lo ayudan a objetivar su experiencia. Estos recursos son convenciones y códigos sociales. Si su obra fuera total subjetividad sería inasequible a cualquier otro. Para decir lo que se quiere decir es necesario seguir ciertas convenciones y reglas, a saber, los cánones de lo que era la novela a principios del siglo XIX en el caso de Stendhal. Eso es precisamente lo que queda desgarrado en la pequeña argumentación sobre Mathilde de la Mole y la naturaleza de la novela de la que venimos hablando. Al introducir ese pequeño pasaje, Stendhal se rebela ya no sólo contra la sociedad de su tiempo, sino contra los convencionalismos de la novela. Y al aceptar que dichas convenciones están incluso al interior de su propia obra, Stendhal se rebela contra su propia obra y contra sí mismo. Esta característica quizás sea general a toda obra de arte moderna cuando está gestada por una conciencia libertaria. El autor nos dice implícitamente que hace uso de ciertas convenciones, el género, para hacer posible el arte como expresión, pero al mismo tiempo declara explícitamente: “el estilo soy yo”. El género no es el estilo. El primero se da en una “comunidad de comunicación” y el segundo brota de la experiencia personal. Una sociedad libre acepta la experiencia individual de esa libertad y comulga con ella. Por el contario, un sujeto que vive la dominación, si no se soslaya, no tiene más que gritarle a la fuente del despotismo su irreductible libertad individual.
Finalmente, antes dije que a través de Julien el autor también resuelve una pugna estética del realismo y el romanticismo. Para entender esta síntesis es necesario concebir al romanticismo y al realismo en un sentido amplio ¿Por qué entenderlos sólo como bloques sucesivos de formas de arte con moldes y arquetipos perfectamente definidos? Si la historia humana es una serie de contradicciones, el arte también lo es y, por ello, jamás puede liquidarse el problema del arte catalogándolo como una serie de escalones sucesivos con propiedades específicas.
Constantemente se generan pugnas entre autores que no son ajenas a la posición de los artistas en el mundo, de dichas pugnas se generan concepciones igualmente contradictorias acerca de la vida, la sociedad y el arte. Por tanto, difícilmente se puede clasificar a una obra como propia del romanticismo o del realismo. Éste es el caso de Rojo y negro.
El romanticismo, por ejemplo, más allá de ser una corriente artística fue toda una manera de entender el mundo, una corriente espiritual que surgió a raíz de la Revolución Francesa y que en muchas ocasiones se oponía ideológicamente a ella. Durante la Francia napoleónica Chateaubriand fue el gran romántico que reaccionó contra Napoleón, intentando borrar el presente y volver al pasado aristocrático. De tal guisa, Stendhal y Julien son románticos porque reaccionan contra el presente restaurado, no pueden soportar su hipocresía. Mathilde tampoco puede tolerar ser parte de una aristocracia aburguesada, que se ha olvidado de que el amor engendra pasiones y es algo más que un contrato matrimonial. Ella es romántica porque quiere amar hasta los excesos de la muerte. Esta noción coincide con la idea de romanticismo del propio Stendhal. Para él "lo romántico es lo contemporáneo y en tal virtud, todos los grandes escritores fueron románticos en su tiempo".
Stendhal se opuso a los principios estéticos del romanticismo, al romanticismo estilístico de Víctor Hugo, no al espíritu romántico-heroico brotado de la revolución. A la prosa barroca y cargada de adjetivos, Stendhal contrapuso la simpleza realista y dotó a sus personajes de complejidad psicológica. A la decrepitud de la restauración, Stendhal antepuso el heroísmo y la soledad. En suma, su estilística no es romántica sino ilustrada, influenciada por Voltaire y Diderot, pero su espíritu, en tanto que no aprecia otra cosa que la nostalgia por la época napoleónica y no ve otro menester que el de defender la necesidad histórica de la revolución, es un espíritu romántico que elogia la energía de la voluntad ilustrada y revolucionaria. Stendhal vive en el pasado, en la solitaria esperanza de que otra revolución renueve los impulsos de la vida.
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