I. Mi confesión
Do for love
2Pac
Hay ciertas cosas que no deben escribirse
Stendhal
Querido viejo,
nunca supe escribir, lo sabes mejor que nadie, papá. No me refiero a esas publicaciones que nadie lee y se archivan irremediablemente en una biblioteca universitaria. ¡Qué esfuerzos tan costosos y tan insignificantes al mismo tiempo! No supe escribir ni cartas ni un diario, jamás has recibido correspondencia mía, y a tus dos postales, en todos estos años, todavía les debo una respuesta.
¿Cuánto hace que no nos vemos? No lo sé, ya hace mucho. Tengo aquí conmigo el último cuadro que me regalaste. Dalí es salvaje pero no me agradó como a ti sino hasta ahora, me parece cada vez más un vehículo pintoresco de la irracionalidad. Está colocado al lado del librero. Sabes que vivo ahora en esta bahía y sé que por nada del mundo abandonarás esa fea ciudad. Para mí sería más fácil enviarte un correo pero estas tecnologías te merecen la más vil de las indiferencias. No escribo porque me parece, siempre me ha parecido, imposible hablar de mí, pero ahora no. Te escribo ahora porque necesito descargarme, aunque dudo también si podrás perdonarme. Tal vez mi repulsión a estos ejercicios fuese que no albergaba secreto alguno: nada qué confesar. Jamás había custodiado verdad alguna que me orillara a expulsarla, no cualquiera, de esa especie que te sucumbe por dentro y exige ser revelada ya. No resguardé algo así excepto ahora. Podría ser la opción desaparecer de aquí para mostrar mi error, fragmentar mi huida sólo para que yo mismo me delate. Pero largarme sin más no me satisface. Mi envilecimiento ha sido tal que la muerte es inminente, pero no tan cerca, y definitivamente no seré yo quien la firme, al menos no por ahora. La única confesión que puede ser catártica, que puede ayudarme, es delatarme contigo. Sé que únicamente tú podrás comprenderme, con tu perdón me basta. Aquí puedo darte un tanteo de explicación, las razones por las que la maté. Nadie más que yo podía hacerlo, nadie más que yo tenía ese derecho, yo la amé.
Me aterró, sin mentirte, lo que hice. Una fuerza demoníaca se apoderó de mí y fue imposible detenerme. ¡Está tan vivo en mí el reflejo cristalino de la orfandad de su mirada! Sus ojos pasivos y desbordados, todavía lagrimosos, los clausuré con mi palma fastidiada de odio. Sus cabellos negros se tintaron sobremanera, recostadas las raíces en la ciénega de sangre espesa pero muerta. Silencié con la dureza de mis manos su último sollozo, cuando ultrajaron la suavidad de su garganta. Sus ruegos recorrieron mis dudas pero no obstaculizaron los tres impactos letales de un metal en su frente, con los que descansé su cuerpo exhausto, moribundo. Antes, sin duda, coronaron sus gritos, los que me orillaron a esto. “¡No me toque, carajo!”. “¡Lárguese de aquí!”. “¡No lo quiero aquí!” Aún hierven mis fuerzas para estampar en ella otra vez ese cilindro ferroso y frío.
Le reconozco que en el último suspiro de su vida, mantuvo el respeto hacia mí, siempre seré su profesor. Pero no puedo quitarme esa maldita frase. Es tormentosa. Ahora, todo el tiempo me consume, se impregnó en mis huesos, en mis vísceras, vive dentro de mí, me circula en esta sangre podrida y en estas venas que siento negras, pestilentes, asquerosas. Me invade. Combate todo el tiempo la exigua serenidad que resta. Esa frase respetuosa, que se impone a la locura, al delirio, al desatino, que no deja de ser solemne y avasalladora, que muestra un poder insondable, como el océano, es por supuesto más poderosa que yo. “¡No me toque, carajo!”
La había buscado todos los malditos ciento veintitrés días con estricta prudencia después de su inesperada desaparición de la catedral. En esa ocasión Paulina me tendió una trampa, dejándome como un completo imbécil con las manos de una trunca celebración, orquestados los arreglos, reservado el hotel de descanso y goce, el silencio de un brindis. Tras ella, a pie recorrí todas y cada una de las caletas de la bahía, de los acantilados, de los ascensos a las serranías circundantes. Husmeé en los cuatro pueblos pintorescos en los alrededores de aquí que la hacían sucumbir tanto ante las edificaciones de antaño. La regresaban al pasado, a su pasado, al pueblo de San Rafael. El olor del adobe resquebrajado y de la brisa que hacía danzar las ceibas y los palmares, de maderas mojadas, senderos empedrados, de estampidas de cafetales. Escudriñé en todas las plazas, en el kiosco de la zona romántica, en el parque Hidalgo, donde le confesé mi amor, en cada uno de los escondites de los centros comerciales y en todos sus ocios insignificantes, pasivos y torpes. Me adentré también en todos los centros nocturnos, tanto llanos como de vanguardia, visité los burdeles top del boulevard, como los bajos de la zona roja, pues su obsesión por la lencería, con su mirada de entomóloga, era su pasatiempo favorito.
Me senté hasta bien entrada la quietud de la oscuridad, en las playas importantes y en los parques, lugares donde consumía el tiempo libre o donde nos seducíamos juntos. No fueron pocas las veces que salí de un bar de mala muerte devastado, desgarrado, ahogado de alcohol, ebrio de tabaco, con los dientes enmohecidos. Por supuesto que su departamento en La Aurora estaba vacío, desde la parroquia podía percibirse la negrura que lo invadía todo, bienvenida nula tras tocar fuerte tres veces la puerta, ella no estaba, se había marchado, desapareció de mí.
Cuando me encontré a Mariano, debido a una insignificante casualidad, en la vieja cenaduría de la calle Independencia, de la colonia El Pitillal, pagué la comanda mientras él se sentaba hambriento. Apenas me reconoció, pues me encontraba devastado, irreconocible. No lo saludé ni intenté iniciar cualquier tipo de charla, únicamente le pregunté por sus ex compañeras de clase. Debí la gran noticia a este jovencito perdido, buscando todavía respuestas inexistentes desde que llegó del puerto de Acapulco, cuando lo encontré entusiasta pero dubitativo un primer día de clases universitarias.
Supe entonces que Paulina habitaba la última morada de esa vecindad roída, construcción endeble, mortificada de humedad, guarida de alacranes en calle 20 de noviembre, en el mismo barrio célebre de segunda. Cinco cuadras me separaban de ella, de su muerte y de la mía.
La lástima me invadió al recorrer cada vivienda minúscula de dimensiones, de paredes desnudas, apenas terminadas, de patio común terroso que no era sino esbozo de lagunas negras dispersas por doquier, infestado el ambiente de zancudos sedientos, remedos de granjas en las paredes traseras y el foco ensuciado de cemento que alumbraba con dificultad una puerta abierta de metal, invadida de puntos oxidados. Con la mayor delicadeza posible, debajo del espectáculo de la luna radiante, llegué al número 7 para que me explicara todo. Irrumpí sin permiso en la habitación, mi nariz casi no pudo aspirar aire que no era sino caliente, sin ventilador alguno, sin ventana abierta, y ante ella impávida de encontrarme así, cruzada de piernas en un banquillo de plástico, tecleando un dispositivo.
Mi ojos la encontraron y no pude constatarla más hermosa, como antes, como siempre, ligeramente desatendida. La estreché contra la pared, sentí su pecho frágil y encantador en mi corazón palpitante. Y exigí razones, cuestioné sus motivos, reclamé su confesión pero, tras constatar su ¡indiferencia y repulsión!, extravié inmediatamente la verdad de mis tropiezos y de mis descuidos hacia ella, los que había jurado eran los motivos de su desaparición.
Olí por última vez su perfume lujoso, toqué la suavidad de su piel, constaté lo escultórico de sus piernas, la mirada de ojos negros que me encadenó un día de agosto. Sin embargo, entendí de buen golpe que ya no me amaba, ¡esperanza estúpida la mía! Sin saber la verdadera razón, ya no me importaba, sólo lo sentí, ¿de qué otra estupidez se trataría?
Después de todo, cuando de Paulina sólo quedaba un cuerpo inerte, como se lo expresé al final, yo merecía una oportunidad de recrear mi amor con ella, de encontrar por fin el sentido a mi vida, el sentido que me había otorgado ella, de rediseñar nuestra felicidad, de reconstruir nuestros sueños, de convencerla, de censurar nuestros lamentos y de hundir nuestras culpas. Y, sobre todo, enviciarme otra vez de su textura delicada, de consumir los restos de su inocencia, de hacerla madurar con mis manos, de embestir sus curvaturas sudorosas, de sus dos angosturas sublimes, de invadirla toda.
Sus labios me pertenecían, su desnudez era mía, había bebido de ella cuantas veces quise. Su cuerpo terso, delicado, suculento, era mi posesión más valiosa, le había jurado lealtad el primer día que me perdí en todas sus mazmorras, sin protección alguna, sin plásticos mediocres; hacerla gritar, clavándome sus uñas. Mi primera y única entrega verdadera a lo largo de estos treinta años sombríos, resucitado yo al momento de descubrirla, de poseerla, hasta que se largó sin más, difícilmente sobreviviendo de su recuerdo en todo este tiempo. Así entonces, desaparecer sin más, ¿dejarme extraviadamente incrédulo aquel día de confeti y alborozo, de comida callejera y fiesta popular, cuando todo marchaba con gratitud y elocuencia? ¡Imbécil de mí! Su extravío no lo merecía.
Me entregué siempre como la pasión exige, sin dudas ni quebrantos, arriesgando todo, buscando en mi interior, liquidando mi reputación y mi carrera, pero optó por marcharse sin decirme nada, sin una carta, sin una tímida explicación, sin palabra alguna. Un silencio absoluto hasta esa noche, la noche no sólo en que la volví a tomar de las manos, papá, sino en que le arranqué la puta vida para siempre.
Pero ahora estoy aquí, en estas cuatro paredes insignificantes, en este rincón perdido en los albores de estos esteros y pantanos, de estos campos vacíos e inmisericordes, lugar tan escondido, tan falto de interés. El silencio es tormentoso, el sueño es inexistente, me siento enfermo, los demonios son reales, la pesadilla es lo común y lo constante, mi angustia es ensordecedora, mi cuerpo es un adorno inservible, mi voz se desvanece, mis ojos miran llanamente, no lo pienso tolerar más. Abrazo sobremanera el miedo, papá, desconozco por qué llegó todo esto, este huracán que sentí cuando tomé ese fierro y ahora acabó conmigo. Al mismo tiempo me detesto, no tolero más saberme vivo, sentirme preso, esclavo de mi pasado reciente, de una acción terminal a la que me condujeron mis tinieblas y mis manos, y de todos estos recuerdos que han asesinado ya a un asesino.
Me pregunto ahora si hubo alguna razón particular de haber nacido. ¿Vine a este mundo a terminar de esta manera tan patética, tan ridícula, tan bastarda? ¿Vine a este mundo a hacer exactamente qué cosa? ¿Cuál fue el sentido de mi existencia? Hace meses, años, este final sería una mala broma, un sinsentido, una rotunda impertinencia. ¿Dónde quedaron todas mis malditas ilusiones? No recuerdo ni una sola.
¿Para qué propósito sirvió mi ceguera de teorías sesudas y de voces sumo intelectuales? Las vomito ahora. ¿Qué clase de mitología fue todo aquello? ¿Qué clase de frutos o de especímenes rindieron todos esos estudios, papeles, libros, líneas y líneas, argumentos, ideas, tesis y planteamientos? ¿Adónde me llevaron? ¿Adónde se fueron mis esperanzas? ¿Por qué dejó de amarme? ¿Qué diablos hice mal, papá? ¿Por qué finalmente la felicidad es una quimera barata, engañosa, bestialmente bastarda? ¿Por qué la gota de gracia es tan triste, tan pasajera, tan mentirosa, tan patética, tan violenta con cualquier intento de permanencia, de solidificación, de trascendencia? ¿Permanecer tan tímidamente querido es acaso una hazaña inalcanzable, tan suprema, tan demoníaca, tan llena de trampas y de pantanos verduzcos, lóbregos, sulfurosos, insondables, tan verdugos? Mi historia le dice a esta imbecilidad que es la vida, a este tormento que es tan sólo llegar al mundo, que eso que llaman felicidad es el perfecto engaño, la suma de todas las canalladas, que no es sino la verdad de la mentira.
No es del todo cierto que el asesino regresa siempre a la escena del crimen. Eso es una sandez, no pretendo volver a ese cuartucho mal parido. No fui cuidadoso con los detalles, ¡qué locura! Algún día Paulina putrefacta aparecerá, alguien la descubrirá, los síntomas se darán a conocer tan fácilmente. La descomposición invadirá el aire de esa vecindad, el calor endemoniado hará rápido la descomposición del cuerpo. Cientos de moscas se recrearán sobre sus heridas incansablemente, los gusanos blancos pulularán de las aberturas del cráneo, las pus aumentará desde los quebrantos mortales y la sangre se coagulará hasta convertirse en estampas oscuras en la superficie, destilándose paso a paso, hasta hacer prácticamente insoportable la inhalación a la redonda.
Me parece digno que yo mismo me destruya, que mi muerte se extienda de la insondable constatación de que me encuentro solo, sin ella, que la oscuridad que me abraza me derrita algún momento cerca, que el amor suyo que extravié una vez y para toda la vida es el perfecto castigo para mí, hasta que tome la decisión. Salgo y lo constato. Valido que la vida es una enfermedad, como dijo alguna vez Novalis. Que yo fui un error, que nunca debí llegar aquí o que nunca debí venir al mundo, nadie nunca me lo pidió. Que no resulta fácil decidir de qué manera destruirme, papá. Es todo lo que necesitas saber, que mi amor por ella me llevó a mi muerte en vida, y que es tan sólo cuestión de saber cómo concretarla.
Quisiera tu perdón, papá.
Leonardo.
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