Por qué no escribes de aquellos años; los más felices de tu vida, según me dices. Hablas de ellos como añorando, como queriendo regresar. Escribe de cuando en vacaciones te quedabas en casa de tus abuelos, en La perla, en aquella que también fue tu casa porque así llegaste a quererla, como tuya; de cómo viste crecer y avanzar ese lugar, avanzar hacia un dizque progreso que no le ha traído más que tristezas. Escribe de cuando jugabas futbol sobre la tierra, y de cómo esos juegos fueron luego ya sobre el piso pavimentado; de cómo entonces no te importaba ensuciarte, siendo que hoy no toleras ni el polvo que levantan los carros después de las lluvias en esta triste colonia que, como aquella, transitó de la felicidad a la infelicidad.

Escribe de cuando jugabas con aquellos muchachos, los fuereños, que sin importarles haber trabajado sus buenas doce horas, como ellos mismos decían, todavía tenían ganas de “echar la reta” de cómo esos poblanos garrudos, como les decían los vecinos, comenzaban a cargar las piedras para ponerlas de portería, y de cómo gritaban “de a aguamiel” cuando sentían que tenían “la reta” ya ganada; de ese día de diciembre —porque era en diciembre cuando te quedabas en casa de la abuela, siempre antes del veinticuatro—, cuando anotaste siete goles y el perrín te dijo “cazagoles” y, empujándote, gritó que no hacías más que empujar el balón por entre las dos piedras, aunque eso no te importó; de las ansias que sentías por salir a jugar una vez que terminabas junto con Toño, tu tío, de atender la tienda del abuelo, y de cómo anunciaba ese abuelo tuyo su llegada, con su silbido que se escuchaba desde la esquina y al que tú respondías saliendo de la tienda, corriendo por la calle terrosa, y luego pavimentada, para subirte a su triciclo, sentado sobre los cartones de cerveza que traía de allá, como solía decirte.

Escribe, Emilio, de cómo antes de salir a echar “la reta” dabas una vuelta con el triciclo a lo largo de toda la cuadra, subiendo a esos niños que, como tú pero diferentes de ti, se sentaban sobre esos cartones de Cartablanca que ya no existen ni allá ni acá; de aquellas noches en que los fuereños, después de “la reta”, sacaban su radio de banda civil para alburearse con los camioneros, pues por allí pasaban y siguen pasando los autobuses a “su tierra”, de donde es también tu familia, aunque no te gusta recordarlo porque cuando ibas tenías que cagar en una fosa y entonces tú te aguantabas hasta regresar al deefe pero, a fin de cuentas, terminabas haciendo en la fosa porque te dolía la panza. Por qué no escribes de cómo no entendías esos albures, pero te la pasabas pensando en cómo, ahora sí, te ibas a alburear al perrín, con quien tus tíos te echaron a pelear un día porque, decían, era “de tu vuelo” y tenías que pelearte para aprender a defenderte de él y de otros como él; de cómo Toño y Rogelio, tus tíos, te dieron chilito piquín para que “agarraras valor”, aunque hoy ya no te pelearías con el perrín porque, dicen, se volvió malo, más malo de lo que ya era, y porque aunque quisieras no podrías pelearte ya con él porque está en la cárcel por andar robando autopartes en la avenida; de cómo tu puño mal cerrado reventó aquella vez en los cachetes gordos del perrín, y de cómo ese perrín hoy preso no creía que tú te atrevieras a golpearlo, tomándote luego del cuello aunque, por un azar que nunca comprendiste, terminaste justo encima de él y volviste a reventarle tu puño, esta vez en su oreja gorda y retorcida. Escribe, Emilio, del dolor en tus nudillos y de las lágrimas de ese perrín que, ya en el suelo, se deslizaban por su cara terrosa, introduciéndose en sus oídos; y de cómo entonces su dolor y su furia explotaron en una gran carcajada, diciéndote luego “pinche emi, ahora sí me chingaste”. Desde entonces, me has dicho, nunca más volvió a alburearte, a meterte el pie en la cascarita ni a decirte “cazagoles”. Por el contrario, te saludaba, a veces sólo con un chiflido, y hasta te regresó los retrovisores que por error —dijo— había tomado del carro de tu papá el día de la boda de tu tía, su hermana, el mismo día en que se acabaron las fiestas en la calle, cuando desde muy temprano Otilio, de allá, de la tierra de tu familia —y de los fuereños—, se emborrachó y a las cinco de la tarde se le veía ya tirado en medio de la improvisada pista de baile, junto al gran tubo que sostenía la lona que los vecinos sujetaron de la casa de Jorge, el dueño de la fábrica de juguetes que les regalaba las bolsitas de luchadores que fabricaba allí, en una casa; los mismos luchadores que veías todos los domingos por la mañana, con los que soñaste hasta el último día de tu infancia y que todavía hoy recuerdas con añoranza.

De seguro te acuerdas del “Perkins”, de cómo ese día de la boda avanzaba por la improvisada pista de baile recién pavimentada con una botella de Presidente en la bolsa del pantalón, ofreciendo tragos a sus amigos, y de cómo bailaba y servía al mismo tiempo, servía y bailaba —por momentos con dos mujeres— y daba una vuelta y bebía y volvía a servir mientras el sonido saludaba interrumpiendo la canción pero siendo al mismo tiempo la canción. Y mientras tú, Emilio, recorrías con la mirada la pista de baile y podías verlos a todos bailando y felices, y ya desde entonces sabías que más tarde, mucho más tarde, recordarías, quizás para siempre, esos breves instantes. Dejándote llevar entonces por todas esas canciones de cumbia y de salsa que cantas todavía hoy. Y el espectáculo, Emilio: el “Perkins”, los fuereños, tus tíos. Y los niños corrían, tú corrías, pasando por entre las piernas que también esquivaban al tío Otilio que, tirado, lanzaba patadas a esos gigantes bailarines. Y tu abuela, Emilio, con su delantal nuevo. Apenas acabó la misa y se lo puso para no quitárselo más. Nunca lo hacía. Fue ella quien te enseñó a escribir tal y como le enseñaron en su tierra, con esa caligrafía que aún conservas pero que has modificado hasta hacerla irreconocible. Escribe de esos monstruos verdes, los “chimecos”, que con sus grandes fosas te alucinaban. De cómo, mientras descansaban, varados al final de la avenida, los niños los lavaban, y de cómo en ese mismo lugar, hace casi sesenta años, tu padre los lavaba también para ganarse la vida. Para ganarse la vida, Emilio, sobándose el lomo, como te decía la abuela al pasar junto a ellos, recordando que en tiempos de tu padre le bastaba una cubeta de agua para lavar al monstruo, como ciertamente les decía ella a esos chimecos, porque allí, en La perla, siempre ha escaseado todo. Pero no la felicidad, Emilio, no entonces.

En ese momento Emilio abrió los ojos sin saber a quién pertenecía la voz que lo había conducido a todos esos recuerdos que, por momentos, parecieron bastante reales. Una vez de pie, se acercó a la ventana y corrió la cortina. El cielo estaba nublado y las reparaciones tenían la calle a medio pavimentar. Un poco más adelante, unos hombres descansaban y miraban al cielo, tal vez preocupados por la posible lluvia. En una vieja grabadora escuchaban una salsa colombiana. Quizás había sido la música la que lo había conducido a su infancia de allá durante esa especie de sueño hipnótico. Miró nuevamente. Arriba, el cielo. Abajo, la calle a media reparación. Más adelante, los hombres y, en el ambiente, la música de salsa.

Pésima combinación, dijo, y volvió a la cama.

 


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Emilio Santamaría (Ciudad de México, 1982). Estudió sociología en la Universidad Nacional Autónoma de México, en donde también ha sido profesor. Actualmente escribe la novela Flor de Nada y la colección de poemas Morirse de hambre.

 

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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